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viernes, 28 de agosto de 2020

Cuaderno en blanco


Agosto

       Cargado con días de asfixiante calor, noches de insomnio y temperaturas prohibitivas, así arranca este mes de vacaciones, de ausencias, de olvidarnos de la rutina, de escasa o nula comunicación y de esa despreocupación que solo nos deja leer aquello que nos entretiene, o nos interesa lo mínimo. El resto es silencio, y dejar transcurrir los días de agotamiento. Y alguna lectura que nos sorprende, por curiosa y bien escrita, una colección de cuentos de J. B. Durán, Tantas cosas dicen, diez relatos de estupenda factura que dejan el poso de la buena literatura.
       Una reseña amplia sobre Guiseppe Ungaretti y el homenaje que le rinde la Asociación Internacional de Críticos Literarios, un volumen con un buen puñado de artículos y estudios interesantes que aparece, definitivamente, en el medio Zas! Madrid, que tan bien maqueta mis colaboraciones.
       Una colección de relatos, La playa y el tiempo, de Ernesto Calabuig que me devuelven la sensación de husmear siempre en buena literatura, relatos que dejan poso, que nos sumergen en el mundo de la buena y excelsa literatura de ficción.
       El clásico Rebecca, de Dafne du Maurier, obliga a un replanteamiento de la buena literatura, de volver a los orígenes de la mejor narrativa universal, y un posible amplio estudio para su posterior publicación. Me ocupará parte de este final de agosto, y en septiembre volveremos a esa incipiente vida que supone “cierta normalidad”.

jueves, 27 de agosto de 2020

José Luis Muñoz


                        Viajes de ida y vuelta

       Pensiones y hoteles de lujo donde vivir ese viaje constante en la nueva novela de José Luis Muñoz, El viaje infinito (2020)



                     
                     
       El narrador José Luis Muñoz (Salamanca, 1951) convierte en novela la crónica de un itinerante viaje que su personaje inicia en su infancia y culmina cuando es un escritor adulto, porque la quebradiza salud del niño Roberto Luis se irá curando mientras acompaña a su padre de hotel en hotel, pero cuando Roberto Luis Wilcox es un afamado escritor, tras un sonado primer éxito comercial, abandonará la literatura puesto que la vida transcurre como en una novela, se convierte en ese momento de catarsis espiritual, y si de alguna manera conseguimos deshacernos de nuestros fantasmas y alcanzamos a entrever los complejos entresijos del alma humana en los lugares más insospechados, entonces la imaginación despertará milagrosamente de un letargo, se mostrará de una manera convulsa y desatada, frenética en ocasiones, rememorando, cafés, trenes, barcos, espacios abiertos y cerrados, o en ese ejemplo de la mejor pulsión narrativa, en hoteles, que se convierten en lugares repletos de vivencias y de aventuras, sustituyen a hogares reales o de ficción, y han visto nacer entre sus paredes algunas de las páginas más brillantes, divertidas, interesantes, entretenidas y estremecedoras de la literatura universal.

Metáforas del viaje

       Esta nueva entrega, El viaje infinito (2020), cuenta las tribulaciones de un viajero cuyo nombre viene a determinar, en cierto sentido, las circunstancias de su existencia misma, y si se parece a Robert Louis Stevenson es porque, como él, afirma se convertirá en ese eterno viajero que cuenta historias y de alguna manera le servirá de modelo para que el joven Roberto Luis alimente una desbocada pasión por conocer el mundo, e incluso visitar los míticos mares del sur. Este singular viaje puede entenderse, después de una amplia propuesta narrativa, como esa experiencia vital que atesora el salmantino, su conocimiento profundo y personal de las pasiones, los sentimientos y los intereses que mueven este complejo mundo, y así el libro ofrece al lector un itinerario que se adentra y recrea las vivencias del narrador, un texto contado en primera persona, cuyos capítulos, además del nombre del hotel o pensión, recrean el ambiente, la vivencia personal, o cuanto se ha vivido entre las paredes de esa habitación, e incluye escenarios tan diferentes como exóticos que se suceden con el paso del tiempo uno tras otro, y desarrollan una trama de una variedad psicológica tan profunda como sorprendente puesto que la dilatada vida y las andanzas del protagonista mostrarán ese permanente contraste y manifestación con el vacío mismo, y un cierto hedonismo que identificaría cualquier actitud con el placer o ese bienestar humano que se aleja de una superficialidad donde la belleza y el sexo tienen su espacio, y un auténtico protagonismo.

Bajo un cielo protector

       Roberto Luis Wilcox irá contando cada uno de sus triunfos y de sus fracasos, el sabor de cierta egolatría, de la autocomplacencia y la soberbia con el cinismo como inseparable compañero de viaje, junto a la miseria, el pesimismo y ese concepto negativo que comportan tanto la decepción como el desencanto. En realidad, José Luis Muñoz nos emplaza a un recorrido desde una perspectiva tan desconocida como secreta, un manifiesto comienzo bastante dilatado que evidencia un desastroso final. Un viaje, un largo recorrido con las paradas habituales de toda una vida, estaciones que denominamos intermedias, henchidas, año tras año, de representaciones, de imágenes coloreadas, y recorriendo hoteles donde descansar, escenarios de lujo y de paisajes elíseos, que conforman algunos oasis de los triunfos y de los placeres vividos, aventuras que se superan la posterior, suma de esa catarsis que inefablemente conducirá al triunfo de un infortunio.

