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viernes, 31 de julio de 2015

Hoy invito a…



Beatriz Mosquera

Nadie tiene por qué saberlo

                          “Deja que te suceda lo bello y lo terrible. Solo hay que andar: ningún sentimiento es remoto”.                                               
                                                                        Rainer María Rilke
Los Cardales aparece, perdido en la llanura, a un costado de la ruta que lleva a Claromecó. Nace y muere con la pulcritud de un mediodía. De las cinco cuadras ruidosas se pasa a los barrios apacibles, sin transiciones. Cada acontecimiento de la vida de sus habitantes se desarrolla, en apariencia, bajo la frondosa sombra de Dios. Los que no aceptan semejante protocolo voltean hacia la rotonda y siguen el camino recto que los lleva a Buenos Aires. Los otros, los que se quedan, saben que vivirán con rumbo fijo al deber cotidiano de barrer la vereda y charlar con la vecina. Algunos de los que se han ido vuelven cada tanto y ya no pueden entender esa renovada quietud que ayuda a creer en la eternidad que pregona el padre Alberto. Dalmacia Ortega, no había conocido la felicidad hasta escuchar aquella voz. Envejecer en un pueblo, sin marido y sin hijos, es como atravesar una noche agria. Cada tarde, cuando el sol se va perdiendo detrás de la parra de la galería, Dalmacia empuja la máquina de coser contra la pared y enciende la lámpara. En esa vida tan ordenada hasta los recuerdos llegan puntuales. Ella los recibe como a fieles amigos, mientras sus manos siguen ocupadas. Después de treinta años no tiene problemas en colocar una manga o en pinzar un saco. Sus manos saben coser mejor que ella y no aceptan órdenes. Más de una
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vez ha pensado en dejarlas trabajando y llevarse los ojos a pasear por el río. Aunque si lo piensa mejor, la espalda y los pies acalambrados de tanto balancear el pedal de la Singer también se merecen un paseo. Tan entretenida está Dalmacia, separándose en partes mientras cose, que se sobresalta cuando Elisa abre la can- cel y entra vociferando que necesita trapos de colores para Tonio. Otra vez sus manos por delante buscando en las bolsas de retazos, los mejores para su sobrino nieto. Elisa repara, con un dejo de ternura, en esas manos ad- miradas por toda la familia, que han cosido ocho trajes de novia y media docena de mortajas. Va a hacerle un comentario, su tía se adelanta: —¿Cómo están los mellizos? —pregunta sin dejar las manos quietas. —Comen, lloran y cagan, dice el encanto de mi marido. Ahora sí Dalmacia se cruza de brazos, aquieta sus de- dos y la mira un instante recriminándola en silencio: —¿Qué te anda pasando, Elisa? —En todo caso, ¿qué le anda pasando a mi marido? —Me importás más vos. —Todo sigue igual. Eso es lo peor. —¿No querés hablar? —No es momento, estoy apurada. Elisa guarda los trapos, rechaza el mate que le ofrece y sale casi corriendo para esconder las lágrimas: —Gracias tía, el domingo en casa te cuento. Dalmacia se queda mirándola hasta que golpea la puerta en la corrida. Apenas diez minutos duró su única
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visita del día. Cómo le hubiera gustado poder retenerla, pero la vida de Elisa es un rosal cargado de espinas. Se acerca a tocarla y recibe un pinchazo. No es mujer de pensar demasiado en lo que duele sin remedio; prefiere seguir con el tema que la intranquiliza y, en cierto sentido, la divierte: sus manos. Ellas se han transformado en una cruz para su alma, le comentará al padre Alberto en cuanto lo vea. Necesita una larga charla con ese hombre que tantas veces llevó paz a su corazón. A las siete en punto de la mañana, hincada en el con- fesionario, bajando la voz hasta el susurro, Dalmacia, llega casi a la blasfemia, sin darse cuenta: —¿Para qué sirve el alma, padre? —pregunta con esa sencillez rotunda tan de ella—. La mía anda ronroneando como gato encerrado y se queja de mis manos. El padre Alberto demora en contestar; esa mujer, con su inapelable ingenuidad, lo desequilibra sin proponér- selo. Desde que la conoció, jóvenes los dos, le sucede lo mismo. Dalmacia acerca la oreja al enrejado pensando que no lo escucha. Cree advertir una sonrisa, apenas di- bujada, en la cara del cura: —Todo exceso ofende a Dios. Deja tu alma en li- bertad para que goce del Señor. Siempre has estado en función de los demás; llegó tu hora, Dalmacia. Como penitencia, nada de rezos, que ya rezas bastante, tendrás media hora de manos quietas en el regazo, al atardecer. Así te reencontrarás con tu alma y vivirán juntas en paz. Después de seguir la misa y esperar ansiosa la comu- nión, Dalmacia sale de la iglesia confundida. Esa peni-
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tencia no le cierra. Siente que está a punto de hacer algo, capaz de cambiar su vida entera. El padre Alberto lo des- cubrió y, parece, le ha dado la razón a su alma. De seguro se lo explicó mal y no terminó de comentarle su última costumbre de ir separándose en partes. Sus ojos quieren escapar, sus manos se aferran a la costura y ella no sabe con quién quedarse. Todo ese día sábado transcurre algodonoso, sin límites precisos. Dalmacia sabe que al atardecer deberá cumplir la penitencia. Está inquieta, indecisa. Es la primera vez que enfrenta una penitencia de ese tipo. Llega la hora, se sienta en el sillón de mimbre de la galería y deposita sus manos sobre las piernas. Las mira de reojo, parecen dos pájaros dormidos. Espera. Poco a poco sus partes se van uniendo. La espalda se apoya en el respaldo, las piernas se relajan y sus ojos se disparan a un rectángulo de cielo donde se va formando una estrella a medida que avanza la oscuridad. Piensa en su madre, en esa sonrisa única capaz de abarcar al pueblo entero. Hasta podría afirmar que la ha visto alguna vez deslizarse des- calza por la galería. Cumple la penitencia con largueza. Una paz desco- nocida la gana entera. Se persigna. Sus manos cumplen la orden de dibujar la cruz y vuelven al regazo. En ese momento, Dalmacia lo recuerda con nitidez, escucha pa- sos en el dormitorio. La puerta de la cocina se abre y se cierra. Gira la cabeza pero no ve a nadie, sólo la cortina de cañas se parte al medio como dejando pasar a alguien. Ella ha nacido en esa casa más de sesenta años atrás y hace diez que vive sola de día y de noche. Conoce sus ruidos
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como los de su propio cuerpo. Escucha el sonido apagado de unos pasos y el sillón, que está frente a ella, empieza a mecerse. ¿Y si fuera su madre? Antes de morir, al verla tan desesperada, le prometió que la visitaría sin que Dalmacia se diera cuenta. Y ella le cree; su viejita jamás le mintió. Dalmacia, con el alma pendiendo de un hilo de espe- ranza, trata de tranquilizar su emoción y dice en voz alta: —¿Sos vos, mamá? Silencio. Sólo se escucha la respiración agitada de Dalmacia: —No me preocupa verte. A mis pensamientos tampo- co los veo y me acompañan desde que te fuiste. El sillón se detiene. Dalmacia se adelanta, tratando de ver lo que no ve. La voz suena cálida, con un dejo de timidez: —Está siempre tan ocupada… Nunca me atreví a mo- lestarla. . . A veces hacía un poco de ruido o tiraba un carretel. . . La sorpresa de escuchar una voz varonil es tan enorme que no puede contener el temblor: —¿Desde cuándo me acompaña? —No sé. . . Es el lugar del pueblo que más me gusta visitar. Mi nombre es Juan Cruz La voz suena nítida. El sillón se hamaca. Dalmacia bus- ca la imagen que no aparece. —¿Por qué no lo veo? —pregunta en un impulso, en- seguida se arrepiente. Silencio. El sillón deja de moverse. Ella va a insistir pero queda callada con el corazón doblado dentro de su pecho. —Es mejor que me vaya. No quiero preocuparla.
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Juan Cruz se levanta y se aleja. Dalmacia lo detiene como si lo viera: —Espere. Me gusta escucharlo. ¿De dónde es usted? —Del Chaco… De los montes profundos… —Nunca estuve en el Chaco —Después que murió mi padre, me vine para acá bus- cando trabajo. —¿Vivió en el pueblo? —insiste Dalmacia. —En la ribera, bien hacia el Norte. Había un monte- cito y un aserradero. ¿Se acuerda? —¡Por Dios! Me está hablando de cincuenta años atrás. —Usted tenía dieciséis. La trenza hasta la cintura. La sonrisa asomando y el andar de un colibrí. Un golpe de cordura le estalla en la cara: Aquí estoy muy oronda hablando con un sillón que se mueve. Rara siempre fui, pero esto es el colmo. Le resuena cercana la risa de su hermana Isabel, burlándose de sus chifladuras: Vos siempre ves cosas que no están. Y la voz de la monji- ta: No vueles, niña, borda. Debes vivir con los pies en la tierra, Dios no nos hizo para volar. Se levanta urgida, corre al dormitorio. Saca sus pasti- llas para dormir del cajón de la mesa de luz y va hacia la cocina en busca de un vaso de agua. Cierra con llave la puerta y vuelve a la cama. Empieza a sacarse la ropa para ponerse el camisón y se detiene. ¿Y si la estuviera miran- do? Se tira en la cama semivestida, no quiere pensar, no quiere escuchar, se cubre la cabeza y aprieta los párpados hasta quedarse dormida.

