JULIO Y YO
Cuando era un joven universitario,
recién licenciado, allá por el año 1980, mis conocimientos de la poesía y de
los poetas almerienses se concretaban en unos pocos nombres y algunas obras que
intuía formaban parte de esa extraordinaria voluntad por escribir y plasmar
poemas y pensamientos a quienes sintieran el verso como el arte de la palabra,
y por consiguiente algo que pertenece al mundo de lo simbólico, a ese espacio
de la ficción donde no importa tanto lo que se dice sino lo que significa, en
realidad —como yo mismo escribiría, años después en alguna ocasión.
La poesía vista desde una visión
metafórica, pretende producir sensaciones y, al igual que otras de las muchas
cosas de nuestro mundo, se convierte en un excepcional método de defensa y, sin
duda, de huida. Entonces y hoy más, estoy convencido de que los poetas son esos
seres tímidos cuya forma de expresión se convierte para ellos en una auténtica
fuga o, incluso, en esa liberación ansiada. Presumen de haber resumido, a lo largo
de los años, ese ars poética que forma parte de su cotidiano existir.
Viven, en igual proporción, esa visión metafórica de las cosas que les lleva a
sucumbir en la simbología de un mundo que avanza hacia una inexorable mirada
poliédrica de las cosas, entendiendo este término en su sentido más amplio. Por
entonces descubrí a un hombre que había escrito los libros suficientes para
considerarse un poeta, y entonces un extraño destino unió nuestros caminos, y
el tiempo no ha hecho sino afianzar un mutuo respeto y una entrañable amistad
que persiste en nuestros días. Si por entonces Julio Alfredo Egea era un
vigoroso hombre de letras, cordial y amable, trabajador y poeta excelente, hoy
es un sabio que ha visto prolongada su vida y su obra hasta situarla en lo
mejor que ha dado el siglo XX en la
Almería lírica. Su magisterio se extiende a los jóvenes que
miran en la palabra el arte de concertar emociones porque, indiscutiblemente,
los temas recurrentes en la poesía de los últimos mil años se circunscriben a
cuestiones universales como el amor, ese conflicto entre la reflexión y
los reflejos, traducidos en sensación y desengaño; la naturaleza, esfera
infinita, cuyo centro se encuentra en todas partes, y su circunferencia en
ninguna; el progreso, verdadero instrumento de ese factor moral de las
cosas; la vida, escuela de probabilidades, o conjunto de pequeños dramas
que conducen hacia la tragedia; y la muerte, remembranza manriqueña, partimos
cuando nacemos,/ andamos mientras vivimos/ y llegamos/ a tiempo que fenecemos;/
así que cuando morimos/ descansamos», inequívoca constatación del paso del
tiempo, o inseparable propiedad en revelar la verdad, conceptos espirituales
para subrayar la revelación última de nuestro mundo.
La obra poética de Julio Alfredo Egea es
la aportación más sólida y consistente de la poesía almeriense, una afianzada
muestra de lírica andaluza, cuya influencia ha crecido en el amplio marco del
panorama nacional en las últimas décadas del siglo XX. Sobre su obra se ha
llegado a decir que «es una continua transmutación de factores reales a
factores digamos sublimados por su fina, delicada y bella sensibilidad. Ahonda
en el significado de las cosas, tanto en las vivas y elementales como en las
tópicas, y como siempre, pone su carga de amor en los hombres heridos y en las
tierras secas. Es una andaluza interpretación de España pero sólo en el acento,
pues el espíritu y el contenido son enraizada, apasionadamente hispánicos».
Julio Alfredo entiende el concepto amor, como un tema preferente en su
poesía desde sus inicios, y tan es así que el sentimiento amoroso irradia su
eco al desolado hombre/huérfano que busca y espera se cumpla esa vocación y, al
tiempo, vislumbra en sus versos el amor al prójimo, desventurado/ desarraigado,
y confluye hasta la sublimación de este sentimiento, en la amada-la esposa,
fuerza telúrica que representa un continuo vértigo irrepetible que se consuma y
cumple en el choque de su cuerpo con el de la amada. En el hombre, ofrece
una solidaria visión y su lucha cotidiana, trascendente en su visión equivocada
de una redención que nunca llega; a la espera y en la esperanza de un Dios que
no termina por señalar su puerta. Y la naturaleza que se muestra como
esa dimensión física o espiritual que pueblan los paisajes de su tierra natal,
pero en la poesía de Julio Alfredo Egea este paisaje no es un fin en sí mismo,
sino ese elemento que provoca tanto sentimientos como ideas para nuevos poemas,
para nuevos libros. Y, finalmente, la muerte, aunque el poeta no rinde
culto a este tránsito de vida. Nos morimos sencillamente, es la suya una muerte
ajena sin un tono moralizante, un obligado suceder tras una continua existencia
dichosa y fecunda. Su poesía —escribió su gran amigo Arturo Medina— da fe de su
verdad humana, su verso brota de un hervor barroco, hay plasticidad en su
lenguaje, se inscribe en esa inmensa mayoría que otorgara otro gran poeta.
Su producción poética se inicia con Ancla
enamorada (1956) y, transcurridos, casi cincuenta años, más de una
treintena de libros, jalonan el conjunto de su obra. Significativos, La calle (1960), Piel de toro (1965), Repítenos
la aurora sin cansarte (1971), Bloque
quinto (1976) o, Los asombros (1996). Su inquietud vital
y literaria puede comprobarse en algunos significativos últimos títulos Desde
Alborán navego (Accésit del Premio Rafael Morales), 2003, El vuelo y las
estancias, (Cabildo Insular), 2003 y Fábulas de un tiempo nuevo
(Premio de Poesía José Hierro, 2003), Tríptico
del humano transitar (2004) y Legados
esenciales (2005), o la curiosa publicación
Asombros traducidos (CD+Libro, Revista Ficciones, Colección, «El poeta
en su voz», 2003), una selección personal del autor que incluye, un total de
veintiséis poemas leídos por el poeta, en una voz firme para dejar constancia
del valor oral de su lírica, además de un cuadernillo con la trascripción de
los poemas seleccionados, la bibliografía completa del autor y una decena de
fotos del poeta y su medio.
Uno oye la voz sosegada, viva, fuerte de
Julio Alfredo, parafrasea sus propios versos, y recuerda que «el arte de la
belleza —para el poeta— es la consecución de la poesía, en su más amplio
sentido, como fondo válido de cualquier actividad creativa del hombre». Y solo
así hemos de entender la poesía de Julio Alfredo Egea en su expresión más certera,
su mejor y más amplia visión de las cosas que pueblan su propio mundo y el
nuestro, un inventario de las verdades que el poeta ha vivido a lo largo de
todos estos muchos y fructíferos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario