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AQUELLOS
DÍAS DESHOJADOS
Los libros de Alejandro López Andrada
(Villanueva del Duque, 1957) que reúnen su memoria sobre el mundo rural se han
convertido, con el paso del tiempo, en un auténtico prodigio lingüístico, y a
los lectores nos sirven como el vehículo que recupera y de alguna manera
actualiza ese uso impecable del español, textos ricos en su vocabulario que,
pasadas unas décadas, nos devuelven la voz nostálgica de quienes vivieron los
años de la niebla. Y
es así como el autor esboza ese contraste entre lo que hay de siniestro en el
mundo que describe, El viento derruido (2017),
con los recuerdos del hambre y de la pobreza, el vivo recuento de aquellos días
en una época opresiva que solo puede rememorarse con el agrado de los lazos de
solidaridad que creaban quienes padecían la más absoluta de las miserias, y
devuelta hoy a la memoria como la manera única de sobrevivir a una época que ni
siquiera deberíamos haber inventado para la ficción literaria.
Una de las mayores virtudes de la prosa
de López Andrada es el amor que demuestra el autor cordobés por su tierra y por
las gentes que habitan la comarca de los Pedroches, que rememora, una vez más,
convirtiéndose en cronista y hacedor de los hábitos y afanes de Los últimos pastores. Los años de la niebla
(2018), en cuyas páginas se presupone existe una cultura popular que busca su
lugar en el espacio cotidiano, con esa sencillez que otorga la verdad, sobre
todo porque buena parte de nuestra vida se desperdicia en esos detalles que
nunca recurrimos a simplificar. Los lectores percibimos cómo López Andrada ha
sabido captar los fecundos caminos de la cultura popular para su literatura,
como señala y afirma en su prólogo a Los años de la niebla el escritor
José Manuel Caballero Bonald, y el cordobés lo hace con esa sensibilidad que le
han proporcionado sus largos años de continuas vivencias, y por añadidura ser
un privilegiado habitante, un curioso espectador de su comarca.
Las páginas que compondrán el total de
la trilogía rural de Alejandro
López Andrada se convierten, en definitiva, en esa crónica de
un mundo perdido, esa sabia mirada antropológica de una comarca, los Pedroches
cordobeses, en un constante deseo de dejar constancia por escrito, y para
siempre, de una sociedad del pasado, de los días grises vividos durante una
larga posguerra, y de la lucha diaria de la existencia de unos hombres y
mujeres que vivieron en plena naturaleza. El recuerdo permite recuperar los
momentos efímeros en la medida en que uno los ha asumido en su memoria y en
otro sentido, también, se quiere justificar para que solo así comprendamos en
la distancia ese tiempo pasado y logremos entender el por qué de ese ayer.
López Andrada traspasa con Los años
de la niebla. Los últimos pastores
esa voluntad característica suya de escribir con absoluta honradez para, de una
forma sensible y cabal, plasmar la realidad de su espacio geográfico, de su
entorno tanto político como social, y dueño de una particular habilidad
entregarnos lo mejor de su sabiduría y de sus conocimientos sobre el medio. Y
es precisamente, con esos últimos pastores, los lugareños y campesinos,
con los que el escritor entabla un diálogo continuo porque su convivencia ha
sido constante durante años. En este libro reaviva sus recuerdos con la magia
de una nueva palabra, indaga en la particularidad tanto de sus grandezas como
de sus miserias, en la nimiedad de un cotidiano sobrevivir, y su prosa se
traduce como ese juicio severísimo que transforma Los años de la niebla en un documento excepcional que nos otorga la
visión de una auténtica labor de campo. El escritor cordobés consigue fundir
documento y narración en un solo proyecto para que este testimonio se resuelva
en una auténtica muestra de la mejor ficción. Así el lector recrea en estas
páginas el mundo y la verdad de un pasado que va más allá de la mera anécdota
para convertirse en un relato donde, con un acentuado tono épico y lírico,
López Andrada nos ofrece lo mejor de su prosa. A propósito de ese tránsito
temporal el autor escribe y afirma, “el tiempo es como una lámina neblinosa
posada sobre nuestras almas y nuestros ojos, una lámina gris donde se depositan
los recuerdos y los mejores momentos de nuestras vidas, instantes que son
triturados son misericordia y regurgitados, luego, por el olvido”; este es
el mensaje que quiere transmitirnos el autor, la noción de ese pasado sostenido
en el tiempo, diluido como él mismo afirma, entre las piedras y los
arrugados troncos, aunque, evidentemente, por sus palabras entrevemos que el
futuro no existe en un mundo como el descrito, mientras los días, las semanas y
los meses, la suma continuada de los años se derrumba como esos atardeceres
amarillentos sobre los lejanos montes.
