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jueves, 30 de mayo de 2019

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EL ALMA ESLAVA

                              
               El viaje, título del último libro de Sergio Pitol (Puebla, 1933), no deja lugar a dudas acerca de su contenido y se nos presenta como el recorrido realizado por el escritor mejicano durante la primavera de 1986, siendo embajador de su país en Checoslovaquia, por tierras de la Unión Soviética y, concretamente, por la república de Georgia, región del Caúcaso a donde había sido invitado por la Asociación de Escritores. En una primera aproximación, el espíritu de la perestroika planea por estas páginas y cuantifica la esperanza y las incertidumbres que la criatura de Gorbachov produciría entonces sobre el régimen soviético y su confederación. « Por todas partes había brotes de vida. Era una consagración de la primavera (...)—puntualiza el escritor. Pitol invita, aún años después, al lector a presenciar el deshielo político, económico y espiritual de esa potencial mundial que fuera la URSS. Tras unos fundamentados equívocos, Moscú y Leningrado fueron, inicialmente, sus primeros destinos geográficos y más tarde Tiflis; aunque son, también, el recorrido personal y literario que el escritor realiza en los quince días del viaje y cuyos datos anota en un diario o cuaderno que se convierte en el relato testimonial de un momento histórico que, sin intuirlo entonces, hoy sirve de documento social y narrativo.
               Cuestionándose, con esa duda irreflexiva que asalta a los escritores, una, otra y muchas veces más una omisión en sus textos sobre la ciudad de Praga, rememorando  sus recuerdos y algunos escritos la capital checa, una ciudad que tangencialmente tanto le abrumaría entonces como le ha perturbado siempre al escritor, envuelta siempre en las sombras omnipresentes de sus días pasados en ella, es tal la magia de la ciudad, a donde el diplomático había llegado en la primavera de 1983, que nunca y hasta el presente había logrado su propósito inicial: escribir sobre ella;  no realizar un ensayo de politólogo—como él mismo afirma—sino una crónica literaria en clave menor. A partir de esta pregunta, y en una larga introducción evocadora, iniciará un recorrido por lo que él mismo califica «el país de las grandes realizaciones y los horribles sobresaltos» en realidad, su descubrimiento sobre Rusia, su cultura y sobre todo su literatura, para contar, a través de vivencias íntimas, la reconstrucción de textos históricos, anotaciones literarias, anécdotas y tragedias humanas, la recreación del alma eslava que se convierte, por la prosa del mejicano en un fabuloso relato, también, la descripción de ciudades literarias, Moscú y Leningrado, pero sobre todo Tiflis, la capital de la república de Georgia que «se había hecho célebre de pronto por el tono subversivo de su cine, y se la consideraba como una de las plazas fuertes de la perestroika, palabra que denotaba la transformación iniciada por Mijaíl Gorbachov en la URSS». Un diario pormenorizado que se inicia un 19 de mayo y se cierra un 3 de junio. Intercalados, testimonios como los de «La carta de Méyerhold» y el impresionante «Retrato de familia», referido a la escritora Marina Tsvietáieva, calificada por Irma Kúdrova como «el astro más brillante en el firmamento de la poesía rusa del siglo XX». Nacida en Moscú permanecería en Rusia hasta 1922, año en que emigró a Berlín para encontrarse con su marido, Sergéi Efrom, un oficial de la Guardia Blanca. Vivió los años gloriosos de la emigración rusa, primero en Checoslovaquia y más tarde en Francia. Su regreso a la URSS en 1939 se convirtió en la constatación desoladora de una realidad distinta a la vivida anteriormente. Víctima de las represiones de las nuevas autoridades se suicidaría en 1941, dejando una interesante obra que abarca diversos géneros: relato, poesía, ensayo y, sobre todo, un espléndido diario y abundante correspondencia.
