Mariángeles Pérez
Las dos princesas
A mi amiga del alma, Antonia
Las dos princesas llegaron a su torre particular. Por un momento se
miraron, sonrieron y pensaron que representaban al dramático Segismundo en su
más pura versión calderoniana.
Abrieron su pequeño equipaje sobre el
colchón colgante hacia el suelo, en aquella vieja casa que, según contaban,
había pertenecido al cura del pueblo. Volvieron a sonreír entre dulce y
amargamente porque para ellas se iniciaba una aventura abarrotada de preguntas,
de dudas y totalmente desconocida.
Algunos días antes, la princesa primera
había propuesto a la segunda compartir con ella su destino, compuesto por un
maletín básico de médico pero, y eso era lo más importante, un maletín que
rebosaba de ilusiones sueños y muchas, muchas esperanzas. La princesa segunda
no lo dudó ni un momento, aceptó el reto y juntas iniciaron ese viaje
desembarcando en un diminuto y encalado pueblecito situado a los pies de La
Alpujarra almeriense.
Con extrema curiosidad empezaron a
indagar por todos los rincones, intentado familiarizarse hasta con las zonas
más extrañas y fantasmales de aquella destartalada casa, no sintieron en ningún
momento miedo ni temor y no tardaron nada en sufrir un proceso de simbiosis con aquel entorno desconocido para ellas y que se
estaba convirtiendo, por momentos, en parte de sus vidas, formándose un lazo
tan fuerte que nada ni nadie podría atravesar jamás y que desembocaría, con el
tiempo, en el inmenso océano de la Amistad.
Llegó el momento de compartir, de salir,
de entrar, de observar, de conocer. Las vecinas se prestaron a ayudar y
colaborar portando los mejores manjares hechos con sus fuertes manos de
campesinas, como muestra de agradecimiento a esas dos princesas que, de forma
inesperada, habían ocupado su pueblo, pero que ellas acogieron expectantes, con
alegría y, sobre todo, con mucha, muchísima gracia.
Llegaron las noches en vela, las salidas
arriesgadas por oscuros y desconocidos caminos,
la asistencia a familias rotas, el trabajo duro y agotador, pero también
llegaron los paseos junto al río, el aroma de azahar de los naranjos alineados
y perdidos a la vista donde allí el cielo y la tierra parecen juntarse, las
puestas y salidas de sol que ellas observaban, cada vez que podían, comparando
sus similitudes y sus diferencias.
Compartían el guiso de lentejas puesto en
la misma lumbre que les servía para calentar su fríos pies durante las largas
noches de invierno, así como la ducha, algo rudimentaria e improvisada, que
consistía en un cubo de latón rebosante de agua, extraída con una jarra,
cayendo por sus suaves y jóvenes cuerpos.
Las dos princesas pasaban horas y horas
de la noche charlando hasta el amanecer, a veces discutían por cosas nimias
entendiendo que no en todo coincidían, que la vida les había dado una
oportunidad única de convivencia, lo que no significaba compatibilidad e
identidad de caracteres. Con personalidad más o menos definida ya apuntaban a
distintas y variadas formas de pensar, algo que no impedía, en absoluto, que
dentro de sus corazones se estuviera creando una semilla de amistad que iría
creciendo desmesuradamente, invadiendo su cuerpo, su alma y hasta lo más
profundo de sus corazones.
Pero, pasó un año y llegó el momento de la
separación, cada una de ellas debía volver a sus respectivos reinos, así estaba
establecido, rendir cuentas ante su padres, los reyes, demostrar que estaban
preparadas para afrontar y salvar el gran muro reforzadamente atrincherado que
les ofrecía la vida.
Sí, nuestras princesas se tuvieron que
separar, pero sus entrañables noches filosóficas junto al fuego, sus
madrugadoras salidas hacia lo desconocido, su vinculación a través de la
palabra y de los sentimientos desembocó en el mayor de los regalos para las
dos: LA AMISTAD.
Las dos princesas quizá se enamoraron,
tal vez tuvieron hijos, posiblemente arriesgaron y apostaron por la vida, o no.
Visualicemos el final más idóneo,
pensemos que pueden ser infinitos los acaboses
de los cuentos, optemos por la opción que consideremos más hermosa, más
romántica, más triste o más trágica. Para eso está la imaginación y la palabra
para poder poner punto y seguido o punto y final a nuestros cuentos, a nuestros
sueños, a nuestras ilusiones.
Y…la torre de
Segismundo quedó detrás, en un pequeño y entrañable pueblo a los pies de La
Alpujarra almeriense.
No hay comentarios:
Publicar un comentario