Beatriz Mosquera
          La activa participación de Beatriz Mosquera como dramaturga en la escena teatral argentina no requiere presentación. Profesora en filosofía y profesora especial de orientación estética infantil, tiene más de treinta obras estrenadas y cerca de diez libros publicados. Fue distinguida con el premio del Fondo nacional de las Artes a obra unitaria para televisión: "Marta, Luis, y un carro"; por la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Bs. As. por la obra: "El primer domingo"; el Teatro Payro, la eligió en el concurso de autores nacionales por la obra: "Un domingo después de un lunes", estrenada en dicho teatro; la Unión Carbide Argentina con el premio Bienal para Autores de Teatro con la obra: "La irredenta"; en el Concurso Teatro Abierto 1982, por la obra: "Despedida en el lugar"; fue también ganadora del primer premio, en su género y generación, del concurso de teatro organizado por la Universidad de Columbia de Nueva York en 2001; y ganadora del concurso de obras breves organizado por el "Instituto de Teatro" en 2001, con "Pintura fresca". En los últimos tiempos, Mosquera ha acudido al llamado de un creciente interés por la narrativa: Nadie tiene por qué saberlo es su segunda novela. Y prepara un libro de cuentos de próxima aparición.




jueves, 30 de julio de 2015

John Fante



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La historia de un perdedor
(30  años sin John Fante)


      La obra de la denominada «generación perdida», los «conservadores» o los «vanguardistas», experimentó una perfecta validación como para mostrar que las circunstancias de la situación nacional podían semejarse a una descripción universal y así, estas generaciones de novelistas y de obras escritas entre 1910 y 1945, se convirtieron en una valoración de posibilidades tanto para la vida cotidiana como para el mundo del arte. Las novelas semiautobiográficas de comienzos de siglo habían sido las precursoras de las obras de Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, Henry Miller o de John Fante, durante los años 20 y 30. El atractivo que estas obras podían tener para el público lector no se concretaba en el mérito literario, sino en esa semejanza provocativa con las vidas públicas y particulares de los escritores y de su entorno más cercano, esa alienación esgrimida respecto a los tipos, el lugar y la historia, incluso el lenguaje, características que provocarían una dislocación cultural: el inmigrante que se enfrenta a una sociedad extraña, el negro que procede de un status decadente y, por primera vez, tiene aspiraciones, o el joven talento en pleno proceso de desarrollo en esa incipiente y bulliciosa estructura de poder que supone emigrar a la ciudad. Fue, en palabras de Malcolm Cowly, «una época rápida y plena de aventuras, en la que era bueno ser joven; y, no obstante, al salir de ella uno sentía una sensación de alivio, como al salir de una habitación demasiado llena de conversaciones y de gente...».
        Es cierto que, a algunos escritores, les acompaña una leyenda que, transcurrido cierto tiempo, los salva de una evidente anonimato y ven, de alguna forma, actualiza su obra. Ha ocurrido con no pocos autores cuya trayectoria se ha perdido en el espacio de una literatura que se ha sometido al humillante desconocimiento de los lectores o de los estudiosos y que, por circunstancias, vuelven al espacio literario del que nunca debían haber desaparecido, avalados por la fuerza de una obra que bien merece un reconocimiento universal. Dostoievski, Hamsun, Hemingway o Dos Passos, Wolfe, Steinbeck, Farrell, Saroyan, West, son esas referencias literarias que se citan a propósito de la narrativa de casi un desconocido John Fante, el hijo de unos emigrantes italianos, tras una vida de miseria literaria que conllevó con colaboraciones en Hollywood. Sobrevivió, pese al empeño por inventar una suerte de autobiografía que le abriese el camino de la gran literatura. Las novelas que, inicialmente, hace años se reeditaban en España de la mano de Anagrama, Espera la primavera, Bandini (2001) y Pregúntale al polvo (2001), antes bajo el sello de la editorial Empúries en 1988 y 1989. La empresa de Herralde anunciaba la publicación de la tetralogía completa en su colección «Panorama de Narrativas», esto es, Sueños de Bunker Hill (2002) y La ruta de Los Ángeles (2002). En Ultramar se publicó, en 1990, La cofradía de la uva, aunque su edición original era de 1977, que Anagrama tradujo en 2004, con el título de La hermandad de la uva. El resto Un año pésimo (2005), Al oeste de Roma (2006), Llenos de vida (2008), y la colección de relatos, El vino de la juventud  (2013).



