JUSTIFICACIÓN
Para Sergio Pitol y “El sueño de lo real”
Nos pasamos media vida
justificando lo propio y aun más lo ajeno, lo individual y lo colectivo, cuando
es obvio que tanto nuestras acciones como las de los demás, sobre todo si se
trata de las que atañen a los amigos, se justifican por sí mismas y, por
añadidura, sin explicaciones mayores. No sería posible demostrar la presencia
de un escritor en el mundo si no fuésemos mucho más allá de su significado y
nos planteáramos que la literatura sigue siendo un medio útil para vindicar
nuestra propia existencia y la de los demás porque, entre otras cosas, añade
dimensión al conocimiento de nuestra
libertad y ésta, entendida en su sentido más plural y de conocimiento, frente a
esa opinión común de que la lectura pueda llegar a convertirse en un acto
meramente trivial en el que consumimos los grandes momentos de nuestras vidas
sin mayores expectativas.
No ocurre así, evidentemente, y
por eso estamos aquí porque la presente Justificación,
y el Homenaje al escritor Sergio Pitol tributado en las páginas de este
voluemn, no tendrían sentido alguno. Un viaje, tanto imaginario como real, a
través de los libros se convierte en algo así como esa excursión a través de un
espejo por el que vamos identificando y reconociéndonos finalmente a nosotros
mismos. En el fondo porque toda lectura contiene un fondo de aventura puesto
que en los libros se producen encuentros, y no sólo estrictamente literarios.
Nuestra realidad, nuestra existencia, nuestra vida, en definitiva, están
construidas con las palabras y con las imágenes que hemos ido configurando con
el paso del tiempo y éste, por añadidura, suele obedecer a muchas de nuestras
inquietudes, de nuestras vivencias y, también, a esos otros tantos silencios.
A México me unen lazos de amistad
y de admiración, que con el paso del tiempo se han ido acrecentando: la primera
visión de este país proviene de los tiempos de conocimiento de las diversas
culturas indígenas, de los días de la conquista española estudiados en la
escuela, de la posterior colonización de la cultura francesa, de los aciertos
de un pueblo insurgente que, en los albores del siglo XX, llevó a cabo una
Revolución y trazó una serie de acontecimientos sociopolíticos que han originado
todo un concepto de vida que recoge un folclore ancestral, un arte y una
arquitectura excepcionales y una literatura, que incluye para todos los
hispanohablantes una lengua común. Esos mismos lazos me unen a su espléndida
literatura y, sobre todo, a la figura de Sergio Pitol desde una lejana juventud
universitaria en las aulas de la Facultad de Letras de Granada, en España. No
entiendo a México y sus gentes, sin Pitol y su literatura, de la misma forma
que ha ido creciendo en mí un fervoroso sentimiento de hermandad con una tierra
que me resulta extraordinariamente cercana cuando la visito, como me ocurre en
estos días, o cuando leo y, aún más, cuando escribo sobre ella. El escritor
Sergio Pitol fue para mí, inicialmente, el descubrimiento de un autor literario
y posteriormente, tras sucesivos encuentros (en Madrid, en Jalapa, en El Puerto
de Santa María y ahora de nuevo, en Jalapa), y, una vez fijada en mi memoria
una imagen real y física de su persona, un inestimable amigo. Durante estos
años, ambos, hemos de añadir una correspondencia, un intercambio de libros que
incluyen dedicatorias y en estos últimos tiempos de la era tecnológica, los
«e-mail» que nos acercan a través del Atlántico.
Mis recuerdos literarios acerca
de Sergio Pitol se concretan en sus cuentos, en un principio en la edición
española, la segunda, de Seix Barral de sus relatos Infierno de todos
(1971), durante mi formación académica en las aulas universitarias, aunque
desconocía la edición mexicana de la Universidad Veracruzana
(1964) y, finalmente, la nueva edición, la tercera y definitiva, de la Universidad Veracruzana
realizada en 1997, y a cuya presentación asistí en Jalapa, y que recoge, en
esta ocasión, un nuevo cuento «Un hilo entre los hombres», además de una
justificación del autor sobre la recuperación de antiguos libros o una especie
de autoexpiación, como él mismo señala.
Estos cuentos fueron el detonante expreso para afiliarme, sin paliativo alguno,
a la obra de Pitol y así he seguido leyendo, voluptuosamente, durante los
últimos años nuevos cuentos, sus textos publicados en los suplementos de
periódicos y revistas españoles, sus novelas y sobre todo sus ensayos, esos
libros que han ido apareciendo en la segunda mitad de los años 90 y que se
concretaban en el magistral título de El arte de la fuga, summa teórica
del conocimiento del escritor mejicano hasta ese momento.
