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miércoles, 21 de junio de 2023

Hoy invito a…

 

Antonio Tejedor García

 

Cada fin de semana, un libro

ESA INFINITA QUIETUD

Pero M. Domene

 


 

       Esa infinita quietud en el sentido de sosiego, armonía y tranquilidad es lo que define al poeta Alejandro López Andrada en sus propias palabras. Es, a la vez, el libro resultante de muchas horas de conversación con el crítico literario -y también escritor- Pedro M. Domene.

       La obra de López Andrada, narrador y poeta, viene marcada por el tiempo de la infancia en su pueblo, Villanueva del Duque, Córdoba. Una infancia de penurias económicas, de emigración, de gentes sin voz; a pesar de esto, la trae a la memoria continuamente. “Soy escritor de un solo libro, aunque escriba muchos”, nos dice. Lugares y gentes que aparecen en sus versos, personas importantes en su vida. Territorios y gentes que borra el tiempo y que se recuperan para la creación literaria a través de su poesía, sus relatos o sus novelas. “Intento contar una aldea para entender el mundo”. Bien anclado en sus raíces.

       Desde esa aldea ha hablado siempre de la naturaleza y el medio ambiente, del mundo rural que se vaciaba, el paso del tiempo, la crítica social, la soledad… Una obsesión, esa atmósfera en blanco y negro, realidad y ficción que le han permitido conectar, a través del ruralismo mágico, con los días de su infancia y de nuestra madre tierra.

       López Andrada, poeta, Vive en una especie de trance místico cuando la inspiración le asalta. Es entonces cuando una voz le susurra al oído los versos que va transcribiendo, el relato de la resurrección de personajes y lugares que ya no están. Luego vendrá la reescritura, las correcciones inevitables. Versos llenos de intensidad emocional y belleza estética a través de un laberinto de metáforas y de símbolos para conectar con el lector.

       Cuando suene el retorno de la luna

       la música de la espiga ya habrá muerto.

       La poesía, más que imaginación, es sentimiento, reflexión, buscar el equilibrio entre la emoción y la estética a la vez que ser testigo de un tiempo, reflejar la experiencia vital del poeta.      En el caso de López Andrada, establecer, también, como Machado –uno de sus poetas preferidos-, una relación emotiva con la naturaleza. Con todos los elementos de ese mundo ancestral, primitivo. Ha de resultar complicado para él, -estos son tiempos dados a la apariencia y la banalidad, donde tanto se valora la estética del triunfo fácil-, ir a contracorriente y seguir pegado a sus temas de siempre, a la naturaleza, a la soledad, al paisaje interior. Es, por tanto, una poesía poco alegre o vitalista, de difícil lectura, en ocasiones.

 


 

       Cada poema suele tener algún tipo de relación con el que le precede, bien sea temática o espacial, le gusta dar al libro una especie de estructura narrativa que se nutre de la continua memoria, de la mirada atrás, de un pasado que no siempre fue mejor.

       Nos lo robaron todo. Nada queda:

       Solo el amor pudriéndose en mi alma.

       Ese constante recuerdo no esconde la dureza del trabajo agrario, la de agricultores y pastores, ni tampoco la de la voz derrotada, que la historia siempre ha sido escrita por los vencedores. La vida de aquellos hombres -¿es difícil entender la emigración?- era tercermundista, absolutamente inhumana. Que López Andrada haya sido y sea todavía capaz de encontrar poesía en ese ambiente sin caer en la conmiseración es de un enorme mérito. No se me oculta, sin embargo, una buena carga de idealismo. Hoy en día, radicado en Córdoba, sus últimas obras se extienden más allá de la tierra de su niñez y recalan en las de la ciudad; eso sí, sin rendirse ante la caricatura de cartón piedra que les gusta mostrar a los castizos. Entre zarzas y asfalto y Los perros de la eternidad lo dejan claro.

       La narrativa, sus relatos y novelas, también siguen la temática rural, la misma que ha escrito siempre, incluso cuando la moda imponía lo urbano y todo lo relativo al pueblo, al campo, era silenciado por la crítica, cuando no despreciado. Rural, pero con un alto contenido social y político. El libro de las aguas –fue llevada al cine por Giménez Rico- es durísimo, pero siempre intentó darle un tono emotivo y poético. Una crítica social que, por desgracia, ha de seguir marcando sus escritos, como escribe en El jardín vertical, su apuesta más valiente, la más desoladora y rebelde.

       Pedro M. Domene nos deja un final en el que incluye el proceso creativo de López Andrada y diversas consideraciones sobre la literatura y el periodismo. Un libro donde no solo nos descubre a un gran poeta y narrador, sino también al autor, a la persona, a las vicisitudes que le han llevado a escribir, a dejar testimonio de un lugar y de una historia.

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