       A lo largo de las páginas de El viaje infinito, al hilo de las pormenorizadas descripciones de aventuras sexuales y de conquistas del amante Wilcox, se percibe ese contraste entre esos dos mundos, bastante opuestos, el de Oriente y el de Occidente, y se añade el papel que juega esa falsa realidad con sus matices, tanto positivos como negativos. La presencia en la sombra de Robert Louis Stevenson refleja a la perfección ese espejismo y quimera de virginidad y de pureza de lo oriental que la propia novela va desentrañando poco a poco, una visión sustituida por el dominio y la sumisión que hay detrás del dinero, como universal y verdadera fuente de poder y dominio por encima de las coloreadas postales, los lujos y excentricidades de un exotismo malsano.

Nostalgia de otro tiempo

       Los viajes constituyen ese particular leitmotiv, y supone el eje de casi todas las vivencias del narrador, y al mismo tiempo la literatura complementa la historia, porque la literatura es otra forma válida de contar la vida, o de vivir los viajes de los demás, esos viajes de ida y vuelta donde cada una de las vivencias pueden funcionar perfectamente como ejemplo de otros muchos, o quizá como complemento perfecto a una existencia. La vida de Roberto Luis Wilcox irá haciendo escala en los hoteles donde tras cada jornada, con mayor o menor fortuna, va al encuentro del descanso, la reflexión o el placer. Los hoteles, de una utilidad casi vulgar, se convierten en esos lugares idóneos donde abandonar los miedos y las carencias, o vivir los sueños y las incertidumbres que definen la vida de cualquiera. La soledad del hotel se convierte en ese territorio ajeno, extraño, impersonal, en el que nos movemos y nunca se convierte en propio porque siempre extraño.

       La originalidad de la propuesta patentiza las etapas de la vida del protagonista, a las que el lector irá accediendo a través de una carta, un recuerdo, una llamada de teléfono, una reflexión, la ardiente conversación de dos amantes, porque, en definitiva, El viaje infinito resulta una novela plagada de sugerencias, de momentos sutiles, de frases apenas dichas que sin embargo contienen la esencia de esa vida que nos cuenta José Luis Muñoz, y de alguna manera invita al lector a realizar su propio viaje a través de las páginas que ha leído, una aventura tan real como imaginativa para dar rienda suelta a nuestros deseos o veleidades.















El viaje infinito
José Luis Muñoz
Madrid, Bohodón Ediciones, 2020

miércoles, 26 de agosto de 2020

Relatos de verano (IV)

La Almería vaciada
Textos de: Fernando Martínez López, Mercedes de Diego, Javier Carrasco y Pedro Soler Valero.

domingo, 23 de agosto de 2020

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        El ruralismo mágico de Alejandro López Andrada

                           

       Los libros tienen su propia historia y el motivo de su origen cae en lo paradójico, con ellos disfrutamos de un curioso e indagador concepto que nos lleva, sorprendentemente, a descubrir el impulso que guía a un autor a elegir un tema y, una vez transcurrido el tiempo, quizá por un sugerente y no menos interesante concepto, a averiguar que eso mismo ha determinado el resto de su obra: un apunte autobiográfico, el pesimismo vital y la crítica social de una determinada época, la naturaleza y el medio ambiente, el recurso de la memoria, o incluso ese concepto universal, tan enigmático y escabroso, como el amor y la muerte por esgrimir algunos de los ejemplos de los primeros tanteos narrativos de Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) recién iniciada la década de los noventa con una primera novela que, treinta años más tarde, recupera la editorial Berenice en su colección “Contemporáneos”, La dehesa iluminada (2020) que, inauguraba entonces un acertado concepto que con el tiempo ha justificado ese toque de atención que nos hacía el narrador cordobés, la visión de la “España vaciada” que, ahora, en esta nueva edición se sustenta sobradamente por una justificación temporal, cuando advertimos, además, que la literatura española ha relativizado el paso de tiempo desde siempre, y el complejo mundo de la memoria y de los recuerdos cuyo devenir han subrayado en sus páginas autores de diversas generaciones, o le han dedicado al mundo rural y la naturaleza su atención en particular, novelas clásicas como El camino (1950), de Miguel Delibes, La lluvia amarilla (1988), de Julio Llamazares, o la reciente, Intemperie (2013), de Jesús Carrasco.