Sobre su narrativa breve he
escrito en ocasiones anteriores y he llegado a afirmar que uno de los motivos
centrales de sus relatos, en términos generales, es la decadencia o el derrumbe
del ser humano, sin que la lectura de estos textos deje un aparente regusto
amargo porque, en ellos, hay, no obstante, siempre esperanza, puesto que el
escritor sigue un itinerario moral en ascenso que nos lleva a esa transición
que se esboza desde la niñez a la juventud y posteriormente a la madurez del
propio autor; épocas que, por otra parte, han sido determinadas por
circunstancias límite, rupturas tajantes, decisiones externas o relaciones
torturadoras que contribuyen a conformar los dos extremos en los que se edifica
su narrativa: la euforia y el abatimiento que subyace en bastantes de sus
historias. Otra característica a señalar es que muchos de sus cuentos amplían o
restringen todos y cada uno de los elementos en los que se basan sus
argumentos, es decir, el ámbito de lo interior, concretado en la niñez, el
recurso de la memoria, como ámbito de conocimiento y el ámbito de lo exterior,
basado en el sentido común, la razón o la impostura que, desde el punto de
vista literario, significaría vislumbrar el mundo de los sentidos frente al
mundo de lo conveniente. Sergio Pitol ha explorado—en palabras de Juan
Villoro—con enorme audacia la condiciones que vuelven posible la ficción. Cada uno de
sus textos es un vivero de historias potenciales, y recojo esta cita porque mis
lecturas de Pitol se concretaron, posteriormente, en sus novelas, que empezó a
publicar en la década de los 70 y que yo fui recuperando con el paso del
tiempo, El tañido de una flauta, diez años más tarde, Juegos
florales, un relato emparentado con sus primeros textos, en esa especie de
juego de espejos que ya había empezado a proyectar veinte años antes. Pero,
sobre todo, asistí a la publicación y lectura de la trilogía, inicialmente esbozada en
diferentes y determinadas épocas de la vida del escritor, en su estancia en
Europa y en la ciudad de Praga, y esporádicas visitas a España, en busca del
sol de Almería, Gran Canaria y Lanzarote, para producir El desfile del amor,
Domar a la divina garza y La vida conyugal. Estas novelas se
traducen en relatos de personajes y, como el propio escritor ha afirmado, si la
primera se concretó en una comedia de equivocaciones en la que sus personajes
guardaban abundantes secretos, algunos muy graves y otros triviales, la segunda
resultaba aún más difícil de desentrañar por esa identidad que les otorga su
propia credibilidad y, más que personajes de novela, se parecen a marionetas o
visiones; finalmente, La vida conyugal, la novela que cierra este
«Tríptico del carnaval», muestra esa realidad en la que se inscriben las
ficciones y se convierte en dudosa y conjetural. La única verdad que se
trasluce de estas páginas es el humor que se concreta en una parodia y un
sarcasmo sobre la institución del matrimonio y otras cuestiones sobre el género
humano y su propia ambición.
Viajes, sueños, lecturas,
vivencias personales y literarias, conversaciones con amigos, escritores y
científicos, músicos y artistas, gentes de la calle, curiosidades en general,
conforman El arte de la fuga, esa monumental síntesis literaria de toda
una obra que Sergio Pitol nos ofrecía en 1996 y a la que han seguido en una
sucesión de mosaico definitivo otros títulos, Pasión por la trama y Soñar
la realidad, ambos publicados dos años más tarde, para cerrar, definitivamente,
un cuaderno o bitácora de a bordo y, quizá, el sentido de esa razón misma que
incluyen las intuiciones del escritor quien, desde siempre, busca un
conocimiento alterno de la existencia propia con los recursos de los que
dispone la
literatura. En El arte de la fuga se permite
Pitol todas las libertades que le ofrece el género hasta conseguir una
reflexión que se concreta en «memoria», «escritura» y «lectura» porque en este
libro muestra, también, ese camino de aprendizaje que sigue un escritor, los hechos que potencian su ánima,
su memoria, su entendimiento y su voluntad. El arte de la fuga se
muestra como una suerte de extravío donde el autor, aunando el mayor de sus
esfuerzos, aspira a ser diluido dentro del complejo proceso de lo narrativo, tal
vez porque quienes leen a Pitol pueden pensar que la división establecida por
el escritor a lo largo de su vida, pueda interpretarse como un autoaprendizaje
que le llevaría después de no pocos tanteos biográficos en sus relatos o a la
consecución de una estética propia final y así El arte de la fuga se
traduce como esa apasionada defensa de la forma, del papel que aún se exige a