El vino de la juventud
        Este volumen recoge 13 relatos publicados por Fante en 1940 bajo el título Dago Red, y otros siete publicados más tarde en varios medios, y aunque no resulta nada nuevo en la escritura de Fante, tiene una frescura burbujeante a la que nadie se puede resistir. Resulta especialmente valioso porque encontramos en él los temas fundamentales presentes en posteriores obras narrativas. Casi todas las historias de la primera parte, “Vinazo”, tienen como protagonista a Jimmy Toscana, un joven adolescente que preconiza al más genuino alter ego de Fante, Arturo Bandini, protagonista de sus novelas fundamentales, como Espera a la primavera, Bandini o Pregúntale al polvo. Estos relatos tienen su propio sentido, y adquieren una novedosa dimensión al considerarlos en su conjunto. Se trata, en una primera parte, del proceso de aprendizaje de un joven adolescente, y Fante más que la progresión de un héroe pretende retratar un modelo social: la importancia de la familia, el peso del catolicismo, o el desarraigo de la emigración son los temas que van conformando el referente conceptual de los relatos. “Un secuestro en la familia”, la primera historia, como el resto narrada en primera persona, gira en torno a la fantasía del protagonista ante una fotografía de la madre en su época de juventud y a su resistencia a abandonar el mundo de su infancia, como lo veremos en otros relatos sobresalientes, “Monaguillo”, cuando en una infantil travesura vierte tinta en el vino que un sacerdote consagrará en los oficios religiosos. Mayor travesura encontramos en “La canción tonta de mi madre” donde debe enfrentarse a una acusación de robo. Si antes la distorsión de la realidad surgía como una suerte de autodefensa, ahora es el hurto y las mentiras las que cumplen esa función. Las figuras del padre y la madre llegan a convertirse en los verdaderos protagonistas de su vida. “Albañil en la nieve” gira en torno al padre, pero el trasfondo tiene que ver con la complejidad del matrimonio; pero en “El Dios de mi padre” entendemos cómo unos relatos se complementan con otros, adquiriendo así una novedosa profundidad con respecto a la prosa extensa de Fante.

Vida de un perdedor
        John Fante (Denver, Colorado, 1909- Los Ángeles, California, 1983) había conseguido cierto éxito con sus dos primeras novelas escritas en 1938 y 1939, pero hasta 1982 no publicaría Sueños de Bunker Hill y, tras su muerte, en 1986 La ruta de Los Ángeles. Escritor original, sarcástico, orgulloso, incorregible, trasladó buena parte de su vida a las memorias de un adolescente que vive, junto a sus padres y hermanos menores, en un pueblo pequeño del estado de Colorado, donde se iniciará a la vida en una educación católica a la sombra de su madre y de las monjas de instituto local para abrirse camino después, y triunfar como escritor cuando, «transcurridas sus primaveras», inicie su huida hacia la cálida California y empezar a soñar con un futuro de éxitos que llevarían hasta el mismo Premio Nobel. Arturo Bandini /versus John Fante es el hijo de unos emigrantes que siente la humillación de sus raíces y lucha con el mismo odio que ve en un padre frustrado contra su incapacidad para ser incluido en el prometido/no alcanzado sueño americano y surge en él una soberbia esperanza de prosperar, cómo no, en la escritura un hecho que en la época representa dinero y, sobre todo, notoriedad.
        Los libros de Fante—en palabras de Bukowski—«están escritos con el corazón y con las entrañas y no hablan de otra cosa. La vida de Fante, —como la de tantos otros—, corrió un destino horrible aunque pleno de una valentía tan natural como insólita. Su forma de escribir y su forma de vivir contienen las mismas constantes: fuerza, bondad y comprensión». Algo que, indudablemente, se convierte hoy en un milagro capaz de devolver la autenticidad literaria a un autor de la talla de John Fante, a treinta años de su desaparición, con la perspectiva suficiente para señalar lo insólito y lo extraño de una escritura, con la fuerza necesaria para resistir durante mucho más tiempo.












John Fante, El vino de la juventud; trad., de Antonio Prometeo-Moya; Barcelona, Anagrama, 2013.




 

miércoles, 29 de julio de 2015

Ignacio Martínez de Pisón



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LA REPUTACIÓN LITERARIA DE MARTINEZ DE PISÓN


       La literatura ilumina ese sentido permanente y cambiante que le otorgamos a la identidad, ese sentido de permanencia que todos ansiamos, porque las personas cambian a lo largo de su existencia, le otorgamos la importancia suficiente al paso de los años, y comprendemos que una historia contada nos enseña como nuestra existencia es una simple tarea de resistir, pese a las múltiples derrotas que arrastramos a lo largo de nuestra vida. Y así ocurre en La buena reputación  (2014) la historia del matrimonio formado por Mercedes y Samuel, ella hija de un militar católico, y él un judío en la Melilla colonial, hombre de confianza del régimen franquista y líder de la comunidad hebrea en la ciudad, hasta que un día el mundo ordenado e idílico que vive Samuel se rompe, y entonces deberá replantearse muchas cosas, buscará con ahínco esa  “buena reputación”, y alejado ya de los dorados años vividos, descubrirá que ha vivido de espaldas a la realidad.
        Martínez de Pisón fabula sobre la Melilla de 1957, un lugar idílico donde acabada la Guerra Civil los judíos viven su existencia como siempre, y así lo hace Samuel, miembro importante de su Consejo Comunal, bien relacionado con las autoridades civiles y militares, y orgulloso de haber sido aceptado como socio de la Hípica, aunque a veces detecta que los elogios de la comunidad judía encierran una recriminación, o tal vez una burla. Su negocio en Melilla con intereses en Málaga va bien, le permiten un nivel de vida más que desahogado. Desde el principio en el matrimonio formado por Mercedes (católica practicante), Samuel (judío) y sus dos hijas, Miriam y Sara, ha quedado perfectamente establecido que el hogar se regirá por las creencias de la esposa, con alguna mínima concesión a la religión del marido. La vida transcurre felizmente, la familia celebra dos fiestas de Año Nuevo, la católica y el Rosh Hashaná, y asisten gentiles, mujeres que fuman y los hombres beben más de la cuenta, pero sus hermanas Rebeca y Esther, judías estrictas, siempre se quejan de la relajación religiosa del hermano. De forma periódica, y con la disculpa de negocios, Samuel hace una visita a Tetuán, donde lleva una segunda vida de la que Mercedes no sospecha nada. La inminente desaparición del protectorado de Marruecos y cómo afectará la independencia al norte de África se une a la incertidumbre para los judíos que residen en la pequeña colonia, al tiempo se habla del recientemente creado estado de Israel y la dificultad de llegar hasta él. Un día este mundo ordenado e idílico se rompe y Samuel deberá replantearse muchas de las cosas de su vida futura. Mercedes, una mujer posesiva, dirige la vida de todos con mano de hierro, les obliga a seguir el camino marcado para cada uno, indiferente al dolor que pueda ocasionar, incluso tras su muerte dejará amarrados a sus descendientes, siempre esclava de “la buena reputación” no descansa ni al final de sus días. Miriam, la segunda generación, está acostumbrada desde niña a ser tratada con condescendencia, anulada y en segundo plano tras su hermana mayor, Sara, a la que todos admiran, incluso en su madurez sigue siendo una mujer insegura; intenta contentar a todos, fundamentalmente a su madre, se casará con el primero que se lo pide: Ramiro, un hombre sólido y consistente, y tendrá dos hijos gemelos, Daniel y Elías. Aparentemente todo va bien, y cuando se le presenta la oportunidad de triunfar, no logra su propósito. Elías, la tercera generación, está convencido de su vocación religiosa, duro e intransigente con las debilidades ajenas, como el resto de su familia vivirá grandes cambios, crecerá a pasos agigantados en una época de incertidumbre y contradicciones, una sociedad que augura grandes transformaciones, y su vocación teatral interferirá con los planes que su abuela contempla para él. Daniel ha vuelto a Melilla obligado por las decisiones tomadas por su abuela, al contrario que Elías nunca tuvo inquietudes místicas, irresponsable aunque simpático, amigo de las juergas y del alcohol. La pequeña ciudad le parece una cárcel, y el trato con sus tías las viejas judías, penoso. Un suceso brutal le hará descubrir otro mundo, otra realidad, que le llevará a implicarse en una causa que él considera justa.
        En esta novela el lector vive no solo la vida de los integrantes de esta familia, abuelos, padres y nietos, y se acostumbra a conocer el mundo que se cierne sobre ellos, o los cambios ocurridos en este país en treinta años porque Martínez de Pisón realiza una pequeña crónica de Melilla, Tetuán, Málaga, Zaragoza y Barcelona, mezcla realidad con ficción, el incendio del Hotel Corona de Aragón, y noticias relacionadas con las colonias en el norte de África; sino que reflexionamos si esta no es la misma historia de otras muchas familias con las que muchos hemos convivido durante años y, una vez más, sentimos ese deseo de volver a preguntarnos, de volver al pasado para perdonar y finalmente, también ser perdonados por las diferentes actitudes tomadas. 