       Si cerramos los ojos durante unos instantes, cuando decidamos  abrirlos seguro que todo habrá cambiado porque la naturaleza inspira un relato inagotable, será entonces cuando observamos cómo las aves migran, el viento arranca las hojas de los árboles, las bayas han enrojecido y las zarzamoras o los arándanos, maduros, cubren el suelo donde pisamos, y si añadimos aún algo más de fantasía una suave brisa envolverá el espacio natural donde nos fundimos con el medio. La gente del campo, que vive el día a día por el reloj de las estaciones, guarda este y otros muchos prodigios en su memoria año tras año, porque para ellos sobrevivir en el campo es una dura tarea y la memoria es frágil, y si no se cultiva como la tierra también se vuelve yerma. Por eso hay que aferrarse a ella antes de que todo desaparezca. Una vida frenética nos tiene abocados a la crueldad de un sistema social que nos obliga a volver la vista a la sencilla existencia cotidiana que ocupó los días de nuestros antepasados en un medio rural, cuya vida, por áspera y hermosa, requería para sus moradores un mejor bienestar, fue la suya una existencia ligada a la tierra, donde sucedían todas las cosas mínimas e importantes que después el tiempo ha ido convirtiendo en un lejano pasado olvidado.
       Luis, un periodista afincado en Madrid, vuelve al pueblo donde nació para asistir al entierro de su padre. Tras un infortunado accidente, Celia, su esposa, hospitalizada y en coma, se debate entre la vida y la muerte, y mientras que sucede lo inevitable, ese mágico espacio rural irá reteniendo al protagonista al mismo tiempo que recuerda y evoca episodios y momentos de su niñez y de su juventud, un espacio rural que López Andrada ha sabido convertir en mágico, un ámbito que el narrador siente que se ha vaciado y que, inexplicablemente, lo irá atando poco a poco a ese mundo que una vez abandonó, y ahora de vuelta e instalado en la dehesa le devuelve sus inquietudes más elementales. La vuelta a la infancia, el dolor por la muerte del padre, la pérdida de amigos y de conocidos, sus relaciones con las buenas gentes del lugar, la incertidumbre y el miedo a perder, por un capricho del destino, a la mujer que ama irán transformando al personaje en un hombre taciturno, a veces reflexivo y sensible, que observa con detalle cuanto acontece a su alrededor y convierte en suyas las imágenes del campo en otro tiempo vivo y ahora abandonado; será entonces cuando, instalado definitivamente en la dehesa, una vez más reviva los olores perdidos y la magia de un paisaje que finalmente sintetiza en un añorado pasado que se convierte en realidad en el presente. 
       La dehesa iluminada es ese libro que muestra las obsesiones y el universo literario del cordobés López Andrada, y a través de sus páginas encontramos las claves en que mueve y reduce su pequeño mundo propio creado a su medida, un espacio concreto que describe con el tono nostálgico y obsesivo de un pasado que nos recuerda a las imágenes en blanco y negro de nuestros últimos años de la adolescencia. Para López Andrada buena parte de la magia del paisaje contiene sus buenas dosis de misterio, las sombras que desde siempre han acompañado la imaginación del adolescente que curiosea e investiga en su entorno, y no es ajeno a las profecías o a las supersticiones de los mayores criado en un mundo rural profundo, y que a los habitantes del lugar les dejaba el alma en vilo cuando observaban un campo de noches oscuras azotado por el viento, y ante semejante zozobra encontraban algo de consuelo en una cierta espiritualidad, y al final el paisaje era capaz de fundirse con el alma del narrador en ese desasosiego que convertía sus vivencias en una continua búsqueda de esa identidad que nos describe el narrador cuando se suceden en su vida esos continuos vaivenes que conforman buena parte de toda una existencia.
       Los personajes que nos va presentando el autor resultan tan humanos como entrañables, otros tan cicateros como mezquinos y por eso, tal vez, viven casi olvidados en esa absoluta soledad que conlleva el medio, porque su mundo se concreta en un espacio rural casi abandonado del hombre, donde el paso del tiempo agudiza ese involuntario aislamiento y una progresiva vejez los hará cada vez más frágiles frente al aislamiento y la enfermedad entre esos otros muchos males que acechan a los habitantes de la dehesa, y es así como descubrimos a los entrañables Abundio y a su madre, ella de carácter huraño y huidizo, él un pastor solitario que conoce el lenguaje de los campos, el canto de la perdiz, el triste silbo del arrendajo y el verdadero llanto del centeno en primavera; y frente a la sobriedad y humildad de estos personajes, más cercanos el hermano, Gerardo y Elena, la cuñada del narrador, siempre cargados de razón, y de quienes se alejará para instalarse en el caserón familiar; consigue una esperanzadora conexión fuera de la dehesa que establece con Eugenio Rodríguez, editor de una nueva revista, “Arcadia”, que en cierto modo justifica su vuelta al periodismo ecológico y cultural; no faltan esos curiosos personajes como Juanillón, el tonto de Veredas Blancas, que dedica su tiempo a poner trampas furtivas o el dueño de la taberna, Triburcio; en realidad, toda una galería de personajes que conforman el cotidiano vivir de ese espacio físico que Joaquín Pérez Azaústre ha calificado de “ruralismo mágico”, o esa otra manera de mirar e interpretar el mundo del cordobés López Andrada, cuya escritura, si cabe como fuerza mineral, nos imanta a la tierra. El protagonista queda envuelto, a lo largo de todo el relato, en una especie de sombría suerte que lo acompañará en una telúrica y continuada visión que empieza con el entierro del padre, seguirá con el de Celia, y culmina con el de su cuñada, tiempo después; solo el azar le devolverá esa vertiginosa paz de otro tiempo, respirará otra vez la luz de la dehesa, volverá a sentir en su sangre las cosas pequeñas, frágiles y sencillas, la brisa y el canto de los pájaros cuando sienta la cálida mano de Leonor, y una vez junto a ella se acerque en sus sueños a la dehesa iluminada.
        Alejandro López Andrada daba sus primeros pasos narrativos escribiendo con absoluta honradez, plasmando la realidad de un espacio geográfico elegido, y ya entonces era dueño de una particular habilidad para entregarnos lo mejor de sus conocimientos sobre el medio, y con La dehesa iluminada ha conseguido que el lector vea en sus páginas el mundo y la verdad de un pasado que va más allá de la mera anécdota personal, y se convierta en un relato donde, con un acentuado tono épico y lírico, el narrador ofrece una prosa cuidada que transpira vida, y en ese tránsito temporal el autor subraya que el tiempo es como una lámina neblinosa posada sobre nuestras almas o nuestros ojos, una lámina gris donde se depositan los recuerdos y los mejores momentos de nuestras vidas, instantes que durante algún tiempo son triturados con cierta misericordia y regurgitados, después por la curiosa evocación de la memoria. Hay, por consiguiente, abundantes y curiosos aciertos en esta novela que por su precisión logra esa justa y medida interpretación de la vida y de las circunstancias de estos personajes que realizaron, con el autor, un capítulo significativo de esa inmisericorde existencia de un pasado cercano, y son esa muestra de la mejor descripción de un mundo laberíntico para sobrevivir a las circunstancias de una España excesivamente dura.
       Hace treinta años inspirado por ese campo desierto y su latido, haciéndose eco de la memoria que se derrumba en esos amplios espacios como las ruinas, López Andrada buscó un lenguaje acertado para la desolación y atravesó con su mirada la belleza de esa dehesa iluminada, y hoy nos parece que fue ayer cuando nos perdimos aquella hermosa estampa.






