Daniel Múgica
Daniel Múgica, escritor y director de cine, nace en 1967 en San
Sebastián, y a lo largo de los treinta años de oficio ha realizado una extensa
labor como columnista de opinión en los diarios El País, ABC, El Mundo y en
diversas revistas, ejerciendo tanto de reportero como de entrevistador. Es
tertuliano político de radio y televisión, conferenciante, director de cursos
de escritura creativa de novela y guión. Su primera novela, En los hilos del títere, aparecía en
1988, la opera prima de un
joven urbano, y una aproximación a la maldad, comprendida como una suerte de
acontecimientos generados, aparentemente, desde una ciudad depredadora que van
recorriendo diversos grupos de jóvenes a ritmo marcado por sus propias derrotas.
Múgica se convertía así en un firme valor de la narrativa española, y
confirmaba su inequívoca presencia en su siguiente obra, Uno se vuelve loco, editada por Planeta
un año más tarde, Premio Ateneo de Sevilla. En esta ocasión, una misteriosa chica
llamada Gloria muere repentinamente, y Max, su compañero, comprende que tras un
año de convivencia no sabe nada de ella. Inicia una investigación que acabará
por llevarle a un intrincado laberinto de sordidez y violencia. La turbia vida
de la joven se entremezcla con su propio pasado lleno de trágicos episodios. De
nuevo, Múgica describe una serie de hechos violentos, que envuelve la acción en
nuevos misterios e incertidumbres. El autor emplea un lenguaje rápido y
conciso, y describe el descarnado mundo por donde se mueven los protagonistas.
Novela de gran fuerza expresiva, ágil y dramática. Le seguirían los títulos La mujer que faltaba (Planeta, 1993), La ciudad de abajo (Plaza y Janés,
1996), El poder de la sombra
(Alfaguara, 1988), Corazón negro
(Plaza y Janés, 1988), Malasaña
(Plaza y Janés, 2000) o Bienvenido a la
tormenta (Minotauro, 2014).
Autor del libro de relatos Mar
Calamidad (Mondadori, 1990) y una saga juvenil que protagoniza
Alba, que arranca con Alba y los
cazadores de arañas, Alba y la maldición gamada, Alba y el recaudador de agua y
Alba y el laberinto de las sombras (Anaya, 1995). Creador y
guionista de La virtud del asesino
(serie de RTVE, 1997), dirigió y escribió el largometraje Matar al Ángel (2003), así como Pepo (con Juan Diego y Emma Suárez) y Año Cero (TVE, 2001). Es autor de La habitación escondida (Muestra de
Teatro Español de Autores Contemporáneos, INAEM. 1993). Su novela más reciente,
La dulzura, ha obtenido el XXXIII
Premio Jaén de Novela 2017, la historia de la joven Gadea que
desaparece el mismo día en el que, un 11 de marzo, en la estación madrileña de
Atocha, los trenes estallan. Sus hermanas Estela y Malena la buscan, y también
Judá, un escritor frustrado, enamorado de ella. Pero pasan las horas, los días,
sin noticias de Gadea. Durante esa angustiosa búsqueda, los diversos personajes
de la novela rememoran el tiempo pasado junto a ella, cómo influyó en sus
vidas, y las circunstancias que propiciaron su internamiento en varios centros
psiquiátricos
¿Cuando uno empieza
a escribir lo hace siempre sobre posibles experiencias?
Se tiende a
transformar la experiencia más lo soñado, positivo y negativo, en ficción.
Una vez transcurrido
el tiempo, literariamente hablando, ¿predomina más la emoción a la hora de
plantear una historia?
En mi novela
La dulzura (2017), para contar una historia de amor en un atentado, solo se
podía encarar desde la emociones, a fin de lograr tres objetivos: un ritmo
sostenido, que las palabras penetrasen el corazón del lector y que se leyese,
pese a la tragedia, de una manera hermosa.