Ignacio Martínez de Pisón, La buena reputación; Barcelona, Seix-Barral, 2014.

martes, 28 de julio de 2015

Fernando Quiñones



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LOS OJOS DEL TIEMPO/ CULPABLE O EL ALA DE LA SOMBRA


     Fernando Quiñones (1930-1998) desempeñó, a lo largo de su vida, toda suerte de lides literarias. Colaborador en prensa, con una continuada y abundante presencia en el panorama andaluz, nacional e internacional, desarrolló una intensa labor en La Voz del Sur, Diario de Cádiz y, finalmente en, El Independiente y El País. Sumó sus esfuerzos en otros medios de comunicación, en radio y en televisión, además de ser un excelente poeta, narrador y flamencólogo reconocido. Finalista del Premio Planeta en 1979 con, Las mil noches de Hortensia Romero y, nuevamente, en 1983 con La canción del pirata. En su última novela publicada, La visita (1998), cuenta un imaginario encuentro, por las mágicas calles de Oviedo, entre el joven escritor francés Proust y el afamado escritor español, Clarín.  Autor, además, de una profusa obra poética iniciada en 1964 con el poemario, En vida que continuaba con Las crónicas de mar y tierra (1968), Las crónicas de Al-Andalus (1970), Las crónicas americanas (1973), Memorándum (1973), Las crónicas del 40 (1976), Las crónicas inglesas (1980), Muro de las Hetairas, también llamado Fruto de Afición Tanta o Libro de las Putas (1981) y Las crónicas de Hispania (1985). De Cádiz y sus cantes (1964) y El flamenco, vida y muerte (1971), componen buena parte de su obra.

        Los ojos del tiempo/ Culpable o El ala de la sombra (2006) son dos novelas cortas que el escritor gaditano dejó sin acabar, en realidad, unos borradores con abundantes correcciones y notas que hacen pensar en una redacción avanzada, casi lista, para ser publicadas. Nieves Vázquez Recio, editora y autora de la introducción, ha realizado un trabajo minucioso sobre los textos conservados y, en cada momento, hace saber al lector las correcciones realizadas por el autor sobre el manuscrito y, sin asegurarnos cómo hubiera resultado el texto definitivo, al menos la rigurosidad de Vázquez Recio nos acerca al mejor estilo del gaditano. La primera de ellas, Los ojos del tiempo, tras una lectura fragmentaria, se perfila como una obra de mayor envergadura porque, a través de un narrador, grabadora en mano, se recomponen las conversaciones mantenidas con Nono, un pescador de la Bahía, un tanto genuino porque es capaz de rememorar buena parte de la historia gaditana en un alarde de elocuencia y sabiduría popular. Notable, como siempre, el lenguaje esgrimido, el vocabulario escogido como esa sabia particularidad que otorga al discurso de Quiñones la magia de reproducir las voces, giros y el habla coloquial del pueblo. Nono, el pescador de La Goleta, lugar idolatrado por el Quiñones más andaluz, transforma sus visiones en un alarde de riqueza verbal sin explicación mínima alguna, característica que, en gran medida, oscurece en importancia al resto de la historia.
        Culpable o El ala de la sombra, el segundo texto conservado, es un monólogo narrado por el propio personaje protagonista. Un alto funcionario ministerial es detenido por un oscuro asunto del que, evidentemente, no es culpable. A medida que se va leyendo, observamos que el personaje se llena de dudas, se van desvelando aspectos inquietantes y esclarecedores de este aparente culpable y aparece esa obsesión por la muerte que le lleva a asistir a los entierros, cualesquiera que sean. La muerte es un tema que, obviamente, preocupaba al escritor, quien después de luchar varios años con su enfermedad, se acercaba a la certeza de un final seguro. Un premonitorio texto del más vital de los autores andaluces de la segunda mitad del siglo XX.
     Unas acertadas notas arrojan algo de elocuencia y claridad, completan además a esta especie de testamento sobre el tiempo, un tema que pesó mucho sobre un Fernando Quiñones en la última década de su vida. Ambos textos, según queda datado, se comenzaron a gestar en los primeros años de los noventa y, por tanto, ese acelerado paso del tiempo, unido a una reflexión sobre la existencia y la muerte, planean en ambas novelas. Quienes conozcan la obra del andaluz verán en ambos borradores la indeleble huella de un escritor de raza, por el contrario aquellos que sostengan en sus manos por primera vez un libro suyo, apenas si encontrarán un atisbo para darse cuenta de la grandeza de su obra, aunque como suele ocurrir, estos y otros textos dispersos que puedan parecer del Quiñones de la etapa final de su producción, contribuirán a engrandecer la figura de alguien que vivió la cultura andaluza como ningún otro.   











LOS OJOS DEL TIEMPO/ CULPABLE O EL ALA DE LA SOMBRA
Fernando Quiñones
Alianza, Madrid, 2006; 231 págs.

 

lunes, 27 de julio de 2015

Desayuno con diamantes, 46



        Cuando se cumplen quince años de la desaparición de la narradora salmantina, un recuerdo de su labor e inquietudes literarias.
Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925- Madrid, 2000).