La dehesa iluminada
Alejandro López Andrada
Córdoba, Berenice, 2020

       

sábado, 22 de agosto de 2020

Sabías que...




      “No digas de ningún sentimiento que es pequeño o indigno. No vivimos de otra cosa que de nuestros pobres, hermosos y magníficos sentimientos, y cada uno de ellos contra el que cometemos una injusticia es una estrella que apagamos”.

                                            Hermann Hesse (1877-1962)

jueves, 20 de agosto de 2020

Amelia Noguera


                       Crónica personal de la desbandá

     Amelia Noguera publica El camino de los canadienses (2020)              
      


          La carretera que une Málaga con Almería, escenario de la desbandá, se convirtió durante unos días en la trágica imagen de la muerte. Nadie ha explicado aún qué pasó en los cinco días de terror entre el 7 y el 12 de febrero de 1937, no existe testimonio de la soledad con que vivieron la masacre los supervivientes. Se ha estimado que el número de desplazados estaría entre los cien mil y los ciento cincuenta mil, y según el Socorro Rojo Internacional había atendido al menos a cien mil malagueños que habían llegado caminando a Almería. Las cifras surgen de la observación visual de los testigos directos, como Norman Bethune, un médico canadiense que socorrió a muchas de las familias que huían, aunque Bethune salió desde Almería el día 10, tres días después de que comenzara el éxodo, así que su perspectiva nunca ofrecería una cifra completa, y un teniente de carabineros testimonia que llegaron al tramo entre Adra y Almería unas doscientas mil personas, y otros  se dieron la vuelta y regresaron, hambrientos, exhaustos o heridos, pero otros murieron en el camino.
       ¿De cuántas víctimas estaríamos hablando? No existe una certeza sobre las cifras, aunque las estimaciones más fiables oscilarían entre los cinco mil y los diez mil muertos, porque hay quien asegura que muchos cuerpos fueron arrojados al mar, y otros siguen en las cunetas esperando que alguien los desentierre, incluso supervivientes explicaban cómo encontraron cuerpos amontonados entre los cañaverales; otros testimonian lo difícil que era recorrer el camino por la noche sin pisar los cadáveres, incluso vivieron cómo desde tierra se oían las risas de los marineros de los buques que se dedicaron a bombardear la costa, y consultado el cuaderno de bitácora del Canarias, donde se reflejaba la munición y las salvas, se lee que empezaban a las 6,45 de la mañana, pero no el objetivo. En cuanto a los vuelos, hay constancia documental de un vuelo de reconocimiento, en el que el piloto observa a los fugitivos, y "desde Tablada le dicen que el objetivo es disparar. Él pide que le repitan la orden y le dicen que dispare".


       Durante décadas, el franquismo ocultó lo que ocurrió, y muchos fueron los que callaron la desgracia de tantos andaluces. La respuesta a qué ocurrió aquellos cinco días de febrero está en la memoria de quienes sobreviven, y en los sótanos de algunos archivos, que aún guardan los secretos de una de las peores masacres del ejército franquista.

