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domingo, 4 de junio de 2017

Hoy tomo café con…



Yolanda Regidor

        La espina del gato (Berenice, 2017) es una novela ambientada en el Madrid de la guerra civil, que pronto se convierte en un emotivo relato visual y en un documento de absoluto rigor.


        Yolanda Regidor (Cáceres, 1970) se licenció en Derecho y cursó un máster en Psicosociología aplicada. Formadora ocupacional, trabaja como asesora jurídica y docente en proyectos de inserción sociolaboral. Debutó con la novela La piel del camaleón (2012), con Ego y yo, logra el Premio Jaén de Novela 2014. Ha sido novelista invitada en Medellín, Colombia, con motivo de la Fiesta del Libro y la Cultura, dentro del programa de interculturalidad Extremadura-Colombia. Su tercera novela, ambientada en el momento histórico de la Guerra Civil, acaba de aparecer en la editorial Berenice, 2017.

Parece que empezó a escribir por casualidad, ¿qué le llevó realmente a hacerlo?
        Supongo que el germen ya estaba ahí; quizá en un precioso cuento ilustrado de Caperucita, que es lo primero que recuerdo haber leído. Pudieron ser también mis caóticas lecturas desde muy joven: podía pasar de Poe a Delibes y de Goethe a Quevedo pasando por Henry Miller. Por entonces, de vez en cuando, escribía algunos textos cortos o aforismos; pero lo que realmente me llevó a hacerlo en serio fue algo muy poco serio: una apuesta. La gané y fue una sorpresa hasta para mí, pues nunca creí que fuese capaz de escribir, y menos aún novelas; siempre pensé que se requería mucha más paciencia que la que yo tengo. Pero al final resulta que es todo cuestión de instinto.

¿Debemos tender un firme nexo con nuestra realidad inmediata para escribir una novela?
        Inevitablemente siempre dejarás huellas de lo que estás viviendo o sintiendo en esos momentos, aunque solo sean pequeñas pinceladas aquí y allá; sin embargo, con lo ‘inmediato’ puede sostenerse un relato o un poema, pero nunca una novela. La narración larga requiere alejamiento, salir de tu ombligo y ver las cosas desde muchos ángulos distintos, meterte mucho más profundamente en pieles que no son la tuya e intentar, en un esfuerzo de empatía sostenida, expresarlo de modo que el lector haga lo mismo. La realidad de cada uno es demasiado cambiante y una novela te pide anclarte en su mundo durante mucho tiempo.

La piel del camaleón (2012) retrata a toda una joven generación de universitarios que quería vivir en absoluta libertad ¿ese era el ambiente social de los 90?
        Sí, pretendí reflejar el sentir de esa generación en la que estudiar una carrera era algo obligado porque, en muchos casos, suponía el sueño de unos padres que no habían podido hacerlo. Quise expresar esa sensación de desasosiego que surge por la incapacidad de cumplir; de esa culpa que, paradójicamente, arrastra a fallar aún más. En  esas circunstancias saber cambiar de piel como un camaleón es imprescindible, lo que conlleva el peligro de llegar a no saber quién se es realmente.

Ego y yo (2014), ¿nos propone describir del tormento de la primera madurez?
        Ego y Yo surge de la evolución natural del pensamiento. Si en la primera me planteaba la importancia de ser uno mismo, en esta otra lo cuestiono y escribo sobre nuestra necesidad natural de completarnos con naturalezas ajenas, de dejarnos llevar por nuestro diablo y descargar en él nuestros bajos instintos.



¿Qué ha cambiado en sus novelas para que el espejo en que se miran sus personajes sea tan diferente?
        La Guerra Civil era un tema que me atraía desde hace tiempo. El origen de ello está en las “batallitas” de mi abuelo, que cierto día dejaron de ser fábulas para mí y fui capaz de verlas en color, predominantemente en rojo sangre. Cuando tienes una revelación siempre te preguntas por qué no la has tenido antes, y eso la convierte en materia pendiente.

Sus novelas, calificadas de duras e inquietantes, ¿son cómo la vida misma?
        Escribo acerca de cuestiones que, de alguna forma, me han dejado huella o que me inquietan profundamente; pero aunque el tema pueda ser áspero, alterno de forma natural lirismo y crudeza, porque así es la vida. Dice un personaje de ‘Ego y Yo’ que las hojas de un árbol directamente iluminadas por el sol parecen blancas, y que solo sabemos que son verdes porque vemos las que están a la sombra. Y eso es algo que quizá tenga interiorizado en mi manera de ver las cosas.