VISIÓN DE CARMEN MARTÍN GAITE 


       La función que la escritura ocupó en la construcción de la identidad de Carmen Martín Gaite, sus intereses, conferencias y viajes, o su espacio y lugar en la narrativa contemporánea, conforman este volumen que José Teruel y Carmen Valcárcel han titulado, Un lugar llamado Carmen Martín Gaite (2014) y que constituye el merecido homenaje a esa figura polivalente y compleja que ocupó la segunda parte del siglo XX en la literatura española. Sobre Carmen Martín Gaite se ha escrito tanto como se merece una mujer que dedicó toda su vida a la literatura. Empezó a escribir en los años cincuenta y en su obra resalta su interés por la incomunicación y como consecuencia para evitarla, la búsqueda de interlocutor aunque haya que inventarlo; la utilización de la memoria y el mundo de los sueños fue su forma de conocimiento interior, o el proceso de escribir su única preocupación literaria, y sus inquietudes por los problemas de las mujeres como tema literario. La percepción que la autora tiene de sí misma es la de poco agresiva, modosa, pero rebelde; capaz de darle vuelta a todo, sin necesidad de levantar la voz o defender causas equívocas. Es el retrato de una Martín Gaite en los años cuarenta que vivió durante décadas en una apariencia y se fue adaptando a las modas y formas de cada momento, que nunca llamó la atención, salvo con su literatura, porque escribió sobre los problemas, inquietudes, contradicciones, miedos y deseos de las mujeres españolas de su época.
        La joven Martín Gaite publicaría sus primeros poemas en la revista universitaria Trabajos y días mientras estudia Filosofía y Letras en Salamanca. Llega a Madrid con la intención de escribir su doctorado, y colabora en periódicos y revistas de la época, pero sobre todo entra en contacto con un grupo de escritores jóvenes a los que Josefina R. de Aldecoa llama Los niños de la guerra (1983) que formarán la calificada generación del 50. Su primer cuento “Un día de libertad” (1953) lo publica Revista Española, y “El balneario”, ganaría el Premio Café Gijón 1954 y aparecerá junto a otros tres cuentos, “Un día de libertad”, “Los informes” y “La chica de abajo”. Desde entonces y hasta 1962 seguirá escribiendo relatos breves que publica en 1960, en el volumen, Las ataduras, y en 1978 recopila todos sus Cuentos completos, donde explica sus inquietudes y temáticas variadas: “La rutina, la oposición entre pueblo y ciudad, las primeras decepciones infantiles, el desacuerdo entre lo que se hace y lo que se sueña, la incomunicación y el miedo a la libertad. Todos ellos pertenecen a campos muy próximos y remiten, en definitiva, al eterno problema del sufrimiento humano, despedezado y perdido en el seno de una sociedad que le es hostil y en la que, por otra parte, se ve obligado a insertarse.


         Carmen Martín Gaite, como sus compañeros de generación, escribe sobre lo que ve, con esa manera tan suya de revelar sin molestar, y nos invita a mirar en los problemas que afectan al ser humano, sobre todo a las mujeres. Con su primera novela Entre visillos (1957) se embarca en esa faceta de mostrar, criticar, romper y componer que tanto caracterizará al resto de su obra, tanto narrativa como ensayística. La novela muestra la vida de un grupo de chicas adolescentes de clase media en una ciudad provinciana en la España de los cincuenta, a través de una existencia anodina, tediosa y rutinaria dominada por las tareas domésticas, los bailes en el Casino, el cine y la iglesia. El lector entra en un mundo de ficción (aunque tan real) en el que en términos existencialistas las mujeres existen para el hombre siendo “eso otro”; su vida gira en torno a sus deseos y humores y su existencia se vacía, nunca llega a ser plena. Por otra parte, sigue las técnicas de la novela social, con predominio del diálogo sobre la descripción, subrayando el aspecto colectivo sobre el individual y la condensación y actualización del tiempo: la acción transcurre entre septiembre y diciembre, y los acontecimientos en el marco los cincuenta. Sin embargo, hoy con una mayor perspectiva, revela que estas mujeres sufren la incomprensión de una sociedad que las reprime y margina convirtiéndolas en un estereotipo de la época. En 1974 después de un silencio narrativo de doce años, Martín Gaite publica Retahílas, una novela estructurada en torno a un diálogo formado por dos monólogos encadenados: durante una noche de vela, mientras esperan que la muerte se lleve a la abuela, tía y sobrino, Eulalia y Germán, dan rienda suelta a sus recuerdos y confrontan sus respectivos roles, trascendiendo a lo individual.
        Los ochenta son años de desencanto, un desencanto provocado en la narradora por el conflicto vivido entre un divorcio de ideas y de comportamientos, es decir, la revolución que supuso el final de franquismo, desde el lado de lo imaginario. Las ilusiones que muchos españoles pusieron en los cambios prometidos por el partido socialista en 1982 que, pronto, se trocaron en desilusión al ver que lo prometido en su eslogan electoral, cambiar el país y los comportamientos públicos, se asociaron de alguna manera al tópico existencial del buen vivir, optando por una vida sin compromisos ni sobresaltos y asumiendo un conformismo total que se manifestó en un conservadurismo de conducta y de pensamiento. Este desencanto lo expresa en su novela, Nubosidad variable (1992), en la que el marido de Sofía, una de las protagonistas, es un conformista que vivió la represión franquista y luchó contra ella, y ahora dirige el país enfundado en un traje de marca, asiste a cócteles y exposiciones de pintura donde cierra negocios y consigue conquistas, o sus conversaciones giran en torno a un denominador común: el dinero. Y lo mismo ocurre con, Lo raro es vivir (1997), un paso más en la creación de ese mundo dual y por primera vez en su narrativa, se plantea la posibilidad de un matrimonio feliz basado en la diferencia dentro de la igualdad. La historia la cuenta Águeda, la protagonista, en primera persona. Su madre, con la que siempre mantuvo una relación muy difícil, acaba de morir y Águeda es requerida por el médico que atiende al abuelo para que, por una vez, dado el precario estado de salud del anciano, suplante a la madre y se presente frente a él, ya que la noticia de la muerte de su hija podría ser fatal para su salud. Petición que obliga a la protagonista a desenterrar viejos recuerdos mediante un doloroso proceso de autoanálisis y autocrítica, y a entender mejor la tortuosa relación con una mujer que se llevó con ella su infancia.
        Un lugar llamado Carmen Martín Gaite ofrece distintas topografías de la escritora, el análisis de su poética y la función que la escritura ocupó en su vida, además de la variedad de intereses y temas que centraron su mundo literaria. Y capítulos dedicados a su genealogía, sus dificultades como escritora novel, la visión norteamericana de su obra, con publicaciones de la MLA, editadas por Joan L. Brown, o los trabajos de Pozuelo Yvancos, Calvi, Ródenas Moya y Pittarello que reflexionan sobre la construcción identificativa de Carmen Martín Gaite. María Dolores Albiac y Ana Garriga Espino examinan las parcelas de su producción intelectual: sus investigaciones sobre Santa Teresa y el XVIII, particular reacción de la autora frente a la educación recibida durante el franquismo. La edición de Un lugar llamado…se convierte en una herramienta imprescindible donde la obra de Martín Gaite se despliega en las variadas y ricas direcciones en que se concretó su vida literaria, poesía, cuento, novela, ensayo, traducción y adaptaciones de clásicos, así como sus charlas y clases impartidas en un variado e intenso escenario universitario norteamericano. 










