EL
CUENTO COMO GÉNERO
Un cuento es algo tan nítido y limitado
como cualquiera de los objetos que nos rodean, quizá por esto, un autor sólo
puede resumir su poética literaria cuando concibe unos textos breves; y así,
inevitablemente, un cuento —se convierte— en un experimento con la noción de límite,
o manifiesta esa voluntad impuesta por el propio autor, como escribiera el
argentino Ricardo Piglia, muy a propósito de este denostado género literario en
nuestros días.
Aunque, en realidad, esta generalización
merezca una reflexión ensayística más oportuna y mejor documentada, para
situarnos en el concepto tradicional de cuento, podríamos aventurar, entre otras características del género,
la recapitulación de una síntesis capaz de resumir el concepto de un buen
relato o de un cuento breve. Para esto seguiremos algunos de los consejos que
Andrés Neuman, un excelente teórico y mejor representante de la narrativa
breve, ya expusiera en algunas de sus colecciones donde teorizaba sobre cómo
habría de guardarse un secreto cuando se confecciona un cuento, o aventuraba
que los relatos siempre suceden ahora porque no hay tiempo para más. Es,
precisamente, en las primeras líneas donde un cuento se juega la vida y, a medida
que leemos, observamos cómo los personajes, simplemente, actúan y la atmósfera
recoge lo más memorable del argumento. El lirismo contenido se convierte en la
magia de la mejor expresión, pero la voz del narrador es tan importante que
apenas si se nota y es, precisamente, en el ritmo donde se muestra el talento
de su autor. Baste añadir que una frase, un párrafo, una página, pueden ser la
extensión justa y medida, pero sobre todo, el proceso a seguir para terminar un
buen cuento es, siempre, callar a tiempo.
Hasta aquí algunas notas que resumen esa
equivocada cuestión de considerar al
cuento un género menor, un ejercicio, aparentemente, sin desarrollar porque
parece que solo en las grandes obras se mostraría ese largo aliento que la
narrativa breve no alcanza; el relato breve se crea y se desarrolla como una
elipsis en su propio desarrollo y la escritura comienza en lo narrado por el
autor y en las omisiones que este deja para el posible lector. Kurt Spang
enlazaba las características del aspecto creativo y estructural del cuento con
las de la lírica, en una aproximación a un género que participa de un proceso
semejante al usado por el poeta, esto es, la interiorización de la realidad
exterior, con esa evidente consecuencia de la brevedad o de la profundidad,
cierta predilección por la instantánea y
la sugerencia visual, cierta tendencia a tratar un solo aspecto, un tema,
incluso plantear la situación en un limitado campo de acción pero a medida que
avanza el relato aumentar la intensidad del mismo; función estética del
lenguaje, importancia del ritmo, musicalidad
y un cierto carácter explícito o implícito oral en el texto compuesto.
Un buen cuento, en suma, divide en tres instancias su contenido: los personajes
creados, la atmósfera conseguida y la acción del mismo.
Cuestión aparte merece ese concepto de
literatura o cuento escrito para jóvenes lectores. Quizá, en un arriesgado
juicio cabría preguntarse, ¿son los jóvenes los mejores lectores, los más
cualificados para establecer lo que podríamos denominar como la auténtica
literatura? Porque el joven lector no suele sucumbir ante opiniones como las
esgrimidas por estudiosos, profesores, críticos en general que se han empeñado,
durante años, en convencer a millones de personas de que si un libro no desencadena una auténtica revolución
social no tiene valor alguno. Sociológicamente el fenómeno funciona de esta
manera en todas las lenguas del mundo porque para ellos pesa aún ese
indiscutible don de la lógica y les gusta la claridad. Siguen siendo esos lectores
independientes que solo confían en su propio criterio.
Desde Chejov a Poe, desde Borges a
Cortázar, desde Clarín a Fraile, y en nuestros días Monzó y Calcedo, una amplia
variedad de tendencias ha proporcionado a los autores una absoluta variedad de
registros con que caracterizar un estilo
y un tema. El cuento en España ha vuelto a retomar en las últimas décadas el
interés por contar historias. La situación del cuento almeriense ofrece,
paralelamente, desde hace décadas una parca panorámica, aunque algunos de los
autores, que hace años yo mismo antologaba, han mantenido esa firme voluntad de
seguir escribiendo relatos. Algunos nombres notables se asomaban entonces y
otros nuevos se han incorporado con el paso del tiempo, José María Riera de
Leyva y María José Clemente, desde el exterior, Diego Granados, Martín García
Ramos, Remedios M. Anaya, Francisco Cañabate, Celso Ortiz y, sobre todo, Julio Alfredo Egea, con una reconocida
presencia provincial y regional. El caso de Julio Alfredo Egea (Chirivel,
Almería, 1926) es, tal vez, el más singular desde su amplia y abundante óptica
de poeta porque ha sido narrador desde siempre. El virtuosismo de su prosa
queda patente porque es capaz de sacar partido a un argumento mínimo para crear
un ambiente propio, repleto de contenido porque sus cánones estilísticos
consiguen la perfección. Julio Alfredo Egea da sobradas muestras de fino humor
en sus relatos, es capaz de herir la sensibilidad del lector, concibe el relato
breve como ese campo donde se experimenta para indagar nuevos territorios con
los que alcanzar esa flexibilidad que permite determinar lo significativo, lo
que se cuenta sobre una base estricta, en la medida de lo necesario, lo
imprescindible, una condensación que actúa siempre en favor de la intensidad
como ocurre en muchos de los cuentos de Sastre de fantasmas y otros relatos,
una colección de doce relatos que el lector tiene a su disposición y que
son un buen punto de partida si antes no había conseguido leer El sueño y
los caminos (1990) o Puesto de alba y quince historias de caza
(1996).