               Dos delirios, además, de la niñez del escritor, completan estas vivencias, «Peces rojos» e «Iván, niño ruso». Una suerte de claves que justifican, siempre, el viaje emprendido por el escritor, al menos en sus últimos libros. Memorias, lecturas, realidades históricas con visos de incertidumbre, acta que levanta un severo juez que vigila unos hechos no menos trascendentales que se han prolongado a lo largo de los años vividos por el escritor, casi dos décadas después. De todo resulta, pues, un doble viaje: el del escritor por una parte y el del lector que asiste al proceso y proyecto elaborado por el narrador: una literatura polifónica, como ha sido definida su escritura, un narrador de ciudades mestizas y de ciudades invisibles, de prolongada conversación: con el tiempo y el espacio, con la geografía y el paisaje, con los autores leídos, estableciendo un monólogo interior del que se sirve el autor para constatar que «todo está en todas las cosas», pero, sobre todo, la muestra inequívoca de que Pitol siempre ha huido de las ataduras del sedentarismo y su nomadismo por la vieja Europa le ha llevado a emprender esa travesía donde las ideas se convierten en una forma de vida y en las reminiscencias de esta misma, en las admiraciones por los grandes escritores, traducidas en nostalgias y premoniciones que se convierten, evidentemente, en literatura, es decir, «en elegantes reflexiones filosóficas, moralidades, crónicas personales, obsesiones y devociones—como señala el crítico Echevarría—». Pero sobre todo, como ha llegado a afirmar el propio escritor: «Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música que ha escuchado, las calles recorridas y las ciudades visitadas. Uno, también, es su niñez, su familia, los exiguos amigos, algunos amores, bastantes molestias. Uno es una suma mermada por infinitas restas». 
               En realidad, «La imaginación aplica verdades que rigen el organismo social y al hacerlo convierten lo narrado en ficción (...) La pluma del narrador revela aquello que sirve para sentir la pulsión de toda una época»—escribía Pitol acerca de sus planteamientos sobre ficción y realidad. El libro, por consiguiente, pone de manifiesto el alma eslava o acaso el alma rusa del escritor después de media vida en embajadas y agregadurías culturales y sobre todo recoge opiniones sobre los escritores rusos de su preferencia: Gógol y Chejov, sobre quienes había escrito en El arte de la fuga (1996), Pasión por la trama (1998) y Soñar la realidad (1998), pero, también, sobre Bely, Pilniak, Bajtin o Bulgákov, Shklovski o Lérmontov, aunque en este libro, y casi como si de un auténtico ensayo se tratara, la terrible evocación de la Tsvietáieva y su mundo. Con este libro Pitol —en palabras de Hugo Valdés—sabe identificarse con el mundo viajero. Da un paso adelante, puesto que, este diario muestra a un escritor en torno al cuál convergen como si de una espiral se tratara, la evocación íntima y la referencia literaria; la revelación de la memoria, el misterio cotidiano que se percibe entre la vigilia y el sueño, el apunte sociopolítico e incluso los paisajes que la retina guarda en la memoria, incluidos los parabienes y los sinsabores. Este, como su escritura más reciente, es un sitio de suerte o extravío donde aunando el mayor de sus esfuerzos el autor aspira a ser diluido dentro del proceso narrativo, tal vez porque cualquier división establecida puede considerarse como un autoaprendizaje que pueden llevar a la consecución de una estética final.
                Al final merece la pena quedarnos con el mensaje último del libro, el relato de «Iván, el niño ruso», con cuya historia se cierra esta especie de ¿ensayo?, ¿diario?, ¿informe diplomático? ¿divagación literaria? ¿autobiografía oblicua?, quizá nada más allá de lo que pueda verse en los cuadernos de un viaje en el tiempo, cuando muchos años después, siendo adulto el autor, es capaz de afirmar que nuestras identificaciones sólo son válidas cuando parecen auténticas verdades.






SERGIO PITOL
EL VIAJE
Anagrama, Barcelona, 2001, 166 pp.

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