LAS PUPILAS DE
AL-MOTADID
I
La luna se elevó majestuosamente,
semejante a un escudo de plata enrojecida sobre las lejanas colinas cubiertas
de cipreses, y en la cúpula del firmamento fueron adquiriendo relieves
precisos y nítidos contornos metálicos, algunos cirrus, esparcidos y dispersos
como frágiles vellones de humo blanco en la indolencia serena y suave del azul
profundo y cristalino de los diáfanos cielos de Oriente.
La marmórea terraza, perfumada por el
aliento tibio y húmedo, casi humano, de los últimos rosales, resplandeció de
súbito, en una fúlgida alborada de plata y nieve, bajo la fantasmagoría de
aquella pálida luz del plenilunio, que al filtrarse entre los encajes y los
alicatados de los arcos, parecía descender, trémula de emoción, con ana suavidad
religiosa, a través de mórbidos velarlos de misterio.
Las rosas fueron adquiriendo vivas tonalidades
de rojos terciopelos, y semejaban, bajo el encanto melancólico del lugar,
extrañas copas desbordantes de sangre.
Las pálidas campanillas, cayos cálices
hechos de fragilidad y de ¿asueno, llamaron los poetas: “álitos de Luna en
flor”, se abrieron estremecidas, a la mística evocación de la luz, como
maravillosas y encantadas florescencias de nacaradas madreperlas.
La noche entera tenía, en el recogimiento
de las frondas y en el silencio marmóreo de los patios del Alcázar, ana poesía
grave y profunda, de fascinaciones inauditas,
El Califa Al-Motadid, exploró ansiosamente
desde la florida terraza la vasta y cóncava serenidad de los cielos
estrellados.
Una insólita tristeza milenaria se agudizaba
en sus grandes ojos taciturnos, dándole a la voracidad de su mirada inescrutable,
como un abismo sin fondo, y devorador como el incendio de un volcán, todos los
múltiples y acerados reflejos de esas bellas y finas armas que los espaderos de
Damasco cincelan, bruñen y esmaltan como las joyas más dignas de fulgurar en
el esquelético seno de la
Muerte.
Se decía que en la impenetrabilidad de
aquellas miradas, Dios había encerrado uno de sus más grandes e irrevelables
misterios.
Los campesinos afirmaban, temblando de
pavura, que bajo su influjo las tierras más fértiles se tornaban estériles, y
los árboles más frondosos se secaban, hasta en sus más ocultas raíces, como
bajo la fulminación sulfúrica y tempestuosa del rayo.
Algunos astrólogos aseguraban que ante el
brillo sobrehumano de aquellos ojos, la madre Noche había engendrado en sus entrañas de
sombra dos nuevas y lejanas estrellas.
Era punto de fe en todos sus dominios que
el Califa Al-Motadid veía aun con las pupilas cerradas, y que sus párpados, por
el largo ejercicio de aquella mirada, habían adquirido una transparencia de
gasa.
El Califa conocía el mágico poder de sus
ojos, el dominio que tenían sobre todas las cosas y la sugestión y hasta la
servidumbre a que obligaban a todos aquellos que se atrevían a contemplarlos.
Y para que en toda hora y en todo tiempo
resaltase imperiosamente su deslumbrante fulgor, había abolido por completo de
sus regias vestiduras, los colores vivaces, los ornamentos de seda, las
franjas de plata y los flecos de oro.
Un amplio albornoz de un negro fosco y duro,
envolvía majestuosamente su grácil y esbelta figura, como un manto de eternidad
y de sombra.
Su cuerpo, así envuelto, asumía un no sé
qué de inmaterial, de casi impalpable...
Parecía una sombra emigrada de un fabuloso
reino de ilusiones y de ensueños, para subyugar a los hombres con la luz extraña
y sugestiva, dominadora y fascinante de sus grandes ojos crueles.
El sabio Yusef ben Moawia, aquel que por
su gran elocuencia era llamado por los doctos del Yrak, el perenne manantial de oro, llegó desde la obscuridad de su retiro
lejano a la Corte
del Califa, con objeto de visitarle.
Conocedor de la obsesionadora influencia
de los ojos de Al-Motadid, quiso presentarse a su vista en una mañana en que
la suavidad del alba diluía en el cielo su plata más clara y su azul más puro.
El sabio, después de largas horas de meditación,
había pensado al partir:
Los prodigiosos ojos dominadores no podrán
lucir con toda su intensidad bajo la deslumbrante claridad del cielo.
Mas apenas llegó a la presencia del Califa,
no tuvo más remedio que inclinar agobiado la frente y comprimir los párpados
con sus manos, con aquellas manos rugosas y amarillas como los viejos
pergaminos sobre los que tantas veces había visto azulear la luz de la aurora,
en sus largas vigilias de estudios y meditaciones.
Mas los amplios y claros cielos del alba
no tenían poder ninguno sobre los ojos del Califa, porque éste, para recibir
con todo honor al sabio, había querido darle audiencia en el maravilloso salón
llamado “El milagro de los ojos”, una vasta sala recamada de sedas negras,
con el trono de mórbidos terciopelos del mismo color.
Al-Motadid, envuelto majestuosamente en
el amplio albornoz de velos obscuros, que adensaba en sus pliegues toda la
fosca tristeza de la sombra, dilatando sus bárbaros ojos, en una expresión de
dominio, dijo a Yusef ben Moawia:
—Aquí me tienes ya, en mi propia luz,
¡oh, docto entre los doctos!.., ¡Habla!...
—¡Deja que me sustraiga antes del poder
de tus ojos, y hablaré!...—repuso con voz grave y sentenciosa, en la cual se
insinuaba ya un estremecimiento de terror, el sabio del Yrak.
Y el Califa repuso lentamente, dando a
sus palabras agudezas de estilete, y agrandando más el dominio negro y
centelleante de sus pupilas:
—Tú debes sentir ya, hasta en lo más
profundo de tu alma, el fuego devorador de mis ojos. Mi mirada quema toda tu
sabiduría. Tu pobre y mísera ciencia no puede ni sabe penetrar en el misterio
de mis papilas...
—¡Oh, Al-Motadid, Emir de todas las luces,
hoy mi sabiduría se ha consumido ante tus ojos, y solo de ella quedan
pavesas!... Tu fuego la ha abrasado, y tu aliento la dispersa, como el viento
del desierto barre las últimas cenizas de las fogatas de las caravanas.
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