La novela
       Amelia Noguera (Madrid) cuenta la amistad de dos niñas, Azucena y Martina, y las consecuencias que vivieron tras la experiencia que las unió en el triste episodio histórico que se describe en la novela, El paseo de los canadienses (2019), una ficción que se inspira en un episodio histórico donde se describe la tragedia vivida por miles de familias que huían de las amenazas del general Queipo de Llanos ante la llegada y ocupación del ejercito nacional a Málaga.   
       Azucena y su madre se verán obligadas a dejar Málaga y a encaminarse a Almería donde tienen familia, uniéndose a todos aquellos que caminan por la carretera que une las dos ciudades y llevan su misma dirección. Durante la marcha Azucena coincide con otra niña de una edad muy parecida a la suya que, como ella, viaja con su madre, y enseguida advierten que sus madres se conocen, aunque no parece que ninguna de las dos quiera recordar esa antigua amistad de su niñez, y mucho menos entablar ningún tipo de relación durante el viaje por más que las niñas se busquen e intenten estar juntas, pero al final entre ellas surge una conexión especial que se intensificará por los sucesos que tendrán que vivir cuando la larga caravana humana empiece a ser ametrallada y bombardeada a lo largo de la carretera que recorren. 


       Amelia Noguera construye su relato alternando los testimonios de algunos de los protagonistas, una intrahistoria desde los más diversos puntos de vista, el espía y filósofo Koestler, un piloto italiano, un miliciano republicano, un arquitecto canadiense, un falangista del buque Canarias, otro anarquista republicano, una enfermera del Socorro Rojo Internacional, un jornalero, un militar profesional republicano, una presa de la cárcel de mujeres de Málaga y un exdiplomático estadounidense, entre todos ofrecen la perspectiva de esos documentos orales necesarios que corroborarán tanto silencio sobre aquella carretera de la muerte que Noguera sintetiza en un relato duro y no menos triste pero que al lector le llena de emoción en cada una de sus páginas, y que sirva para que de alguna manera se cierren las heridas de un pasado de auténtica vergüenza en uno y en otro de los bandos.
       La ambientación resulta convincente y el escenario físico se ajusta, evoca y recrea ese miedo que atenazó durante tanto tiempo a la población, y como lectores vivimos ese clima de terror y los continuos abusos de poder, o la impunidad con la que se movían cuántos se consideraron vencedores. Málaga, se convierte en escenario y protagonista de esta historia, aunque los personajes van creciendo a medida que los vamos conociendo, muestran la fuerza y la entereza en situaciones que describen esas abundantes contradicciones de muchas de las actitudes humanas que no dejarán a nadie indiferente, sobresale la fuerza y determinación de Ángela, una mujer acostumbrada a llevar las riendas de sus negocios y de su vida, a saber cual es su sitio, mantiene su palabra y dispuesta a cumplir con sus obligaciones hasta el final; esa rivalidad sostenida entre Isabel y Fernanda, y todas las circunstancias ocurridas tras su vuelta a Málaga que completa la historia de El paseo de los canadienses y que nos devuelve la fe en la buena literatura capaz de sustentar toda una trágica experiencia con la fluidez narrativa.









EL PASEO DE LOS CANADIENSES
Amelia Noguera
Córdoba, Berenice, 2019


jueves, 13 de agosto de 2020

Elsa Veiga


                            Las voces ciegas
       
                          

       La violencia contra las mujeres como acto sexista produce un tipo de daño físico, psicológico o emocional que deriva en maltrato verbal o corporal en cualquier contexto. El menosprecio y la discriminación son manifestaciones de la necesidad de un cambio, un grave problema que debe solucionar esa igualdad entre personas. La violencia psicológica se da en cualquier entorno: la casa, la pareja y la familia suelen ser lugares comunes; la violencia psicológica es la puerta de entrada a otros tipos de agresión, la física o la sexual; la física se traduce en acciones que provocan daño o sufrimiento, afecta a la integridad de la persona.      
       La literatura universal ha legado notables ejemplos que ilustran el problema, las versiones clásicas, Cantar de Mío Cid (1140), describe en la Afrenta de Corpes un maltrato femenino, el primer relato pormenorizado del triste episodio que los infantes Ferrán y Diego González llevan a cabo con las hijas del Cid, las abandonan en el campo, desnudas y malheridas, las golpean e hieren, y las dan por muertas; o la tragedia, Otelo (1603), de William Shakespeare, que daría lugar a la patología psiquiátrica de celos irracionales y desmesurados con dramáticas consecuencias; incluso Pamela, o la virtud recompensada (1740) la novela epistolar del británico Samuel Richardson que puede ser leída como el relato del rechazo de un constante acoso sexual.
       La asfixia que genera la violencia, o los monstruos creados a lo largo de los años, por una sociedad patriarcal, ejercen su opresión sobre la vida de las mujeres tanto en el aspecto de lo real o de la ficción, el horror se instala tras las paredes de una casa normal, en un barrio corriente, un lugar del que es imposible escapar, se convierte en un auténtico laberinto del que no hay salida; en este sentido ensaya Elsa Veiga (Santiago de Compostela, 1972) su primera entrega narrativa, Me desperté con dos inviernos a los lados (2020), una novela de grandes silencios, que describe una atmósfera familiar donde la culpa y el miedo forman parte de sus vidas durante años, una visión sobre el maltrato atávico como maldición incontrolable. La historia de tres generaciones de mujeres que han sufrido tanto violencia física como psicológica por parte de hombres, contada por su protagonista, Cara, que deja constancia del maltrato que su padre causa a su madre Carmen, y certifica las heridas que deja en su hermano y en ella, adolescente, pero que la narradora salvaguarda creando una atmósfera de auténtico cuento de hadas donde la vida se tiñe de sombras, fluye la sangre y aflora la muerte; la bestia se convierte en esa fuerza que somete a las mujeres, a los espacios, en un aparente componente fantástico que la narradora Cara lleva al terreno de la realidad, su historia familiar, y en esa convivencia, de apariencias convencionales, cada noche se desata el horror: una madre y sus dos hijos cohabitan con la bestia protagonista de este cuento.
       Un hilo invisible une la vida de varias mujeres, la historia nos conduce a preguntas sobre la memoria, la transmisión de los traumas vividos, el duelo cuando no encontramos las palabras adecuadas o las lágrimas no sofocadas y que jamás ejercieron su poder terapéutico. La novela, Me desperté con dos inviernos a los lados, habla del infierno vivido entre las paredes de una casa donde nunca existió la felicidad, y pese a que algunos personajes tuvieron la opción de la huida, otros nunca lo hicieron porque significaba el fin de toda su existencia. Entre tanto secreto, miradas perdidas y sombras que ahogan, sobresale la forma en que Veiga narra esa confraternidad de las mujeres de la familia, esa alianza, compromiso que nace en tiempos revueltos, pura vida y afecto, una esperanza absoluta en medio de la incertidumbre.
       Elsa Veiga estructura y concreta su relato en cuatro fechas, el discurrir del tiempo donde las mujeres viven los accesos de violencia sin que haya cambiado nada, una primera opresiva, que plantea y da comienzo al recuerdo en 2005, una segunda en mitad de la Guerra Civil, verano del 1938, que protagoniza la abuela, Elisa, con sus consecuencias posteriores, una tercera en febrero de 1970, justifica la vida de Carmen, la madre, y una cuarta y final, de vuelta a la primavera de 2005, testimonio de esas terribles situaciones vividas, porque la historia de las mujeres que han rodeado a la protagonista, abuela, la madre, y ella misma no ha cambiado con el paso del tiempo.










