Alejandro López Andrada
El narrador
cordobés (Villanueva del Duque, 1957) recupera su memoria y el paisaje de Los
Pedroches en la trilogía, El viento derruido (2017), Los años de la niebla
(2018), y próximamente con El óxido del cielo, que ahora reedita la editorial Almuzara.
“Lo que cuento en estos libros es la sustancia poética que alimenta y alimentó
siempre mi vida. Y espiritualmente me nutro de esa experiencia y de todos los
recuerdos que me ligan a ese tiempo rural desvanecido”.
Su vocación
literaria inicial se orientó hacia la lírica, y desde 1989 ha publicado algunos
títulos significativos, Códice de la
melancolía (1989), Los pájaros del
frío (2000), El vuelo de la bruma
(2005), La tumba del arco iris (2013)
y Los ángulos del cielo (2014). Entre
su narrativa, El libro de las aguas (2007), Los ojos de Natalie Wood (2012),
Los álamos de Cristo (2014), El jardín vertical (2015), Entre zarzas y asflato
(2015) y Los perros de la eternidad (2016). En La esquina del mundo (2012)
ofrece un género fronterizo entre poesía, reflexión, aforismo y memoria.
¿El sentimiento de
temporalidad está, de alguna manera, ligado a la fugacidad?
Creo que ambos
conceptos van muy unidos. La fugacidad del tiempo, su paso veloz, está relacionado
claramente con la temporalidad y, especialmente, con el sentido de lo efímero.
La vida pasa en un soplo, como suele decirse, y uno casi siempre escribe para
rescatar los buenos días perdidos e intentar, de ese modo, detener el tiempo.
Se lo pregunto por
ese proyecto recobrado, ahora, sobre la memoria de toda una comarca, Los
Pedroches, ¿casi como una realidad de nuestra memoria?
Mi vida
siempre ha estado ligada, ahora no tanto, al paisaje físico de los Pedroches,
la comarca del norte de Córdoba donde vi la luz primera. Por ello, todas mis
mejores vivencias infantiles, mi contacto con la Naturaleza y el paisaje
de esa zona, marcaron no solo mi modo de ser y estar en el mundo, sino también
mi manera de escribir e interpretar literariamente ese mundo rural que fecundó
mi sangre y mis pupilas desde que era muy niño. En este sentido, creo que mi
vida (la de un niño nacido en la posguerra en un medio rural) puede ser
parecida a las de otros que lo hicieron en un ambiente semejante al mío. Y en
este sentido creo que mis libros de la trilogía rural (“El viento derruido”,
“Los años de la niebla” y “El óxido del cielo”) conectan con esa memoria rural
a nivel colectivo.
Más de una década
después aparece El viento derruido (2017),
¿en realidad, una revisión que, de alguna manera, elogia la naturaleza y el
tiempo?
Creo que sí,
que la nueva edición de El viento
derruido, editado el pasado año en Almuzara, me ha servido personalmente
para hacer una revisión, no solo a nivel textual y literario, sino también
emotivo, emocional, resaltando ese elogio de la Naturaleza y el tiempo
vivido en mi pueblo natal, Villanueva del Duque, y en sus cercanías. Lo que
cuento en este libro es la sustancia poética que alimenta y alimentó siempre mi
vida. Y espiritualmente me nutro de esa experiencia y de todos los recuerdos
que me ligan a ese tiempo rural desvanecido.
El viento derruido ¿está
planteado como un ensayo para ser contado como una novela?
En mi libro El viento derruido creo que se mezclan
varios géneros: el periodismo, la poesía, el ensayo, el relato, la
autobiografía y la crónica viajera. Todo ello mezclado en la coctelera de mi
estilo literario hace, de algún modo, que la narración vaya fluyendo con el
ritmo de una novela contada por sus propios protagonistas, entre los cuales
estoy yo, que soy quien ejerce de vehículo de cohesión entre las vidas narradas
en el volumen.
¿Se trata de contar una vida donde existen tantas vidas
como trasfondo?
Mi vida, contada desde la perspectiva de los años, sumergida
en aquel universo campesino, coexistió, y aun coexiste, con las otras
vidas rurales que aparecen en mi libro. Por eso me mezclo y diluyo muchas veces
con los otros protagonistas, los auténticos, de mi obra, que son los
campesinos, los mineros, los esquiladores, los hortelanos o los pastores.
