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martes, 11 de diciembre de 2018

Las novelas cortas de Francisco Villaespesa


EL MILAGRO DEL VASO DE AGUA

I

       El viejo y altivo castellano, arrodillado devota­mente a las plantas del Santo Ermitaño, narraba con sincera y profunda emoción todo el trágico y llameante desastre de su vida; de aquella larga y tempestuosa existencia consagrada por completo a los más crueles y satánicos cultos del Vicio y del Crimen.
       Sus manos feroces y acerbas de zarpa se cruza­ban, ahora, sobre el pecho; en un ademán supli­cante de fervorosa imploración, o se tendían des­esperadas, al cielo, trémulas y angustiosas, en el supremo naufragio de sus últimas esperanzas.


      En las tinieblas relampagueantes de sus pupilas sanguinarias, parecían abrirse nacientes y remotas claridades, como si en su fondo comenzaran a alborear los azules y vagos reflejos de una tácita y milagrosa aurora de paz y de consuelo inefa­bles.
       Y por su voz, autoritaria y áspera, como forjada a martillazos sobre el hierro más duro, pasaban, a veces, rápidos enternecimientos de armiño, sua­vidades y frescuras desconocidas, algo así como el aroma purificador y embrionario de una promesa de primavera...
       De cuando en cuando se detenía tembloroso y espantado, como si de súbito, a la material evoca­ción de cada nuevo episodio, sus ojos se desven­dasen y por primera vez sintieran todo el horror y todo el vacío del tenebroso e insondable abis­mo, en el que se fueron hundiendo, uno tras otro, sus días fugitivos y estériles, arrebatados por el frenético torbellino de las pasiones más violentas.
       El Santo Ermitaño, sentado en tosco y misera­ble escabel de madera, le oía inmóvil, impertur­bable, en la augusta serenidad de su recogimiento, con los codos apoyados sobre las rodillas, y con la frente, pálida y mustia de meditaciones, reclinada en la eucarística blancura de sus manos escuálidas y exangües.
       Era flaco, enjuto y retorcido, como si estuviese formado por las más hondas, puras y ocultas raí­ces de la oración y de la abstinencia.
       Una luminosidad suave y penetrante parecía fluir de todo su ser, espiritualizando la severidad ascética de sus facciones, magnificando con su esplendor de fastuosas púrpuras imperiales la mi­seria sórdida y raída de su pobre sayal de esta­meña, y dando a la transparencia azul de sus mi­radas un divino fulgor de cielo en éxtasis, como si en su interior ardiesen, alimentadas por la fe más ardiente, todas las maravillosas y perennes lámparas de la vida.
       Bajo la apoteosis dorada y purpúrea del cre­púsculo, en la paz inefable y mística de la hora, por los rústicos senderos, floridos de penumbras, resonaban piadosamente las lentas y acompasadas salmodias de los peregrinos.
       Austeros y graves, apoyados en sus santos bordones, y flotantes al viento las luengas guedejas desgreñadas, ascendían en largas filas, hasta la cumbre frondosa y abrupta, donde, entre el verdor húmedo de los álamos, albeaban los altos y esbel­tos muros del milagroso santuario.
       Por las enmarañadas laderas del monte, por las cañadas olorosas y fértiles, y a lo largo de las ri­beras pródigas del río, los pastores dirigían al aprisco sus ganados, entre silbos de hondas, balar de corderos, ladridos de mastines y trémulos y mu­sicales desgranamientos de flautas y zamponas...
       Las ovejas, envueltas en la indecisa polvareda crepuscular, descendían por las herbosas vertien­tes, ramoneando en las zarzas y en los saúcos de los vallados y de las cercas, husmeando en los ma­torrales, y sonorizando el silencio con el claro y agudo temblor de plata y de cristal de las esquilas tambaleantes...
       Los peregrinos paseaban lentamente entre ellas, con las manos extendidas derramando bendicio­nes; ahuyentando, con la santa eficacia de sus conjuros, todas las plagas y todos los maleficios que descienden sobre los rebaños.
       Sus voces se derramaban en la brisa como un perfume de santidad:
       —¡Que el divino y blanco cordero, que bala en los puros y fuertes brazos del Bautista, impida que los agudos dientes del lobo y las terribles ga­rras de la pantera, que rondan por la noche en torno de los rediles, se claven en vuestras nucas!
       —¡Que la casta y alba paloma del Santo Espí­ritu ahuyente y ciegue con sus fúlgidos triángulos de luz a las águilas rapaces y a los inmundos que­brantahuesos, cuyas curvas y afiladas uñas, anhe­lan ensangrentar la candida blancura de vuestros suaves vellones!
       —¡Que las rastreras víboras del estío no viertan en vuestras venas la corrosiva ponzoña de sus mor­tales aguijones, cuando sesteéis a la sombra de los benditos árboles que alegran la amarillenta aridez de los rastrojos!
       —¡Que nunca os falte la frescura del agua en las barrancas, ni la hierba del Señor en las praderas!
       —¡Que ninguna epidemia os diezme, ni los alu­des que ruedan de las altas cimas os arrastren al fondo de los negros precipicios!
       —iQue los blancos y rubios serafines que custo­dian las heredades, os libren del mal de ojo y del pernicioso influjo de esas malas gentes que atraen la desgracia por dondequiera que proyectan su sombra!
       —¡Que vuestras ubres, repletas y desbordantes siempre de la más pura y sabrosa leche, alimenten solo buenos cristianos, temerosos de Dios, y que vuestros finos vellones, hilados en ruecas de plata por manos de vírgenes princesas, cubran las místicas desnudeces de los santos en los altares perfu­mados con mirra, áloe e incienso, y abriguen a los humildes de corazón que buscan un refugio en la casa de Dios!...
       —¡La bendición del Señor y todos los dones del Cielo caigan perennemente sobre vuestras cabezas y las de vuestros dueños!

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