ME DESPERTÉ CON DOS INVIERNOS A LOS LADOS
Elsa Veiga
Madrid, Tres Hermanas, 2020

miércoles, 12 de agosto de 2020

Relatos de verano (II)

La Almería vaciada
Varios: Diego Reche, Carmelo Martinez Anaya, Carmen Lorenzo Benavides, Ginés Bonillo.

viernes, 7 de agosto de 2020

Neorrurales

Antología de poetas de campo


"Nuestros campos se han quedado cada vez más solos, y cuando las golondrinas, los vencejos y las tórtolas los sobrevuelan ahora anidan en cortijos abandonados, con sus tejados hundidos y las paredes semiderruidas, o se posan en olivos apartados y aparentemente ensimismados. Y, a pesar de todo, la belleza de lo rural sigue indemne porque su viva imagen nunca ha desaparecido". PEDRO M. DOMENE

El campo, el medio rural, vive desde hace años un lento pero acusado declive. Numerosos factores y circunstancias parecen haberse aliado en tal sentido. La despoblación se ha adueñado de su antes exultante paisaje como un manto de tristeza que todo lo envuelve. Sin embargo, y como muestra quizá de una rebeldía que obedece sin duda a profundas razones, un puñado de poetas más y menos jóvenes han confluido para rendir tributo a un orbe que se resiste a fenecer. En su obra cobran vida oficios ya arrumbados, personajes y tipos humanos de otro tiempo, animales en trance de desaparición... Todo un universo de estampas, sensaciones y anhelos que amagaban con despedirse para siempre pero que reverdecen laureles en poemas de rara belleza.

El presente volumen recoge una perdurable antología de esos artistas "neorrurales". Ocho poetas de tres generaciones distintas que evocan en sus versos la prosodia de un mundo que hunde sus raíces en nuestro más fecundo acervo. Frente a la deshumanización que conlleva el imperio de las nuevas tecnologías y la expansión inexorable de las grandes urbes, este ramillete de creadores propugnan un vívido retorno a los orígenes y declaman un vibrante alegato por un espacio que conforma mucho más que una memoria sentimental y afectiva.

La crítica ha dicho:

De esa forma de entender el mundo por dentro, por lo sencillo, por donde nunca se agota, hizo magisterio en sus versos el antequerano José Antonio Muñoz Rojas (1909-2009), en cuya estela se sitúan los autores anudados en la antología Neorrurales por el crítico y escritor Pedro M. Domene para la editorial Berenice. Son ocho poetas de distintas generaciones –Alejandro López Andrada, Fermín Herrero, Reinaldo Jiménez, Sergio Fernández Salvador, Josep M. Rodríguez, David Hernández Sevillano, Hasier Larretxea y Gonzalo Hermo– que coinciden, de alguna manera, en reconstruir un universo perdido, casi irremediablemente devastado en el que se ha convertido todo lo relacionado con lo rural. Letra Global. La literatura de tierra adentro. José María Rondón.
Es muy peculiar e interesante esta antología temática, esta selección que se nos ofrece con estos ocho poetas que escriben sobre la vida en el medio rural. Contiene un prólogo donde el antólogo nos conduce por la mejor literatura que desde sus orígenes, en la antigüedad clásica, ha tenido como escenario el campo, su paisaje natural. Un tipo de poesía que, como hemos señalado, ha estado presente en nuestra literatura siempre, y Pedro M. Domene nos acompaña en este paseo bucólico que nos lleva en volandas por paisajes renacentistas, barrocos y que se prolonga hasta nuestros días. Nos transporta por los grandes autores y grandes poemas de la historia, ya que nos evoca a escritores como Homero, Virgilio, Garcilaso, Fray Luis de León, Góngora, los neoclásicos, románticos, realistas, naturalistas, hasta el siglo XX con Unamuno, Antonio Machado, Azorín, Gerardo Diego, Aleixandre, Lorca, Miguel Hernández, Leopoldo Panero, Claudio Rodríguez, Félix Grande, Colinas o Llamazares.
Es una obviedad que estos entornos campestres y sus imágenes han tenido un declive, una penumbra tanto real como literaria. Esta antología viene ahora a rememorar este tema clásico de la mano de estos poetas contemporáneos que han vivido in situ sus experiencias en un escenario que incluye de todo, bueno y malo, y que por circunstancias sociales tiene otra mirada. Los diablos azules, InfoLibre, 05/04/2019. Carmen Canet.




