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sábado, 27 de agosto de 2016

Muere la última beguina



     Durante el proceso de escritura de mi última novela, El secreto de las beguinas (Trifaldi, 2016), manejé una abundante documentación sobre el “fenómeno beguinas” y la importancia de su labor y modo de vida, sobre todo porque siempre se consideraron mujeres independientes dedicadas al culto y al cuidado de enfermos y desvalidos. El secreto de las beguinas no pretende ser un retrato de estas comunidades que se establecieron en los Países Bajos, y sobre todo en ciudades belgas como Lieja, Gante y Brujas, donde está ambientada la novela y cuenta el proceso de investigación de dos jóvenes españoles y la relación de las beguinas y los Tercios españoles durante el asedio de Ostende. Cuando ya estaba redactada la novela, y en ese proceso de revisión que se lleva a cabo, me sorprendió la noticia de la “última beguina” y la prensa se ocupó del personaje y del fenómeno como se reproduce en este amplio artículo de El País. 


Muere la última beguina
El País, 23/04/2013

     Murió mientras dormía sin saber que cerraba la última puerta de la existencia de las beguinas. La hermana Marcella Pattyn, fallecida el 14 de abril a los 92 años, era la última representante de la una de las experiencias de vida femeninas más libres de la historia, según los expertos. En la Edad Media, entre la rigidez de los estamentos religiosos, empezaron a aparecer comunas de estas mujeres que iban por libre, eran democráticas y trabajaban para obtener su propio alimento y hacer labores caritativas. Eran comunidades de mujeres espirituales y laicas, entregadas a Dios, pero independientes de la jerarquía eclesiástica y de los hombres.
















Surgieron en un momento de sobrepoblación femenina, cuando dos siglos de guerras habían acabado con una gran proporción de los hombres y los conventos estaban colmados como la alternativa al matrimonio o a la clausura. Corría el siglo XII y las comunidades de beguinas, mujeres de todas las clases sociales, empezaron a extenderse en Flandes, Brabante y Renania. Gracias a las labores que hacían para la comunidad, eran enfermeras para los enfermos y desvalidos y maestras para niñas sin recursos, e incluso fueron responsables de numerosas ceremonias litúrgicas, muchas familias adineradas les dejaban herencia y mujeres ricas se instalaban en beguinajes.
La mayoría de hermanas practicaban algún arte, especialmente la música –Pattyn tocaba el banjo, el órgano y el acordeón-, pero también la pintura y la literatura. Los expertos consideran a poetas como Beatriz de Nazaret, Matilde de Madgeburgo y Margarita Porete precursoras de la poesía mística del siglo XVI, además de las primeras en utilizar las lenguas vulgares para sus versos en lugar del latín.
Vivían en celdas, casas o grupos de viviendas, declaradas patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1998, y podían abandonarlas en cualquier momento para casarse y formar una familia, pero a nivel espiritual no se casaban con nadie más que con Dios y los más desfavorecidos. También formaban partes de estos grupos mujeres casadas que se identificaban con el deseo de llevar una vida de espiritualidad intensa en los beguinajes de sus ciudades.

                                 Beguinato de Brujas
Elena Botinas y Julia Cabaleiro definen el movimiento en Las beguinas: libertad en relación como lugar espiritual y pragmático a la vez, que rompe con la diferenciación que la Iglesia imponía entre la oración y la acción: “Un espacio que no es doméstico, ni claustral, ni heterosexual. Es una espacio que las mujeres comparten al margen del sistema de parentesco patriarcal, en el que se ha superado la fragmentación espacial y comunicativa y que se mantiene abierto a la realidad social que las rodea, en la cual y sobre la cual actúan, diluyendo la división secular y jerarquizada entre público y privado y que, por tanto, se convierte en abierto y cerrado a la vez”, explican.
Según la versión más extendida, un grupo de mujeres construyeron el primer beguinaje en 1180 en Lieja (Bélgica), cerca de la parroquia de San Cristóbal y adoptaron el nombre del padre Lambert Le Bège. Otras versiones apuntan a que “beguina” significa, simplemente, rezadora o pedidora (de beggen, en alemán antiguo, rezar o pedir) e incluso, en la versión menos compartida entre los historiadores, a que su existencia se remonta al año 692, cuando santa Begge habría fundado la comunidad.
Tuvieron dos siglos de expansión rápida pero las denuncias de herejía las frenaron cuando la Iglesia empezó a ver que atraían donaciones “que les pertenecían”. Se instalaron en todas las grandes ciudades francesas y alemanas, pero la persecución las hizo volver a recogerse en Bélgica, de donde venían. Pagaron por las libertades que habían adquirido, económica, social y religiosa incluso con la muerte. Marguerite Porete fue quemada viva en 1310. Las acusaban de aturdir a los monjes y de encandilarlos cuando acudían a confesarse a los monasterios vecinos y las trataron como a las únicas mujeres libres de la época: las brujas. “El movimiento de las beguinas seduce porque propone a las mujeres existir sin ser ni esposa, ni monja, libre de toda dominación masculina”, explica Régine Pernoud en el libro La Virgen y sus santos en la Edad Media. Y así como sedujo a las mujeres, inquietó a los hombres.

                                   Exterior beguinato de Brujas
Con sus conquistas volvieron a casa. Regresaron a los Países Bajos y Bélgica, aunque resistieron algunos beguinajes alrededor de Europa. La mayor comunidad se recluyó en un gran beguinaje en Cortrique la población del sur belga donde murió Marcella Pattyn la semana pasada. Después de que su modo de vida sin reglas y sin amos hubiera enfurecido a los garantes del orden, renunciaron a cierto radicalismo y optaron por convivir con la Iglesia para asegurarse la subsistencia, durante siglos, hasta morir hoy en silencio.


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