Un lugar llamado Carmen Martín Gaite; Ed., de José Teruel y Carmen Valcárcel; Madrid, Siruela, 2014; 214 págs. + Fotogr.

domingo, 26 de julio de 2015

Hoy tomo café con…



DIEGO GRANADOS

PAISAJE ESPIRITUAL, REALIDAD VIVA



     Diego Granados (Albox, 1915) entiende la escritura como una verdadera vocación. Ha sido marido, padre, viajante de profesión, dinamizador cultural de una zona tan deprimida como es la Cuenca del Almanzora y, sobre todo, escritor. En estos últimos años, transcurridos esos oscuros años de silencio, con el bagaje de un larga experiencia y el tesón que han caracterizado a su persona ha dado a la imprenta una importa obra poética, narrativa y ensayística. En la década de los 70 fundó la revista literaria Batarro que, muy recientemente, cumplía sus 25 años de presencia en el panorama literario almeriense.
 
       ¿Sigue aún vigente esa máxima suya, de la que alguna vez hemos hablado, de concebir la escritura como una vocación?
        Sí, ¿es que hay alguien que pueda considerarla de otra manera? Me refiero al modo literario porque redactar catálogos comerciales o disposiciones administrativas, aunque también este comprendido dentro de la escritura, creo que no tenga nada que ver con tu pregunta.
               
        Haciendo repaso a su bio-bibliografía me encuentro con que los años setenta fueron una fructífera década de labor literaria y dimensión cultural. ¿Cómo resumiría hoy esos años?
        A veces pienso en ello y no le encuentro explicación. Eran tiempos difíciles para mí en el terreno particular y no sé, no llego a comprender de qué me valía para robar tiempo al tiempo y motivos creadores a mi atención. En ocasiones llego a la conclusión, quizá precisa, pero no muy recomendable, de que la vocación desbordada puede convertirse en vicio. ¿Qué otra cosa es la drogadicción, incluido el alcoholismo, que una falta de control de la voluntad, al principio, si no intencionada sí dentro de la confianza de poder encasillarla en cualquier momento dentro de nuestro deseo y después avasalladora, en busca de un placer no encontrado en la vida normal? ¿Qué otra cosas es el éxtasis que un desbordamiento de espiritualidad? La satisfacción interior y plena disculpa los medios por los que se alcanzan las cosas.
       
        El Primer Congreso de Escritores Andaluces en 1976. ¿Sigue pesando aún hoy esa convocatoria en el panorama literario? ¿De qué manera cambió el panorama cultural en la Cuenca del Almanzora?
        En realidad me haces dos preguntas, prefiero referirme, en primer lugar, a la segunda. Ni poco ni mucho, el Congreso, a pesar del eco que tuvo en la prensa nacional (hasta La Codorniz, aquel semanario humorístico, nos dedicó algún párrafo) pasó desapercibido en nuestra comarca, ¿motivos? Sobradamente razonables—ni indiferencia ni desatención—sencillamente la consecuencia de la falta de riqueza natural de nuestros pueblos que ha obligado siempre a sus habitantes a trabajar de forma obsesiva hasta el extremo de no dejar hueco el cansancio para ninguna distracción, ni siquiera en el ámbito cultural.
        Refiriéndonos a la otra, sí encontró la debida correspondencia en el panorama literario, pudiéramos decir territorialmente generalizado. Si te he dicho que no hizo mella en el panorama comarcal puedo hablarte de su persistencia, pero el caso es que precisamente ahora —siempre con mis contradicciones—cuando estoy personalmente acabado, recibo, cada vez con más frecuencia, de críticos e instituciones, peticiones de datos sobre aquella olvidada efemérides; tendría gracia que la viésemos convertida un Ave Fénix.
        Creo que he exagerado un poco mi primer juicio. No todo fue indiferencia, un escritor de renombre dijo que si este Congreso se hubiera celebrado en una ciudad importante y organizado por los profesionales de turno, a estas horas sus conclusiones, más bien el Pregón para andaluces con que se anunció estaría considerado como el catecismo político de nuestra Autonomía.
        Después de esta explicación creo obvio referirme a la primera parte.

        Diego Granados y Batarro van unidos indisolublemente con el paso de estos últimos años. ¿Hasta qué punto? ¿Sigue vivo el recuerdo del compañero desaparecido?
        Tu pregunta la convierto en afirmación, aunque no sólo de estos últimos años, sino desde su creación. A pesar de que en su primera época fue algo basado en el entusiasmo y llevado a lo loco, y ahora es una Asociación formal, no en el sentido de conducta sino en el administrativo, mi nombre no se concibe sin ir como apéndice de Batarro.
        Respecto a Martín, el recuerdo entre los compañeros de la Asociación sigue y seguirá siempre vivo. En mí, este recuerdo adquiere a veces tintes de emoción.

        Empezando a repasar su obra, el poemario Poemas de la noche (1989) actualizaba su temprana vocación poética, ¿qué significa ese poemario en conjunto de su obra?
Creo que ningún poeta que se vanaglorie o al menos se precie de serlo, deje de sentir en su inspiración la impresión de la Noche y del Amor.
Para mí estos elementos, sustentadores de la vida en su carácter espiritual, son tan importantes como los de Empedócles en el físico. Ciñiéndonos un poco a la pregunta, para mí, repito, son ramas cardinales d ela Poesía, quizá más acentuadas en el lírica, pero en general de cualquier intento poético: la primera como paisaje espiritual, la segunda como realidad viva de este paisaje. Resulta obvio que te señale autores de todos los tiempos que han cumplido con esta obligación literaria.
Cuando se me presentó ocasión de editar este libro pensé, como es lógico, en darle unidad a su contenido, quizá influyó en mí, para elegir éste, una frase litúrgica que me hizo mella y que, precisamente, encabeza el poemario. También me pareció oportuno uniformar su métrica y, de acuerdo con el sentido de mi intención, elegí el endecasílabo. Seleccioné de mi profusa producción de tantos años los poemas que se adaptaban al objeto perseguido y, como contaba el tiempo, plasmé otras diversas composiciones para completarlo. No quiere decir esto que las improvisara—no sirvo para eso—sino llevar a la expresión algunas ideas que bullen en mi mente como las notas del arpa becqueriana.
En el conjunto de mi obra, puesto que me lo preguntas, este poemario no significa o quién sabe si lo significa todo. Como cualquier otro mis notas inspiratorias aparecen cuando pueden y donde pueden y no esperan permiso de la atención para salir volando. En mi producción poética no existe la parcelación del tiempo.

En su poesía se conjugan temas como la vida, la muerte, la noche, la crítica social, la belleza, ¿se trata de recrear temas universales o pretende ser original con el tratamiento de algunos de ellos?
Siento verdadero amor por las situaciones extrahumanas, a veces tengo la impresión de estar prendido de ellas. Dios me libre de caer, conceptualmente, en el prometeísmo de la originalidad. Desde el primer balbuceo humano hasta hoy todo está dicho y más que dicho, mi aspiración es, ha sido, de otro estilo: expresar de modo comprensivo todas esas sensaciones que podemos llamar espirituales cobijándolas bajo el manto de esa especie de trinidad de la belleza en que encierras tu pregunta, «la vida, la muerte, la noche», aunque te ruego que no la profanes con ese cuarto tema «la crítica social» que me ha sonado, más bien parecido una puñalada trapera a la altura estética que la habías remontado.
Déjame que insista en esta contestación para manifestarte mi iluso deseo de lograr en esa expresión ser yo, por lo menos para mí, si quieres desnudo de toda gala circunstancial, pero saber o creer que en ella soy.




