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lunes, 3 de agosto de 2015

Desayuno con diamantes, 47



PECADORES


      Muchos de los nombres, que configuran hoy la extensa nómina de la mejor narrativa breve mejicana, iniciaron su andadura en la década de los 70, aunque su labor literaria, tan variada como rica, se acrecentaría en la siguiente, con una característica común: la fuerza de una individualidad que les llevaría a ensayar posturas literarias que supusieron una ruptura con todo lo anterior, pese a que algunos jóvenes volvieron la vista a la sabiduría de maestros como José Agustín, Gustavo Sáinz o Parménides García Saldaña. Quizá por esto, de la amplia muestra surgida, muchos de ellos reivindicaron la recuperación de los procedimientos del cuento clásico, la economía anecdótica, la concreción y la intensidad final en la historia narrada, además de esa experimentación que llevó a reproducir, entre otros aspectos, una interesante adecuación del lenguaje popular con una clara denotación al ambiente social o la mentalidad fragmentada de aquellos barrios populares, en zonas periféricas de las grandes ciudades, incluso denotar ese lado oculto de una prosa mejicana que desvela aquella otra realidad. Por consiguiente, la mayoría de los cuentos publicados por entonces se caracterizaban por una libertad de imaginación y de construcción que, décadas después, patentiza ese afán de experimentación o la capacidad de dinamizar un género que se debate, desde siempre, en permanentes conflictos conceptuales. Muy alejados de los temas convencionales del realismo social, el tipismo de ciertos personajes pintorescos, los temas de la Revolución o una intención política, la mayoría de estos narradores, David Toscana, Juan Villoro, Ignacio Padilla y Jorge Volpi, provienen de una formación social e intelectual distinta que incluye, el cine y la televisión.
        El caso de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es significativo por la proporción que ha ido alcanzando su obra, tan rica como variada: cuento, novela, ensayo e incursiones en el mundo de la narrativa infantil y juvenil. Sus primeros libros recibieron muestras de admiración y reserva por parte de la crítica mejicana porque, en algunos de sus textos, permanecían vivas algunas de las huellas de la literatura de la Onda, aunque como ha demostrado más tarde, sólo se apreciaba esto indirectamente en la temática juvenil, algo que el autor promovía con respecto al tratamiento psicológico de algunos de sus personajes. Sus cuentos, no obstante, logran crear una atmósfera sugestiva y están repletos de alusiones y elipsis que conducen a un estilo mesurado que lleva a su narrativa al virtuosismo más pleno. Otra de las singularidades de su narrativa breve es su voluntaria caracterización por ofrecer individualidades,  personajes solitarios que pueblan, con su actitud, un universo muy variado. Se mueven en escenarios tan reconocibles como alternativos, aunque la segunda, y más importante, caracterización para su prosa sería su extraordinaria capacidad para dotar con esa voz única unos relatos que se articulan en un mismo sentido literario, la reflexión, en primera persona, para explorar, cómo podrían hablar en cada momento estos seres inventados.
        La producción cuentística de Villoro refleja esa dedicación del escritor al género y la madurez con que ha llegado en su última entrega Los culpables (2008). En sus anteriores colecciones, El mariscal de campo (1978), La noche navegable (1980), El cielo inferior (1984), Albercas (1985), Tiempo transcurrido (1986), la selección La alcoba dormida (1992) y La casa pierde (1999),  Villoro se negaba a buscar la trascendencia a través del acto puro de contar historias; es decir, no se deben narrar grandes verdades, ni crear grandes héroes explícitos o implícitos, los personajes son meras caricaturas de falsos héroes porque los protagonistas de sus historias se enfrentan diariamente al aburrimiento, al fracaso y al vacío. «Cambio de estado y ansiedad metafísica», son dos de las características señaladas por Álvaro Enrigue a propósito de los cuentos de Villoro, o la aseveración formal de que  «todo tránsito supone una voluntad de liberación». En los seis cuentos de Los culpables pueden rastrearse muchas de estas características señaladas, sus personajes vuelven a estar solos, han dejado de ser quienes eran, muestran esa división que les conducen a reintegrarse en una sociedad jerarquizada, así se cuentan los pecados de un cantante de rancheras que debe reconciliarse con su sexualidad, un agente, transeúnte habitual de los aeropuertos, debe alcanzar su estabilidad emocional no perdiendo más vuelos, un futbolista mediocre sacrifica a su equipo por una amistad, dos hermanos enfrentados se salvan de un amor escribiendo un guión que los convertirá en monstruos, un viajero adopta una iguana y paga una antigua deuda sexual, y un limpiador de cristales tiende, inexcusablemente, al suicidio; y, en el séptimo, en realidad, una nouvelle «Amigos mexicanos» un periodista yanki vuelve a México para escribir sobre la esencia misma del país, para ensayar una vuelta de tuerca, porque Villoro juega y distorsiona esa visión de lo «mexicano» que se tiene desde el exterior, ofrece la mirada ajena que le proporciona al escritor la excusa para contar, desde otra perspectiva, el morbo con que se buscan otras historias en su país, como por ejemplo, la violencia.



      Villoro levanta con Los culpables ese vuelo metafórico que ha caracterizado a su literatura breve, la complejidad de su estilo deja paso a una estructura menos esotérica, acelera el ritmo de sus textos que se vuelven más concretos, precisa el sentido con que quiere matizar las cuestiones planteadas, aunque reflexiona y explora y, sobre todo, transforma su lenguaje, imprime ese matiz de oralidad señalada, emerge una voz narrativa fuerte en primera persona y, a través de su prosa caracterizada de metonimia poética, favorece la actitud de sus personajes hasta envolverlos en una espiral de preguntas y respuestas que se concretarán en la realidad de unas casualidades, porque, entre otros muchos contratiempos, todos han pasado por unos momentos de transición y consiguen desprenderse de ese pecado cometido, del que la sociedad los absolverá definitivamente.
        Como en otros casos anteriores, en la mayoría de estos relatos, el sentimiento de amargura es una estrategia y un acierto en la prosa de Villoro, esa suma de sutilezas alcanza a unos personajes que, ahora, necesitan descubrir una verdad y, el autor, aunque se trate de un gesto ridículo, debe al menos salvarlos. Los culpables, esos mejicanos que viven una realidad actual, sobreviven, gracias a la literatura, en otra dimensión paralela que al lector nos sirve para dejar constancia de los encuentros y desencuentros de su propia existencia. 

Juan Villoro, Los culpables; Barcelona, Anagrama, 2008.


2 comentarios:

  1. Lo lei y releí hace poco tiempo y me pareció maravilloso

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  2. Es verdad, Antonio, la prosa de este mejicano sorprende con cada entrega.

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