Bajo el título de Neorrurales (Antología de poetas de campo), el colaborador de estas páginas Pedro M. Domene acaba de publicar en la colección Berenice, de Editorial Almuzara, una original selección poética bajo la temática del amor, pero del amor vivido y sufrido por la Naturaleza y el agro. Hasta el día de hoy, al menos que sepamos, nadie había hecho una selección así de rigurosa, enjundiosa y genuina, de voces poéticas atadas al mundo agrario. Es por tanto algo insólito en nuestro país. El libro, además, goza de una magistral portada: un curioso grabado de antigua maquinaria agrícola que aún le da al volumen más empaque, sentido y solidez.
Hoy día, en estos tiempos en los que predomina una avasalladora y, a veces, árida y embrutecedora cultura urbana, así como una mayoritaria poesía del mismo signo, esta otra rural, tan oxigenada, tan honda y entrañada, como la de Fermín Herrero, con un vocabulario tan castizo y auténtico, o la de los maestros Antonio Colinas y Julio Llamazares, con su infantil recuerdo de «la lentitud de los bueyes», «sigue siendo observada con cierto recelo, con un indisimulado desdén, por parte de la crítica especializada, y, sobre todo, por un gran número de lectores». A pesar de todo, aunque a contracorriente, estos sabios poetas, libres de ataduras, «escriben desde esa amplia perspectiva que les proporciona el campo y sus más palpitantes vivencias y recuerdos, dejando constancia de su amor por los caminos polvorientos, los barrancos y las veras, la visión de los jaramagos y el canto de los abejarucos... Recrean aquellas cosas singulares, captan su misterio, las comprenden y las hacen suyas; son, en definitiva, eso, las cosas esenciales del campo». Una poesía en la que «tierra y espíritu», por emplear un significativo título de Ricardo Molina, se concilian en la raigal vivencia de una tierra y unos horizontes que forman parte ya consubstancial e inmarcesible de estos poetas que, siendo aún hombres de su tiempo, pertenecen también al de una profunda cultura ancestral que en ellos se perpetua y embellece vital y literariamente. Cuadernos del Sur, Diario Córdoba, 20/10/2018. Carlos Clementson.

No sería una exageración decir que los nuevos poetas que evocan y cantan con nostalgia dolorida su infancia rural viven ya, en muchos casos, en las ciudades y son plenamente conscientes de la desaparición de ese mundo natural, esencial y verdadero, pleno de autenticidad y hecho a la medida de lo humano, en donde transcurrió parte de su vida. La postmodernidad, la postverdad y la globalización han acabado con un estilo de vida en que el hombre podía alcanzar cotas de autenticidad mucho mayores de las que, al presente, disfruta el urbanita. El bienestar material y la apuesta de los gobernantes por las ciudades, su política de centralización de servicios ha obligado a los habitantes de los núcleos rurales a su abandono, al carecer de los más elementales servicios que la sociedad actual han convertido en imprescindibles.
En este estado de cosas, ¿tiene sentido una antología como la titulada Neorrurales. Antología de poetas de campo, publicada por la editorial cordobesa Berenice, en edición del escritor y crítico literario Pedro M. Domene, a cuyo buen hacer corre tanto la selección de los autores como la introducción del volumen. A muchos puede parecer un gesto romántico y altruista, a la vez que supone un reto para el antólogo y para la editorial, pues, como digo, en ambos casos hay una apuesta no exenta de riesgo. En realidad, toda antología supone una apuesta y un riesgo que se configura o materializa según los criterios y el parecer, más o menos atinado, del antólogo; con la aquiescencia, quizá, de la editorial. Tarea de nostálgicos, dirán unos; discordante o de desfase, dirán otros; por no hablar de los ideologizados al tratar el fondo de la cuestión. Entiendo que en los textos de los poetas antologados no hay reivindicación expresa de ese mundo rural que parece haber perdido definitivamente la partida, lo cual se adivina, del mismo modo, asumido por sus cantores. Tampoco leemos en los textos recogidos denuncias notables sobre el deterioro del mundo natural frente al urbano, debido a la depredación humana, a la contaminación del mundo natural (ríos, aire, erosión provocada, etc.). Zas! Madrid, 06/09/2018. José Antonio Sáez.


