SEÑAS
DE IDENTIDAD*
El tiempo todo lo descubre.
Tertuliano (Cartago, 155-230)
Recordar
es la única manera de detener
el tiempo.
Jaroslav Seifert (Praga, 1901-1986)
La historia de la
literatura española está plagada de tiempos y de recuerdos. El devenir subraya
la relatividad de los mismos, los convierte en un pragmatismo irresoluto
porque, entre otras intenciones, se pretende hacer un homenaje a la memoria. Se privilegia
un mundo pasado que el relato transforma en presente y por extensión en
perdurable. El recuerdo siempre permite recuperar los momentos efímeros en la
medida en que uno los ha asumido; y, en
otro sentido, también, se quieren justificar para así comprender en la
distancia ese tiempo pasado y, por extensión, interpretar el por qué del
presente.
Un
horizonte solitario, yermo,
deshabitado, vivencias derruidas o ruinas en mitad del paisaje, restos de vida,
virtualidad escrita de sentimientos desaparecidos o sensaciones olvidadas y
plasmadas en imágenes que se confunden con la escritura misma; pero hay un más
allá de la disposición de la palabra, entendida como esa flexión en sus
diversos empleos sintagmáticos; así, y
únicamente de esa manera, habrá
que entender este puñado de relatos titulados, Lugares abandonados (2007),
ordenados por Miguel
Ángel Blanco casi como si de un diario de observaciones se
tratara y en el que desde hace años ha ido acumulando las cosas de la vida,
como puede leerse en alguno de estos cuentos, incluso como afirman algunos de
sus personajes. Recuerdos que no necesariamente tienen un orden cronológico, ni
lo necesitan.
Cierta dosis de sincretismo caracteriza
a estos textos a caballo entre el microrrelato y el microtexto,
entendido el primero no como algo breve sino como esa eventualidad que lleva al
autor a precisar en un proyecto narrativo más amplio que, en el caso del
periodista Blanco, hubiera derivado en un artículo, alguna crónica o un ensayo
más extenso; el segundo alude a la creatividad porque el narrador utiliza y
acude a procedimientos que se convierten en auténtica literatura. Habrá que
distinguir, sin embargo, querido lector, una intencionalidad distinta en los
textos que siguen, por el exclusivo arte de su autor, y porque logran
convertirse en minificción, con ese requisito exigido de narratividad y
por muchos de los detalles correctamente enunciados que agregan a la
construcción uno o varios personajes, individuales y colectivos como una
entidad.
Una vez leídos en su conjunto, Lugares
abandonados, se convierten en microtextos con evidentes
características de ficción que cuentan una historia con una situación básica, a
veces tácita, con un incidente capaz de introducir cambios, modificaciones en
la conducta de los personajes, y con un final o desenlace, en ocasiones, sorpresivo y otras abierto porque, en
definitiva, Miguel
Ángel Blanco vuelve, una y otra vez, a la situación inicial,
característica esta que hace de sus relatos tremendamente actuales. Cuando
leemos estos textos, cuando insistimos en vislumbrar en ellos ese territorio y
esa libertad de escritura, solo entonces entendemos que algo ocurre con ese
carácter realista de propensión
experimental de los mismos, porque están escritos con un lenguaje mimético capaz de crear
configuraciones verbales, imágenes que difieren de un discurso cotidiano y se
transcriben llevando a cabo una auténtica reelaboración artística que nos lleva
a dimensiones diferentes.
Señas de identidad, restos de vida,
sensaciones olvidadas, sentimientos que se convierten en melancolía y una
sucesión de instantáneas que, como afirma el narrador Miguel Ángel Blanco,
cuando llueve sobre ellas lo hace en silencio, sorprendiéndonos con ese ruido
fuerte, quizá el más fuerte de todos los
ruidos. Huellas, sombras, triunfos, visiones y nostalgias, fronteras, fugas,
canciones y calles, lugares, en definitiva, donde doblegar para siempre el
silencio.
Pedro
M. Domene
Enero-Febrero, 2007
* Del libro, Lugares
abandonados, de Miguel Ángel Blanco
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