Un cuento parece lo más fino y personal
que puede hacer un escritor, escribió hace años Medardo Fraile, y añadía,
además, que lograba ser algo tan sorprendente que cuando el escritor hace un
buen cuento, moja su mano en agua bendita y se limpia de pecados veniales. Y
para precisar algunos aspectos a mí me gustaría señalar que los cuentos que
contiene el presente volumen son lo más sutil que ha escrito Julio Alfredo
durante todos sus años de escritor honrado y comprometido. Tres tipos de
cuentos se observan en esta entrega, con las características propias del cuento
de «contracción» que el autor desarrolla a lo largo de un dilatado
período de tiempo, como ocurre en «Sastre de fantasmas» la historia de Sigfrido
Waldeck y su aventura con el compañero Adolfo Hitler, en realidad el relato de
una seudobiografía que reconstruye un avispado reportero muchos años después y
da pie a que se desarrolle en varios lugares, además de visiones retrospectivas
y de insinuaciones anticipadas; lo mismo ocurre con «Caballos de feria» una
historia que, de alguna manera, adelanta la situación final, o «La página
perdida del Apocalipsis» un alegato a favor de la humanidad que permite al
lector superar el trauma de una raza con una historia contada en períodos y
espacios distintos; y, sin lugar a dudas, «El incendio», el mejor ejemplo, de
un cuento de contracción porque se desarrolla a lo largo de un dilatado período
de tiempo, ofrece visiones retrospectivas y buena parte de la biografía de Vicente,
el enano; el relato incluye otros personajes secundarios, subordinados, al
desarrollo de una acción que explica los hechos sin añadir más explicaciones
que permiten al lector un propio juicio.
En el cuento de «situación» la
época coincide más o menos con el tiempo de la narración y el tiempo
transcurrido carece de interés. La historia se desarrolla en un solo escenario
y gira en torno a un suceso o un símbolo y, en ocasiones, la situación en sí
misma es decisiva o representativa de otras iguales; un buen ejemplo es, «La
rebelión del abecedario», el mágico juego de las palabras porque todo gira en
torno al proceso de escritura con las nuevas tecnologías incorporadas. Aunque,
protagonizado, por unas palomas, el cuento
«Disfraz de nieve», se convierte en una historia de amor con una hermosa
catedral como fondo, el paso del tiempo y la amenaza que suponen las palomas en
edificios históricos, constituyen el eje de este singular cuento. Dos sucesos
se combinan perfectamente, el amor de estas aves y el mal de piedra que acecha
al palacio arzobispal, en una declarada intención de relatar esa imagen típica
de nuestros monumentos históricos heridos, a veces, por los daños causados por
estas singulares aves. En el relato «Guitarras y violines», el músico Evaristo
Salvago coincide con Juan Lorenzo en una soledad final de sus vidas que, de
alguna manera, prolongara una felicidad perdida porque, tras su encuentro,
ambos podían ser lo que siempre habían deseado. Y, quizá, uno de los más
emotivos sea «El relincho» una historia infantil que transcurre en una
actualidad y que se desarrolla en espiral desde fuera hacia dentro, desde la
felicidad de la infancia y la inocencia, hasta la cruda realidad de una
enfermedad con la magia de un deseo como telón de fondo. Y lo mismo ocurre con
«Música de saxo para una primavera», un relato musical que incluye los tópicos
de droga y rock & roll, pero con un final feliz porque representa esa otra
tentativa de poder ser semejante a otro proyecto de vida. Quizá los cuentos más
líricos sean «Patria soñada» y «La huerta mágica», homenaje al poeta Federico,
y en ambos un narrador o personaje principal sirve de nexo de unión a las
diferentes situaciones y está presente en todo el relato desde un principio al
final, ambos son ejemplos de un buen cuento «combinado»; en realidad, es una
historia más compleja que se simplifica por su propia estructura, que define
tipos dilatados en un período más extenso pero que la voluntad del escritor
condensa porque es capaz de ofrecer un gran material narrativo que el lector
deberá completar.
Julio Alfredo Egea consigue acercarnos
con este puñado de relatos a una variedad de temas que revisan la
historia, formulan juegos de palabras, evocan el mundo animal, recomponen la
melancolía de tiempos pasados, exploran el mundo de la homosexualidad, las
grandes catástrofes, evocan la infancia, la vejez y la añoranza del pasado, el
mundo desaforado de los jóvenes y las drogas, las deformidades, el esplendor de
Al-Andalus y las ciudades perdidas o la mejor expresión lírica para descubrir
la inhumana sinrazón de las cosas pasadas. Escribir un cuento supone esa prueba
de fuerza a que se somete el escritor. Quizá haya que estar en trance para
escribir un buen relato, y yo estoy convencido de que, al menos Julio Alfredo,
ha mostrado esa tensión que se requiere para dejar constancia de esa sensación
que se produce cuando uno cierra un buen libro, respira hondo, deja pasar unos minutos y no para de pensar en las
historias contadas por el autor en las cuatro o cinco páginas que, de una forma
compacta, completa y sin concesiones le han sido ofrecidas en forma de libro.
Prólogo
para Sastre de fantasmas y otros relatos, de Julio Alfredo Egea, Septiembre, 2005.
No hay comentarios:
Publicar un comentario