Hay abundantes y curiosos aciertos en
este libro que corona por su precisión la obra en prosa del narrador cordobés,
sobre todo por esa justa y medida interpretación de la vida y las
circunstancias de estos hombres y mujeres que realizaron durante buena parte de
la intrahistoria española un capítulo significativo de esa inmisericorde
labor ancestral casi perdida en la actualidad; otro de sus logros, esa voluntad
del autor por asistir a cada una de las explicaciones sobre el arte del
pastoreo e integrarse en la narración como un personaje más; por otra parte, como
ya apreciáramos en El viento derruido, este libro se convierte en
documento social de sobresaliente magnitud porque con su lectura asistimos, no
solamente, a una amplia mirada antropológica sobre diversos temas y
testimonios, sino a toda una serie de circunstancias
humanas, sociales y de costumbres que incluyen juegos, gastronomía, pucheros
acerca del arte del pastoreo: “Aún puedo tocar la densa niebla que cubría a
los pastores los días de diciembre— señala el autor—, intento romper la
bruma de la historia— afirma nuevamente—, transformar el pasado,
recuperar los días antiguos para limar la escasez de los pastores y cubrir su
dolor con el bálsamo de la alegría”, o la descripción del mundo laberíntico
para sobrevivir a las circunstancias de una España excesivamente dura para
algunos sectores de la población, en especial, los habitantes de esta región de
Los Pedroches; otro de los grandes aciertos, esa condición de haber vivido
entre estos hombres y mujeres y convertir este relato en una vivencia única que
le permite al narrador ser uno más de esta historia, compartir con sus paisanos
los infortunios o, tal vez, la nostalgia de ese tiempo pasado, pero al mismo
tiempo ejercer de severísimo maestro de unos hechos que forman parte no sólo de
un espacio geográfico concreto sino que trascienden mucho más allá de sus
fronteras y se leen como un hermoso documento que logrará satisfacer la
curiosidad a quienes se aproximen a un libro escrito con una prosa culta,
medida, ajustada de un poeta que conversa con los protagonistas de su relato,
además de sorprendernos con el lenguaje multicolor de la flora, de la fauna y
de muchas de las costumbres del lugar.
Si alguien duda de este homenaje poético
a esos hombres que convivieron en contacto con la naturaleza, que dormían en
chamizos, soportaban la lluvia, las noches frías, la escarcha de los amaneceres
o los cálidos días de intenso calor de los largos veranos cordobeses, solo debe
recordar las primeras líneas de Los años
de la niebla: “El día que salió de la finca El Fontanar,
Rafael Arroyo tenía sólo once años y flotaba en sus ojos una película de niebla
que le impedía observar con nitidez el paisaje que iba dejando a sus espaldas”,
una auténtica invitación a sumergirse en el silbo de un pastor que cubre los
campos de serenidad, de una profunda y sutil melancolía.
LOS AÑOS DE LA NIEBLA
Los últimos pastores
Alejandro López Andrada
Córdoba,
Almuzara, 2018
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