Otra de sus características, esa vuelta de tuerca en sus historias, ¿para que nos obliguemos como lectores a cuestionarnos cuanto hemos leído hasta el momento?
        Exacto. Yo nunca estoy conforme con mis reflexiones; jamás las doy por cerradas porque siempre hay un paso más que se puede dar y te lleva a una conclusión distinta. Escribiendo trato de desmadejar, desafiando a mi propio criterio e intentando despertar igualmente ese apetito en el lector.

Se lo pregunto porque, La espina del gato (2017) no es otra historia sobre la guerra civil, ¿qué pretende con este retrato de una infancia marcada?
        Mi generación ha crecido en la completa ignorancia de unos hechos muy cercanos. Durante años se callaron muchas cosas, por miedo unos, por vergüenza otros; y eso ha tenido consecuencias ya no solo en la cultura histórica y política de este país,  sino en nuestra propia conciencia. Rápidamente todo nos ha caído muy lejano, y no hemos sido capaces de empatizar con nuestros abuelos. Quizá he pretendido compensar a destiempo.

¿Debemos entender que la anciana cuenta la “historia privada” de una niña que lo pierde todo y se convierte en una persona muy diferente?
        Es una historia de superación de adversidades, de adaptación al medio, de cómo algunas cosas permanecen de por vida cuando se han vivido en circunstancias extraordinarias, porque te despiertan y te apegas para siempre, como un patito a lo primero que ve al salir del huevo. Pero sobre todo, a través de su relato, ella descubre y nos hace descubrir la intemporalidad de los sentimientos y que el instinto de supervivencia y el miedo a la soledad son los motores que empujan,  -ahora y siempre, en guerra o en paz- a sentir, a dejar de sentir y a sentir de nuevo.

La primera parte del relato discurre en el Madrid de los primeros días de la guerra, y el encuentro con Ventura e Isidro desencadena una historia diferente, ¿resultaba obligado ese cambio de registro para ofrecer esa visión cruel de la contienda?
        Quería ofrecer una visión panorámica, global, entrelazada; del antes, del durante y del después. La narradora va haciendo un “zapping” entre sus recuerdos, de tal forma que es ella misma la que, mientras lo cuenta, cambia su propio registro, como si realmente volviese a meterse en la niña que fue – velada y feliz al principio, desamparada después-, en la mujer de mediana edad en la posguerra y en la octogenaria que es al momento del relato. Me interesaba mucho hacerlo así, porque creo que la intensidad de ciertos recuerdos nos llevan en ese lapso a ser quienes fuimos.

La segunda se aleja de la visión de ese registro infantil que regala usted al lector, candor e ingenuidad se pierden, y se añade crudeza y horror, ¿de qué manera intenta acentuar esa idea de un repertorio de pérdidas?
        La guerra supuso un quebranto para todos. Se malograron todos los prometedores planes de la incipiente clase media, la seguridad de la clase alta y las oportunidades para las bajas. Las pérdidas se suceden una tras otra de manera natural en un periodo muy corto de tiempo, pues una vez que estalla ya nadie sabe cómo ha sucedido ni de qué manera atajarlo; no se prevén las terribles consecuencias. La narradora nos advierte de cómo pueden cambiar las cosas que creemos inamovibles.

Los juegos están muy presentes en la novela, ¿el último juego que se proponen los niños resulta un auténtico guiño histórico?
        Sí. Planteo una situación que pudo darse fácilmente y que podría haber cambiado la Historia. La politización de los niños era muy grande en aquellos días y, para muchos, la frustración al acabar la guerra fue enorme porque los sueños de victoria se habían grabado a fuego durante tres años. Si a esto unes el odio hacia el enemigo y la impulsividad propia de la edad, lo raro es que no sucediera.

Esta novela ¿ha supuesto para usted un cambio de registro? ¿es una narración mucho más ambiciosa?
        El reto ha sido mayor, sí. No solo suponía cambiar mi estilo anterior por un relato más calmado de una narradora anciana, sino a su propio cambio de registro dependiendo del momento de sus recuerdos. He tenido que meterme en una octogenaria recordándose niña, mujer adulta y viviendo su momento presente.

Para no dejar mal gusto a lector, ¿es también una historia de amor frente a tanta crueldad descrita?
        Por supuesto. La base de toda la historia es la búsqueda del amor y su propio análisis acerca de cuál es el verdadero, porque se cuestiona si el que siente, tal vez, solo esté fijado por la imposibilidad de vivirlo.

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