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miércoles, 25 de julio de 2018

Hoy tomo café con…


Daniel Múgica



       Daniel Múgica, escritor y director de cine, nace en 1967 en San Sebastián, y a lo largo de los treinta años de oficio ha realizado una extensa labor como columnista de opinión en los diarios El País, ABC, El Mundo y en diversas revistas, ejerciendo tanto de reportero como de entrevistador. Es tertuliano político de radio y televisión, conferenciante, director de cursos de escritura creativa de novela y guión. Su primera novela, En los hilos del títere, aparecía en 1988, la opera prima de un joven urbano, y una aproximación a la maldad, comprendida como una suerte de acontecimientos generados, aparentemente, desde una ciudad depredadora que van recorriendo diversos grupos de jóvenes a ritmo marcado por sus propias derrotas. Múgica se convertía así en un firme valor de la narrativa española, y confirmaba su inequívoca presencia en su siguiente obra, Uno se vuelve loco, editada por Planeta un año más tarde, Premio Ateneo de Sevilla. En esta ocasión, una misteriosa chica llamada Gloria muere repentinamente, y Max, su compañero, comprende que tras un año de convivencia no sabe nada de ella. Inicia una investigación que acabará por llevarle a un intrincado laberinto de sordidez y violencia. La turbia vida de la joven se entremezcla con su propio pasado lleno de trágicos episodios. De nuevo, Múgica describe una serie de hechos violentos, que envuelve la acción en nuevos misterios e incertidumbres. El autor emplea un lenguaje rápido y conciso, y describe el descarnado mundo por donde se mueven los protagonistas. Novela de gran fuerza expresiva, ágil y dramática. Le seguirían los títulos La mujer que faltaba (Planeta, 1993), La ciudad de abajo (Plaza y Janés, 1996), El poder de la sombra (Alfaguara, 1988), Corazón negro (Plaza y Janés, 1988), Malasaña (Plaza y Janés, 2000) o Bienvenido a la tormenta (Minotauro, 2014).  Autor del libro de relatos Mar Calamidad (Mondadori, 1990) y una saga juvenil que protagoniza Alba, que arranca con Alba y los cazadores de arañas, Alba y la maldición gamada, Alba y el recaudador de agua y Alba y el laberinto de las sombras (Anaya, 1995). Creador y guionista de La virtud del asesino (serie de RTVE, 1997), dirigió y escribió el largometraje Matar al Ángel (2003), así como Pepo (con Juan Diego y Emma Suárez) y Año Cero (TVE, 2001). Es autor de La habitación escondida (Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos, INAEM. 1993). Su novela más reciente, La dulzura, ha obtenido el XXXIII Premio Jaén de Novela 2017, la historia de la joven Gadea que desaparece el mismo día en el que, un 11 de marzo, en la estación madrileña de Atocha, los trenes estallan. Sus hermanas Estela y Malena la buscan, y también Judá, un escritor frustrado, enamorado de ella. Pero pasan las horas, los días, sin noticias de Gadea. Durante esa angustiosa búsqueda, los diversos personajes de la novela rememoran el tiempo pasado junto a ella, cómo influyó en sus vidas, y las circunstancias que propiciaron su internamiento en varios centros psiquiátricos

¿Cuando uno empieza a escribir lo hace siempre sobre posibles experiencias?
       Se tiende a transformar la experiencia más lo soñado, positivo y negativo, en ficción.

Una vez transcurrido el tiempo, literariamente hablando, ¿predomina más la emoción a la hora de plantear una historia? 
       En mi novela La dulzura (2017), para contar una historia de amor en un atentado, solo se podía encarar desde la emociones, a fin de lograr tres objetivos: un ritmo sostenido, que las palabras penetrasen el corazón del lector y que se leyese, pese a la tragedia, de una manera hermosa.

Desde una primera novela, En los hilos del títere (1988), con apenas veinte años, hasta La dulzura (2017), ya con cincuenta, ¿qué ha pasado?
       Las canas de lo vivido te convierten en más cauto y más atrevido en cualquier variante. No es una contradicción, se trata de mezclar con mimo el blanco y el negro que nos habita.



¿Y ese largo silencio literario, de alguna manera, se ha convertido en todo un proceso terapéutico?
       Me resultaba fácil escribir, así que decidí dejar de publicar para seguir escribiendo todos los días y encontrar la dificultad, y al trabajar desde el hallazgo reinventar mi prosa y añadir recursos propios a la técnica literaria.

En un principio, en su novela La dulzura, ¿debemos entender que exista mucha idea sobre el concepto del bien y del mal?
       No. Lo que predomina es la idea de la libertad y que el amor es hijo de la libertad. Los personajes se mueven en los territorios grises que se encuentran entre el bien y el mal, lo que nos hace humanos, lo que sentimos todos, al menos los que nos consideramos decentes desde la moral, en la acción.

Permítame preguntarle si, ¿detrás de toda tragedia hay algo hermoso?
       Sí. Me reitero. “La dulzura” es un ejercicio de hermosura. Estás triste, llegas a casa, tu pareja o tus hijos te abrazan, la tristeza mengua. Incluso la comedia nace de la tragedia, pues sin conflicto no hay novela. La hermosura es una ética y una estética capaz de desbrozar la senda de la pena.

¿El terrorismo debemos, o quizá pueda entenderse como un sentimiento humano?
       ¿El fanatismo asesino es un sentimiento humano? Nunca. Es la desviación más cruenta de lo humano donde los sentimientos no caben y cuyo único diálogo, el nuestro con ellos, en palabras de mi padre, es el de la escoba con la basura.

¿La referencia, inequívoca, a Pedro Casariego, es una deuda de amigo, o en realidad un tema colateral en su novela?
       Ambas, primando el homenaje a lo gigante de su poesía y a su figura bruñida de bondad.

La desaparición de Gadea se convierte en toda una reflexión para justificar la historia de La dulzura?
       No es atributo de una novela justificar nada. La desaparición del personaje protagónico, del que no se sabe si está viva o muerta, responde a la necesidad de contar cómo el amor recíproco que sienten los demás personajes hacia ella nos engrandece y nos hace vulnerables al mismo tiempo, una de nuestra más bellas contradicciones.



El lector debe entender que predomina una historia de amor en su faceta más amplia frente al drama de la barbarie terrorista?
       En efecto, es lo que sucede.

Gadea es, desde el principio, un personaje complicado, pero ¿la enfermedad mental de la protagonista sirve, de alguna forma, para poner en jaque a una normativa social establecida?
       A los esquizofrénicos se les suele achacar maldad, un estigma social a erradicar. Los enfermos mentales, a diferencia de los cuerdos, muestran sus afectos y emociones ajenos a lo correcto, por lo que siempre son veraces y dulces, desde un amor casi puro, digo casi porque lo puro, para un agnóstico, no existe. La idea de la pureza, la ideológica, es la que desencadena las guerras.

La actitud ante la vida de Gadea, incluso el drama de su desaparición, ¿es una forma de salvar al resto de personajes, incluidos tantos anónimos víctimas del terrorismo?
       Las víctimas del terrorismo, en un estado democrático, han caído por escoger vivir en un sistema de opciones. Están salvadas per se, los anónimos y los conocidos. Los familiares de las víctimas exigimos la reparación moral de nuestros difuntos, algo que no ha afrontado ningún gobierno. Me asquea.

Una vez leída esta novela, ¿qué queda de aquel joven terrible?
       Lo urgente y necesario, la rebeldía contra la injusticia.


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