¿Qué supuso para Ud. el Homenaje Poético Bahía del Sur en 1991?
Algo inesperado y no sólo por no considerarme merecedor sino porque en mi ingenuidad—no te sonrías, aunque parezca que no cuadra con mi carácter adolezco de esta condición—creí siempre que esto era algo reservado, no digo secreto, sino destinado a...
Para mí fue emocionante y hasta motivo de vanidad. Sentí la impresión de que una mano amiga me ayudaba a superar dificultades en este camino tan tortuoso de la vida literaria.
Una pregunta más comprometida ¿Se puede ser poeta en los albores del siglo XXI?
Se puede ser poeta siempre, en cualquier momento, pero precisamente has citado un período de verdad atrayente para hablar de él, de este siglo preparatorio del próximo milenio. Encuadrándolo en la historia, no encontramos en ella período, podríamos decir más en desorden literario que éste.
Desde el novecentismo que, aunque visto en los albores del siglo que comentamos, en cierto modo enlaza con el noventa y ocho, con excepción de la pléyade de dramaturgos que supieron plasmar un delicado humor, tan lejos de la ordinariez como de la ligereza festiva, y del extremo grupo de narradores costumbristas que, junto con ellos llenaron el primer tercio, a pesar de las altas individualidades aparecidas en él, no encontramos una regulación de tendencias que nos permita estudiarlo debidamente, tanto en su faceta comparativa como en la de sus fuentes o sus influencias en los brotes nacientes.
Eso sí, cuando unos cuantos amigos—respeto siempre, como te he dicho, las individualidades—se reunían en un determinado período, en plan de peña, rotulaban sus charlas con el nombre de un autor clásico al que agregaban el ismo correspondiente, por lo menos para ellos, quedaba registrado, históricamente una nueva tendencia, generación, escuela... Esta profusión de opúsculos creo que, en parte, ha motivado la situación que he querido comentar. La regulación de estos altos valores y la clarificación de algunos de ellos separándolos de las circunstancias históricas y sociales en que se han visto envueltas es, a mi parecer el reto que tiene marcado este siglo XXI, en su actividad literaria.

¿Hasta dónde debería llegar, pues, la responsabilidad del poeta?
        Es una pregunta difícil de contestar. El listón es él quien tiene que situarlo y su entorno quien debe juzgar si el salto ha sido dado con limpieza. ¿Algo más? Temo caer en la divagación, pero... Se dice—Dios me libre de caer en la especialidad crítica—que cuando el ser natural empezó a cobrar forma humana, para ayudarse en el esfuerzo de transportar cosas pesadas o soportar largas caminatas, empezó a emitir unos apagados y rítmicos sonidos guturales que le ayudaban a dar un paso más y después otro y así... Con el tiempo, estos sonidos primitivos convertidos en voces, cada vez más distintas entre ellas, pero sin perder el ritmo, fueron hilándose naciendo de esta manera el canto, origen indudable de la poesía al llegar a su mayor edad y poder prescindir de la tonalidad sobre la que se apoyaban.
        Desde entonces hasta ahora, cuantos himnos de victoria, cuantas lamentaciones de tristeza, cuantos versículos religiosos de imploración, cuantas expresiones de amor, cuantas entonadas explosiones revolucionarias han encontrado en ella, en la poesía, diversamente manifestada, su sostén. La duda surge en si esta belleza expresiva de que hablamos se deriva de los acontecimientos citados o fue ella quien los provocó. ¡Cuidado! No conviene adelantar opiniones que apunten a la suposición del disparate. Si una arenga vibrante y oportuna es capaz de lanzar voluntariamente a unos hombres al combate sin pensar si es la muerte lo que les espera, por qué el tremendo atractivo d ela belleza hablada no ha podido iniciar o ayudar a que se produzcan algunos de estos acontecimientos, desde un incontenible arrebato de amor ante un poema lírico leído por el autor a su amada al escalofriante avance multitudinario en el que ha prendido, como un chispazo de justicia, ese poder del verbo hecho ira. Indudablemente, la poesía y sus valedores, los poetas, han tenido y tendrán siempre, en el campo espiritual de la vida, una indeludible y grave responsabilidad.
En fin..., no permitas que vuelva a extraviarme, atájame sin contemplaciones cuando abuse de esta indefensa actitud de la palabra.

En estos últimos años ha combinado su expresión poética con la publicación de obras en prosa. ¿De qué manera pueden separarse ambos espacios literarios?
¿Por qué esta pregunta? No hay manera se separar lo que no está unido. La prosa, incluida la prosa poética (Juan Ramón) se rige por sus normas y la poesía, incluidos los poemas narrativos (Alonso de Ercilla) lo hace por las suyas, y, más que difícil, es peligroso salirse de ellas.
¿No has tropezado nunca con algún libro de versos y que, al leerlo, si te has visto obligado, te haya dejado la impresión de un catálogo comercial?
Te repito que, aunque cubiertas ambos espacios por el manto de la estética, cada uno puede, o mejor, exige, vivir separado.

Ud., ha realizado agudas observaciones a través de sus cuentos, ¿la narrativa breve se presta más a expresar temas de nuestro tiempo?
Celebro que me hagas esta pregunta. Aunque todavía se cultiva la literatura infantil, aquella ingenuidad de «cuentos infantiles» ha pasado de moda, hoy esos niños a quien iba dirigida apenas aprenden a leer, saben lo que leen. Creo que el cuento en la actualidad se ha convertido en muestra de arte mayor. Aportando de este género sobre el que hablamos la faceta de relato que lo mismo puede ser histórico que legendario, eventual o, simplemente, un reportaje, el mismo no cabe ya en la fórmula en que todavía algunos pretenden encuadrarlo sino plenamente en el ensayo. El cuento para un crítico perspicaz, es un artículo al que se le ha suprimido el subtítulo genérico por temor a que el asiduo lector, no academicista, le cobre miedo de altura en el pensamiento o de oscuridad en la comprensión.
Si te paras en su análisis o lees con deleitada atención un cuento actual comprobarás que contiene una tesis: más simple o más complicada, más superficial o más profunda, pero que impide pasar la vista por él como un aperitivo literario. Precisamente aquí creo que está la dificultad de su creación y es que después de saltar la chispa, ya convertida en idea, a veces aparentemente pueril, hay que vestirla dignamente con el noble ropaje del interés o el voluptuoso de la amenidad.
No es fácil, no, cultivar este género con el respeto que merece. 

