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jueves, 18 de julio de 2019

Los viajes de Colombine: Portugal


El solar de Coimbra



      
       Coimbra es la ciudad madre, la ciudad tradicional, la que sirve de cimiento y fundamento a la nacionalidad; algo así como el solar en que se ha edificado un Es­tado.




       El río Mondego, ese río portugués que la baña, fue la primera frontera histórica que separó a Portugal del resto de la Pen­ínsula. Ese río es el que vivifica a la vieja ciudad; la hace sonreír, renacer entre sus viejos palacios, sus antiguas iglesias y sus severos monasterios, los cedros y los áloes que la rejuvenecen y la libran del polvo de la vetustez. Gracias al Mondego, Coimbra no tiene un aspecto ruinoso, y oculta su va­lor histórico y su cualidad de ciudad sabia entre bosquecillos de verdura y jardines de flores y plantas tropicales. Es esta una nota de los jardines portugueses, que dis­tingue a esta parte de la Península y la hace algo colonial. Se conoce que han te­nido especial empeño en aclimatar la flora exótica de América, de Asia y de África, y que lo han conseguido.
       La fama de esta ciudad radica en la cé­lebre y prestigiosa Universidad, por don­de han pasado todos los grandes hom­bres.
       Veo cruzar por las calles estudiantes, que se distinguen por su traje negro y por la costumbre de llevar descubierta la ca­beza.
       Hay una rebeldía simpática en ese ges­to; el sombrero pugna contra la Natura­leza que dio una defensa a la cabeza en sus cabellos, y no hace más que humillarla como un signo de servidumbre. En los pue­blos más progresivos se suprime el sombrero, como se ve en los norteamericanos.
       Es que también yo veo a estos estudian­tes con la impresión de saber cuántos gran­des hombres hubo entre ellos y qué labor de libertad y regeneración han realiza­do. Está aquí en esta ciudad toda el alma del viejo Portugal en cuanto conserva de tradicional y de antiguo. Se la escucha pal­pitar en ese «Claustro del Silencio» del vie­jo Monasterio de Santa Cruz, panteón de reyes, en donde la extraña devoción del siglo XVI empleaba, aún para adornar la Casa del Señor, las esculturas adquiridas en la lucha y la devastación de las otras naciones. Así, sobre la fachada, restaura­da tantas veces que se hace difícil buscar su primitivo carácter, se ven unas interesantes esculturas normandas con su ca­racterística rigidez acética.
       Al «Claustro del Silencio» no llega el rui­do de la calle. Tiene una desnudez de pie­dra vieja que le hace parecerse al claustro de San Marcos en Florencia, y una suntuo­sidad rememorativa del de Santo Domin­go en Toledo. Guarda todo el encanto de estos claustros viejos revestidos de un pres­tigio legendario, que yo gusto de visitar, porque después de pasear las calles entre monasterios, iglesias y portadas románi­cas, las más severas, las más bellas, las que representan el carácter de la funda­ción de Portugal, no hay nada como el re­poso de este claustro para hacer entender el espíritu de la ciudad y descifrar sus se­cretos misterios en el susurro rumoroso de la fuente, que canta en su fondo con me­lancolía, y cuyas aguas toman un valor de aguas bautismales, castalias.
       Pero la gran atracción romántica de Coimbra está en la Quinta de las Lágrimas, donde se recuerda siempre, con una impre­sión depresente, la historia de la desventu­rada esposa de Pedro I, asesinado en estos jardines.
       Inés de Castro, la de las bellas trenzas, ha quedado como una de las grandes figuras femeninas en las que se inspiran la leyenda y la poesía. Su celebridad más que a su her­mosura y su desdicha, se debe al amor im­petuoso, firme y leal del Rey Don Pedro, que supo amarla después de su muerte. Es la fidelidad del amante la que coloca a Inés de Castro entre las amantes célebres co­mo Isabel y Julieta. .Si el Rey la hubiera olvidado, su historia hubiera sido una his­toria vulgar.
       Merced a aquel gran amor que supo ins­pirar y compartir la figura de Inés de Cas­tro, se aparece en estos bosques de la Quin­ta de las lágrimas y se comprenden todo el tormento, toda la angustia y toda la des­esperación de ese alma enamorada entre la placidez, la calma y la poesía que pare­cen favorables a la exaltación de los aman­tes. Sin embargo, Inés de Castro fué di­chosa; su vida breve terminó con toda la ilusión de su delirio, de su confianza, de sus ensueños.
       Se ve aquí una pequeña corriente de agua que va del jardín al castillo, y donde los conjurados retenían a su amante; y esa corriente de agua era agua viva, mensajera de amor, que llevaba las tierras misivas escritas con sangre. Aquí, cerca de esa co­rriente de agua pura cayó Inés bajo el pu­ñal del asesino, y la tradición dice que las manchas obscuras que hay en la piedra son de su sangre inocente, que no se ha podido borrar.


       El triunfo de Don Pedro fue tardío para sus amores. En su desesperación escribió la página más romántica de todos los amores, haciendo coronar a su esposa muerta. Bajo su mirada se esculpió la estatua de ella que está, desfigurada y borrosa, sobre su sepulcro en el monasterio de Santa Ma­ría de Alcobaca, donde reposan los dos, co­locados de «modo—reza la crónica—que al despertarse el día del Juicio su primera mirada sea una mirada de amor».
       El ambiente de Coimbra no ha sido pro­picio a las preclaras mujeres. Aquí, donde reposan las cenizas de la reina Santa Isa­bel, murió también la infeliz doña Juana la Beltraneja, jurada heredera del trono de Castilla, y víctima de pasiones ambi­ciosas que no respetaron su corazón ni el honor de los suyos. Aquí sufrió el martirio doña María Téllez, por orden de su herma­na Leonor, elevada al trono por el amor de un rey, y con cuya figura ha compuesto Marcelino Mezquita uno de los dramas his­tóricos más interesantes. Está Coimbra lle­na de recuerdos de mujeres célebres y de tradiciones románticas, pero ninguna con­mueve tanto como esa historia de amor desventurado, que recordada al lado de la Fuente de los Amores hace experimentar ese escalofrío de pavor que se siente ante todo lo irremediable.
       La poesía del lugar cautiva, y creemos que es esta la misma agua mensajera de amor, y no aquella que hace tantos siglos fue a perderse en el mar. Son los mismos árboles, las mismas piedras, las mismas plantas, para nuestro sentimiento. Es un milagro del amor borrar así la distancia de los siglos y aproximar a nosotros las figu­ras. Hay, indudablemente, una vida eter­nal para los que supieron apartar sus co­razones de la vulgaridad y conquistar un puesto en el cielo de los amantes fieles.


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