Neorrurales. Antología de poetas de campo (Berenice) es una breve antología de Pedro M. Domene con poemas de poetas de tres generaciones sucesivas vinculados al campo, casi siempre por nacimiento. Ya sabemos la mala prensa que soporta en España, desde los novísimos para acá, la poesía de la naturaleza. Con todo, poco malo se puede decir de los versos de Alejandro López Andrada, Fermín Herrero, Reinaldo Jiménez, Sergio Fernández Salvador, Josep M. Rodríguez, David Hernández Sevillano, Hasier Larretxea y Gonzalo Hermo. Y menos que no sean modernos; de su época, vamos, por muy vacía o alejada que esté el país en el que se inspiran. Sobre esto reflexionaba, por cierto, Simic en un texto demoledor titulado "Salchichas fritas" (de 1992, incluido en La vida de las imágenes), donde ponía a caldo a los poetas de la naturaleza: "¿Puede haber poesía contemporánea sin una ciudad?". Antes había dicho: "la naturaleza idealizada siempre me ha parecido una suerte de paraíso para tontos".
Además del conciso prólogo (en el que uno echa de menos, por ejemplo, algunos nombres de poetas patrios relacionados con el campo, como Muñoz Rojas), se incluye una poética por autor. Me ha deslumbrado por su lucidez la de Herrero. Se titula "Poética agraria" y empieza: "La poesía y el campo son para mí sinónimos". Blog de Álvaro Valverde, 02/09/2018.


Entre 1946 y 1947, José Antonio Muñoz Rojas fue dando luz y vida a “Las cosas del campo”. El poeta antequerano confesaría tiempo después que aquel volumen nació de “la necesidad de rellenar unas hojas en blanco de papel del siglo XVIII de un libro encuadernado en piel que me había regalado mi hermano mayor Juan”. En él, y en sus sucesivas ediciones, supo cantar y contar la belleza y la dureza del campo con la mirada de un labrador. En sus páginas, plenas de emoción y agradecimiento, advertía de que sólo volviendo hasta su descansado silencio “encontrarán los hombres lo mejor de ellos mismos. Yo me estremezco andando estas realengas, cruzando estas lindes, asomándome a estas herrizas. Me siento extrañamente eterno (…) ¡Oh reino que bien puede compararse a la libertad!”.
Y precisamente, con ese mismo espíritu de pasión y cobijo que ofrecen las dádivas de la naturaleza, acaba de editarse “Neorrurales. Antología de poetas de campo” (Almuzara. Berenice. Córdoba, 2018). Con selección e introducción de Pedro M. Domene, se recoge una muestra de ocho poetas “que escriben desde esa amplia perspectiva que les proporciona el campo, aunque nunca se apropian del paisaje para expresar su intimidad, sino que pretenden dejar constancia de su amor por los caminos polvorientos, los barrancos y las veras, la visión de los jaramagos y el canto de los abejarucos, de las retamas y de los álamos, y se asombran ante esa inmensidad que les proporciona una mirada sobre los trigales”.
No cabe duda de que el ámbito de lo rural lleva décadas trazando su declive. La ciudad ofrece un margen más amplio de posibilidades y las tareas agrícolas hace tiempo que no encuentran manos que hereden el coraje y devoción por los paisajes de labranza.
Pedro M. Domene ha incluido en esta compilación a tres generaciones distintas que, al cabo, coinciden “en reconstruir un universo perdido, devastado”. Andalucia Información, 23/0772018. Jorge de Arco.

jueves, 6 de agosto de 2020

Centenarios



          03 de agosto de 1920, nace P. D. James, escritora británica.










07 de agosto de 1920, muere Aurelia Castillo de González, escritora cubana.

       22 de agosto de 1920, nace Ray Bradbury, narrador de ciencia ficción norteamericano.





miércoles, 5 de agosto de 2020

Relatos de verano (I)


La Almería vaciada
Varios: Pedro Felipe Granados, Remedios Martínez Anaya, Jesús Martínez Gómez y Ana María Romero Yebra.



      Un claro antecedente de este fenómeno narrativo es, La dehesa iluminada, de Alejandro López Andrada

       Se cumplen tres décadas de la novela que inauguró el ruralismo mágico. Mucho antes de «la España vaciada» y de que el medio rural se convirtiera en el eje de ensayos y narraciones de éxito, La dehesa iluminada (1990) mostraba ya un mundo en franco declive y, al mismo tiempo, repleto de bellos matices y fulgores. López Andrada retoma su formidable obra, fuente de inspiración para infinidad de autores posteriores, y la revisa en una edición que cuenta con un sabroso texto de Joaquín Pérez Azaústre y con la que Berenice celebra el aniversario de su publicación.

       «La dehesa iluminada constituye la piedra angular de una de las obras más importantes y personales de la literatura española actual». JULIO LLAMAZARES

       «Aquí están las raíces de lo mejor de la obra futura de López Andrada: el don de una voz emocionada y una fidelidad al humanismo de y en la naturaleza». ANTONIO COLINAS

       «Todo es muy de verdad, y una especie de bondadosa compasión telúrica que comulga con los seres y las cosas lo empapa todo». PERE GIMFERRER