La crítica ha señalado en sus colecciones de cuentos una insistente preocupación por la forma ¿Hasta qué punto es importante ese recurso para Ud.?
No capto del todo el sentido de la palabra «forma» en el tono que tú la haces. Te refieres a la expresión gramatical o a una uniformidad de estilo que pueda convertirse en norma.
Sobre mi primera observación, sin rodeos de lengua, sí. He procurado siempre pulir las palabras y ordenar las oraciones hasta la máxima perfección que mi capacidad cultural permite, pero... ¡ojo! Siempre he creído y afirmado que existen dos formas de lenguaje: académica  y coloquial, ambas dignas del mismo y máximo respeto literario, aunque siempre apropiada cada una al tema que se desarrolla, a la persona que lo emplea o al público a quien va dirigida. No quisiera que se confundieran mis palabras y algo creyere que estoy distinguiendo dos grupos de actores. Cualquier persona que reúna las mínimas condiciones debidas puede y debe hacer uso de estas dos maneras de decir, lo que no concibo es que un orador en una conferencia de altura científica o filosófica, como genialidad, en busca de algún símil, intercale la zafiedad de algún chiste grosero, o que en nuestro sencillo lenguaje de comunicación ordinaria se llegara a la desproporcionada pedantería, para elogiar la obra de un artesano, de largarle el conocido alejandrino de Rubén Darío: «Que púberes...».
En cuanto a la segunda, reconozco que soy un escritor indisciplinado. No soy partidario de que el autor elija escuelas o tendencias, de eso deben encargarse los críticos en la actualidad y en el día de mañana, serenamente, los historiadores. Es tan difícil que una producción personal completa quepa en los límites de una de estas tendencias cuando, a veces, en un mismo poema o narración se pueden advertir muy claras estas diferencias a que nos referimos.
Otra característica es el humor, entendiendo éste como un aliviadero emocional que se extiende a toda clase de géneros literarios, ¿es otra de esas constantes en sus relatos?
La verdad es que me haces la pregunta en un tono que tú mismo la dejas contestada. A ella sólo puedo añadir un solo vocablo en el que se cierran todas las largas explicaciones que pudieran hacerse sobre este tema: sí.

En su obra El envés y la trama (1997) el misterio envolvía los ocho cuentos y, además, una cita del maestro Poe ilustra el libro. ¿mantiene viva esa conspiración para preparar el desenlace antes de que la pluma toque el papel?
Qué bella conspiración esa que me atribuyes preguntándome por su supervivencia. Daría algo porque fuera una realidad y en su caso merecería una especie de tratado para ser comentada. Si no temiera que tu duro juicio me tachara de pedante me atrevería a glosar o mejor plagiar con una pequeñísima y atrevida variación, la sentencia cervantina: «nunca la mente torció los trazos de la pluma ni la pluma se revolvió contra la idea».
Para cerrar este apartado de su narrativa breve, ¿Persiste aún esa idea de que el cultivo del cuento puede conducir inexorablemente a la santidad?
Al oírte he sentido casi un sobresalto. ¿Cuándo he dicho que el cultivo de la literatura (cuento o cualquier otra producción) puede llevar a la salvación? Y el caso es que además del sobresalto me has dejado pensativo.
Se dice que para llegar a la altura teológica—me parece anatema decir cumbre divina—hay tres escalas: la Verdad, la Belleza y el Bien. Tendría gracia que, como resultado de esta broma, descubriésemos que, por dedicarnos al que creíamos sencillo oficio de escribir, tuviésemos a nuestra disposición las dos primeras y, en ocasiones, la tercera.

¿Qué hay de sentido de la vida, del dolor, de diálogo con Dios, del paso del tiempo, de la muerte en el conjunto de su obra? ¿Y en qué medida?
Perdóname que, por una vez, no conteste debidamente tu pregunta. Sería entrar en un terreno difícil, digo difícil, no peligroso. Además, de hacerlo, hubiese preferido de mí, como autor, en lugar de hacerlo de mi obra. Bástete saber que en este campo, por encima de teorías, circunstancias y autoridades, mis ideas son radicales y, si cabe en ellas el adjetivo en el que duermo tranquilo y confiado, optimistas.

¿Sigue enamorándose estéticamente de los personajes que va creando y considerando esto un secreto particular suyo?
Oye, a la única persona a quien, en un rasgo de humor, hablé de este secreto fue a ti, hace bastantes años y no recuerdo con motivo de qué declaraciones, y ahora tú, como un pregonero me lo vas a vocear: ¡vaya faena!
Pues sí, sigo en mis trece viendo vivos a mis personajes o quien sabe si dándoles yo la vida. Con ello no hago otra cosa que igualarme a Pigmalión. Qué otra cosa hizo este rey, entre mítico y legendario—ya ves que no remiendo de viejo en mis comparaciones—que enamorarse de su obra, una estatua de marfil que iba esculpiendo, hasta quedar al final, unido a ella, enamorado. Antes de que llegue el Día del Juicio Final debemos comparecer todos en el Día del Sueño Final en el que cada ser humano dirá lo que quiso ser en la vida. Yo, si me ponen objeción a haber querido ser Tántalo...
Creo que los exegetas olímpicos interpretan equivocadamente este mito considerándolo sólo como un castigo interminable, cuando en realidad, superando el fondo legendario—al fin, eso, una leyenda—¿existe a o se concibe belleza mayor que la ansiedad, no orgánica sino mental, eternamente insatisfecha ¿Qué sería de un artista, de un pensador, que, en plena vida, viera su obra completa, terminada? ¿Qué haría después?
Te quería decir—me he ido por esos trigos de dios—que, de no haber sido Tántalo, me resignaría con ser Pigmalión.

Cuando esta entrevista se publique estaremos en el siglo XXI: Un deseo humano y un deseo literario ante una época tan repleta de nuevas perspectivas.
Tienes razón, aparte de tiquismiquis de si es o no comienzo del Milenio, su redondeo numérico es atrayente. Ciñéndonos nosotros a ese deseo de que me hablas—el otro, el humano, por su amplitud y altura queda para plumas más competentes o autorizadas—el reto que encierra el mismo, creo que te lo he dicho antes en otra pregunta, es la ordenación de toda la producción del pasado siglo para poder estudiarla debidamente clasificada por su concepto y estilo, y, junto a esto, el análisis de sus autores representativos, desnudos de circunstancias históricas y sociales.
Aunque no me lo has pedido, si quieres que este reto sea encauzado con criterio personal, pediría, con mi ingenuidad acostumbrada que, como parece que los avances científicos nos van a privar de la sonoridad o dibujo de la palabra que llegará el momento en que la idea, sin intervención de la lengua o la mano, quedará hablada o escrita en el medio que corresponda, que, al menos nos reserven una sola palabra para nuestro recreo espiritual: la pluma. No me refiero, como comprenderás, al objeto sino, además de su eufonía, al concepto que encierra y que durante siglos ha abarcado cuanto de bello ha podido contener esta etapa de expresión que, con un sentido natural parecía eterna y, sin embargo, está a punto de terminar.

* Esta entrevista se publicó en el año 2000, cuando afloraban los días del nuevo milenio y Diego Granados seguía cargado de proyectos poéticos y culturales propios. Pero lamentablemente nos dejó un 20 de diciembre de 2002, huérfanos los miembros restantes de Batarro de su magisterio, humanidad y entrega al mundo de la cultura.