EL
MILAGRO DEL VASO DE AGUA
I
El viejo y altivo castellano, arrodillado
devotamente a las plantas del Santo Ermitaño, narraba con sincera y profunda
emoción todo el trágico y llameante desastre de su vida; de aquella larga y
tempestuosa existencia consagrada por completo a los más crueles y satánicos
cultos del Vicio y del Crimen.
Sus manos feroces y acerbas de zarpa se cruzaban,
ahora, sobre el pecho; en un ademán suplicante de fervorosa imploración, o se
tendían desesperadas, al cielo, trémulas y angustiosas, en el supremo
naufragio de sus últimas esperanzas.
En las tinieblas relampagueantes de sus pupilas sanguinarias, parecían abrirse nacientes y remotas claridades, como si en su fondo comenzaran a alborear los azules y vagos reflejos de una tácita y milagrosa aurora de paz y de consuelo inefables.
En las tinieblas relampagueantes de sus pupilas sanguinarias, parecían abrirse nacientes y remotas claridades, como si en su fondo comenzaran a alborear los azules y vagos reflejos de una tácita y milagrosa aurora de paz y de consuelo inefables.
Y por su voz, autoritaria y áspera, como
forjada a martillazos sobre el hierro más duro, pasaban, a veces, rápidos
enternecimientos de armiño, suavidades y frescuras desconocidas, algo así como
el aroma purificador y embrionario de una promesa de primavera...
De cuando en cuando se detenía tembloroso
y espantado, como si de súbito, a la material evocación de cada nuevo
episodio, sus ojos se desvendasen y por primera vez sintieran todo el horror y
todo el vacío del tenebroso e insondable abismo, en el que se fueron
hundiendo, uno tras otro, sus días fugitivos y estériles, arrebatados por el
frenético torbellino de las pasiones más violentas.
El Santo Ermitaño, sentado en tosco y
miserable escabel de madera, le oía inmóvil, imperturbable, en la augusta
serenidad de su recogimiento, con los codos apoyados sobre las rodillas, y con
la frente, pálida y mustia de meditaciones, reclinada en la eucarística
blancura de sus manos escuálidas y exangües.
Era flaco, enjuto y retorcido, como si
estuviese formado por las más hondas, puras y ocultas raíces de la oración y
de la abstinencia.
Una luminosidad suave y penetrante
parecía fluir de todo su ser, espiritualizando la severidad ascética de sus
facciones, magnificando con su esplendor de fastuosas púrpuras imperiales la miseria
sórdida y raída de su pobre sayal de estameña, y dando a la transparencia azul
de sus miradas un divino fulgor de cielo en éxtasis, como si en su interior
ardiesen, alimentadas por la fe más ardiente, todas las maravillosas y perennes
lámparas de la vida.
Bajo la apoteosis dorada y purpúrea del
crepúsculo, en la paz inefable y mística de la hora, por los rústicos
senderos, floridos de penumbras, resonaban piadosamente las lentas y
acompasadas salmodias de los peregrinos.
Austeros y graves, apoyados en sus santos
bordones, y flotantes al viento las luengas guedejas desgreñadas, ascendían en
largas filas, hasta la cumbre frondosa y abrupta, donde, entre el verdor húmedo
de los álamos, albeaban los altos y esbeltos muros del milagroso santuario.
Por las enmarañadas laderas del monte,
por las cañadas olorosas y fértiles, y a lo largo de las riberas pródigas del
río, los pastores dirigían al aprisco sus ganados, entre silbos de hondas,
balar de corderos, ladridos de mastines y trémulos y musicales desgranamientos
de flautas y zamponas...
Las ovejas, envueltas en la indecisa
polvareda crepuscular, descendían por las herbosas vertientes, ramoneando en
las zarzas y en los saúcos de los vallados y de las cercas, husmeando en los matorrales,
y sonorizando el silencio con el claro y agudo temblor de plata y de cristal de
las esquilas tambaleantes...
Los peregrinos paseaban lentamente entre
ellas, con las manos extendidas derramando bendiciones; ahuyentando, con la
santa eficacia de sus conjuros, todas las plagas y todos los maleficios que
descienden sobre los rebaños.
Sus voces se derramaban en la brisa como
un perfume de santidad:
—¡Que el divino y blanco cordero, que
bala en los puros y fuertes brazos del Bautista, impida que los agudos dientes
del lobo y las terribles garras de la pantera, que rondan por la noche en
torno de los rediles, se claven en vuestras nucas!
—¡Que la casta y alba paloma del Santo
Espíritu ahuyente y ciegue con sus fúlgidos triángulos de luz a las águilas
rapaces y a los inmundos quebrantahuesos, cuyas curvas y afiladas uñas, anhelan
ensangrentar la candida blancura de vuestros suaves vellones!
—¡Que las rastreras víboras del estío no
viertan en vuestras venas la corrosiva ponzoña de sus mortales aguijones,
cuando sesteéis a la sombra de los benditos árboles que alegran la amarillenta
aridez de los rastrojos!
—¡Que nunca os falte la frescura del agua
en las barrancas, ni la hierba del Señor en las praderas!
—¡Que ninguna epidemia os diezme, ni los
aludes que ruedan de las altas cimas os arrastren al fondo de los negros
precipicios!
—iQue los blancos y rubios serafines que
custodian las heredades, os libren del mal de ojo y del pernicioso influjo de
esas malas gentes que atraen la desgracia por dondequiera que proyectan su
sombra!
—¡Que vuestras ubres, repletas y
desbordantes siempre de la más pura y sabrosa leche, alimenten solo buenos
cristianos, temerosos de Dios, y que vuestros finos vellones, hilados en ruecas
de plata por manos de vírgenes princesas, cubran las místicas desnudeces de los
santos en los altares perfumados con mirra, áloe e incienso, y abriguen a los
humildes de corazón que buscan un refugio en la casa de Dios!...
—¡La bendición del Señor y todos los
dones del Cielo caigan perennemente sobre vuestras cabezas y las de vuestros
dueños!
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