Desde una primera
novela, En los hilos del títere (1988), con apenas veinte años, hasta La
dulzura (2017), ya con cincuenta, ¿qué ha pasado?
Las canas de
lo vivido te convierten en más cauto y más atrevido en cualquier variante. No
es una contradicción, se trata de mezclar con mimo el blanco y el negro que nos
habita.
¿Y ese largo
silencio literario, de alguna manera, se ha convertido en todo un proceso
terapéutico?
Me resultaba
fácil escribir, así que decidí dejar de publicar para seguir escribiendo todos
los días y encontrar la dificultad, y al trabajar desde el hallazgo reinventar
mi prosa y añadir recursos propios a la técnica literaria.
En un principio, en
su novela La dulzura, ¿debemos entender que exista mucha idea sobre el concepto
del bien y del mal?
No. Lo que
predomina es la idea de la libertad y que el amor es hijo de la libertad. Los
personajes se mueven en los territorios grises que se encuentran entre el bien
y el mal, lo que nos hace humanos, lo que sentimos todos, al menos los que nos
consideramos decentes desde la moral, en la acción.
Permítame
preguntarle si, ¿detrás de toda tragedia hay algo hermoso?
Sí. Me
reitero. “La dulzura” es un ejercicio de hermosura. Estás triste, llegas a
casa, tu pareja o tus hijos te abrazan, la tristeza mengua. Incluso la comedia
nace de la tragedia, pues sin conflicto no hay novela. La hermosura es una
ética y una estética capaz de desbrozar la senda de la pena.
¿El terrorismo
debemos, o quizá pueda entenderse como un sentimiento humano?
¿El fanatismo asesino es un sentimiento humano? Nunca. Es
la desviación más cruenta de lo humano donde los sentimientos no caben y cuyo
único diálogo, el nuestro con ellos, en palabras de mi padre, es el de la
escoba con la basura.
¿La referencia,
inequívoca, a Pedro Casariego, es una deuda de amigo, o en realidad un tema
colateral en su novela?
Ambas, primando el homenaje a lo gigante de su poesía y a
su figura bruñida de bondad.
La desaparición de
Gadea se convierte en toda una reflexión para justificar la historia de La
dulzura?
No es atributo de una novela justificar nada. La
desaparición del personaje protagónico, del que no se sabe si está viva o
muerta, responde a la necesidad de contar cómo el amor recíproco que sienten los
demás personajes hacia ella nos engrandece y nos hace vulnerables al mismo
tiempo, una de nuestra más bellas contradicciones.
El lector debe
entender que predomina una historia de amor en su faceta más amplia frente al
drama de la barbarie terrorista?
En efecto, es
lo que sucede.
Gadea es, desde el
principio, un personaje complicado, pero ¿la enfermedad mental de la
protagonista sirve, de alguna forma, para poner en jaque a una normativa social
establecida?
A los
esquizofrénicos se les suele achacar maldad, un estigma social a erradicar. Los
enfermos mentales, a diferencia de los cuerdos, muestran sus afectos y
emociones ajenos a lo correcto, por lo que siempre son veraces y dulces, desde
un amor casi puro, digo casi porque lo puro, para un agnóstico, no existe. La
idea de la pureza, la ideológica, es la que desencadena las guerras.
La actitud ante la
vida de Gadea, incluso el drama de su desaparición, ¿es una forma de salvar al
resto de personajes, incluidos tantos anónimos víctimas del terrorismo?
Las víctimas
del terrorismo, en un estado democrático, han caído por escoger vivir en un
sistema de opciones. Están salvadas per se, los anónimos y los conocidos. Los
familiares de las víctimas exigimos la reparación moral de nuestros difuntos,
algo que no ha afrontado ningún gobierno. Me asquea.
Una vez leída esta
novela, ¿qué queda de aquel joven terrible?
Lo urgente y
necesario, la rebeldía contra la injusticia.
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