la cultura y de las revelaciones estéticas que estemos dispuestos a asumir, a
las lecturas a que nos sometemos, a la escritura creativa, a la suma de
pasiones que conforman nuestro existir, en definitiva. Coincidiendo en el
tiempo, Pitol sigue sorprendiéndonos, y entre mis manos, cuando escribo cartas,
envío algunos correos electrónicos, redacto estas notas, repaso en mi memoria y
en la de quienes nos sentimos amigos de este maestro mejicano, nos ofrece la
versión española de un libro que ya me anunciaba cuando ambos nos sumergíamos
en una extensa entrevista que discurría sobre su vida, sus libros, sus
vivencias y sus viajes, y en la que, para finalizar nuestra conversación,
puntualizaba el maestro, «Trabajo ahora en un pequeño libro, es la crónica
de un viaje a Moscú, a Petersburgo, entonces Leningrado, y a la república de
Georgia, a mediado del período de la Perestroika. Hago
un collage de textos sacados de mis diarios. No es un libro directamente
político, ni académico, sino algo semejante a otros que escribí en El arte
de la fuga. Una
lluvia de temas que se yuxtaponen, contraponen, o se potencian: lecturas hechas
durante el viaje, conversaciones sostenidas con diferentes tipos de personas,
funciones de teatro, vislumbres de la literatura rusa, vida cotidiana de los
rusos y georgianos y, como siempre, los sueños que nunca me abandonan y que en
este caso, en un mundo que se supone en transformación, de la que dependen
muchos asuntos internacionales, emiten una leve pero impertinente vibración de
locura». Este proyecto se ha concretado en El viaje que,
inicialmente, aparecía en México en el año 2000 y un año más tarde en España,
publicado por Anagrama, su editorial de siempre. Un libro en el que el escritor
da un paso adelante, puesto que de nuevo en esta especie de diario, convergen
como si de una espiral se tratara, la evocación íntima y la referencia
literaria, la revelación de la memoria, el misterio cotidiano que se percibe
entre la vigilia y el sueño, el apunte sociopolítico e incluso la multitud de
paisajes que la retina guarda en la memoria, incluidos, claro está, los
parabienes y los sinsabores de tiempo transcurrido. Nos queda de su mensaje,
esa afirmación que sostiene que nuestras identificaciones sólo son válidas
cuando parecen auténticas verdades.
Al final esta especie de «sueño
de lo real», en que se ha concretado el presente volumen, se traduce en una
reunión de amigos, un calificativo que ya he empleado en alguna ocasión
anterior, pero que pone de manifiesto que quienes, en las diferentes secciones
hemos querido rendir homenaje al escritor, al viajero y al amigo, nos sentimos
cercanos a su literatura y, por supuesto, a su persona. Estoy convencido de
que, además, de un merecido homenaje, el presente con el calaje con que lo
avalan sus firmas, con la extensión, con la dedicación y el entusiasmo
empleados, se convierte en una rareza, en algo singular que hasta la fecha nunca
se había planteado, de forma escrita, a propósito de la obra y figura del
escritor Sergio Pitol y que desde Batarro y la Dirección Editorial
de la
Universidad Veracruzana significa la apuesta por una
literatura universal.
Nos sentimos especialmente orgullosos
de presentar en el marco de la II Feria Internacional
del Libro Universitario, este volumen que se ha concretado en “El sueño de
lo real”y especialmente agradecidos la Universidad Veracruzana
por acogernos en tan espléndido marco para dejar constancia de esta
publicación. Nuestro agradecimiento a tantos amigos que han hecho posible que
viajemos desde España hasta México, desde Almería a Jalapa, con la única
intención de constatar la importancia de un trabajo y, presumimos de ello, bien
hecho porque, de eso estamos seguros, amplia aún más las fronteras de la
escritura de Sergio Pitol
El viajero—espero que Juan
Villoro me permita que le arrebate circunstancialmente este título que leí en
una entrevista lejana con el maestro— está entre nosotros, ya ha salvado muchos
de esos infiernos vividos y tañido toda clase de amistades, ha domando
cualquier divino infortunio y sigue
considerando que el arte nunca ha de ponerse en fuga, sino que más bien, la
realidad de nuestra vida forma parte de esa versión de auténtico carnaval al
que se puede arribar desde cualquier mirada y del corazón mismo, como, estoy
seguro, lo hemos hecho quienes firmamos todos y cada uno de estos textos que,
junto a Sergio y su escritura, ponen de manifiesto ese común sueño que nos otorga
la realidad.
Pedro
M. Domene
Editor
Presentación,
Xalapa, Universidad Veracruzana, 2002.
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