Pasamos por el
puente de Alcolea, en el que en 1868 acabó la comedia de los generales con la reina Isabel. Finalmente
entre los cactus, los naranjos y las palmeras, aparece Córdoba, la antigua Córdoba de
los moros. Todo aquí es mármol del recuerdo; los romanos cedieron el sitio a
los moros, quienes construyeron setecientas mezquitas; más tarde los
cristianos construyeron en esos mismos monumentos cientos de conventos que aún
existen hoy en día. Si los hombres de esas épocas hubieran desplegado la mitad
de actividad en construir vías de comunicación, las llanuras del sur de España
enriquecerían al país entero. Desgraciadamente no se puede rehacer la historia. La mezquita
de Abderramán aún se mantiene en pie con sus ochocientas columnas de pórfido,
de mármol, de alabastro, de piedra verde o violeta, en las que se pierde la
imaginación al contemplar esta gigantesca obra maestra. En el patio podemos ver
las grandes fuentes y aljibes donde venían a hacer sus abluciones los califas
de África; allí bajo los naranjos en flor, se dignaban reposarse un instante en
esta región conquistada por una de esas fortunas inesperadas y raras en la
historia de los pueblos. En el interior han añadido un órgano, un coro, y el
antiguo templo de Mahoma está consagrado hoy al culto cristiano. A la entrada
misma de la iglesia puede verse una hornacina en la que durante treinta años un
pobre desgraciado cristiano vivió prisionero, gravó con sus uñas una cruz en la
piedra; todo esto puede aún verse hoy día. Cuando se fueron, los moros se
llevaron con ellos muchos secretos, porque todavía hoy se busca en las sierras
de los alrededores dónde podrían hallarse las canteras que proporcionaban a los
conquistadores el pórfido y el mármol. Esfuerzo inútil, ya que nada se ha
encontrado.
Nos hallamos
en plena Andalucía, en esta bella región tan risueña y tan fértil, que según la
musa popular, si le hacemos cosquillas con un rastrillo, nos responde con una
cosecha. Los rosales en flor, los naranjos que perfuman el aire, las cigüeñas se
pasean por los campos, enormes aloes crecen aquí y allí en grupos, las alondras
vuelan por el cielo cantando su alegre canción, la codorniz repite a lo lejos
su reclamo, grupos de campesinos en chalecos rojos trabajan la tierra con la
azada y saludan al tren con la mano; vemos a continuación bajo los grandes
árboles, rebaños de toros destinados a la lidia en las corridas, que contemplan
con curiosidad el paso del tren, que también a ellos habrá de transportarlos un
día. Jacintos, narcisos, se acumulan en los matorrales alrededor de los raíles
del ferrocarril, bordeados como de arriates de flores, y en las estaciones
recoletas, las filas de carretillas vuelcan sobre el andén montones de naranjas
doradas. Las muchachas que vienen a contemplar el paso del único tren que hay
durante todo el día, llevan la cabeza adornada de flores, de camelias, de rosas
amarillas, de racimos de jacintos, de muguetes o ramas de camelias, o incluso
clemátides azules.
pp. 158-159.
A
través de las Españas; Auguste Meylan; Introducción, traducción y notas de
Máximo Higuera Molero; Madrid, Trifaldi, 2018;
No hay comentarios:
Publicar un comentario