Ellos, con todas sus vidas y experiencias,
son los que sustancian, incluso más que yo, el sustrato poético y
narrativo de mi obra.
¿Las faenas cotidianas, los quehaceres y las labores
desaparecen con el paso del tiempo por ese viento derruido?
Ya el título del libro es en sí la metáfora nítida, o la
alegoría, de esa devastación íntima y rural. De aquel mundo ya nada existe, si
no es dentro de la memoria de quienes en su día lo conocimos. Quien no conoció
aquel mundo, por tanto, a mi modo de ver, no puede escribir sobre él, ya que lo
ignora. Para poder dibujarlo con palabras uno tiene que haber conocido el
abandono, la pobreza, el silencio, la amargura y el olvido de un mundo rural
que desapareció.
La imagen de las cigüeñas, las
abundantes ruinas, las hermosas colinas y los espacios de su tierra, mientras
cae una fina lluvia que bendice los rincones de esa memoria, ¿es la imagen que
debe retener en su retina el lector?
Bueno, esa
enumeración de imágenes, tan nítidas y poéticas, evoca sin duda la atmósfera de aquel mundo campesino hoy
fantasmal. Y estoy convencido de que el lector que entre a mi libro saldrá con
el alma empañada, corroída, por el blando silencio de esa pertinaz llovizna que
impregnó hace ya tiempo el universo en
que viví.
Una hipotética
segunda parte de la trilogía, Los años de la niebla (2018), ¿reivindica, de alguna manera, una cultura popular sobre el mundo de
los pastores?
Como bien dice
la nota editorial de Almuzara en la contraportada del libro, Los años de la niebla, recién aparecido,
es el segundo eslabón de mi trilogía rural comenzada con El viento derruido. Y, por otro lado, no pretendo tanto reivindicar
el mundo de los pastores sino más bien resaltar su dignidad y su amor verdadero
a la Naturaleza,
el respeto al paisaje en el que vivían. Ellos sí que eran verdaderos
ecologistas y no todos estos “modernos” que tanto cacarean su lucha por el
medio ambiente pisando a diario moqueta, esos ecologistas de salón que no saben
distinguir un nogal de un almendro, o una perdiz de un alcaraván.
Parece que sus dos
libros sobre ese mundo perdido han encontrado bastante eco en algunas
comunidades del norte de nuestro país, ¿quizá porque allí se entiende mejor su
proyecto?
Creo que mi
modo de escribir, unido a lo que cuento en mis libros, se ciñe más, quizá
también por mi carácter, al modo de ser y de estar en el mundo que tiene la
gente del norte de España. Aquí, en el Sur, aunque no es nada bueno generalizar
–yo no lo hago- la gente piensa y siente de un modo distinto a como pienso y
siento yo. En este sentido, debo reconocer que, por mi modo de ser y mi
carácter, me siento bastante extremeño y castellano. Mi escritura es húmeda,
umbría, quizá le falta el calor, la alegre textura y la luz del Sur.
Ahora, Los años de la niebla, se perfila como un documento excepcional
que nos otorga la visión de una auténtica labor de campo, ¿se trata de un paso
más en su proyecto de memoria viva?
Elaborar este
libro me llevó mucho tiempo: entrevistar a un puñado de pastores, patear
rincones campesinos, pueblos y paisajes de mi comarca, requiere de un esfuerzo,
y, sobre todo, de un enorme amor a lo que uno hace. Luego, escribir el libro, y
ahora reescribirlo para su reedición, fue una tarea ardua, pero a la vez gozosa
y positiva. Por eso pienso seguir indagando en el mundo de la memoria rural.
Para mí, por suerte, esto no es una moda. Siempre he escrito de esto; no como
otros autores que, quizá sin proponérselo, han sido catalogados por “el
establishment literario” como los descubridores de la Literatura Rural,
sin haber vivido desde dentro esa cultura. Es como si yo, un escritor rural, me
pusiera a escribir sobre Viena, Estocolmo o Nueva York, y me consideraran como
el escritor que ha descubierto la literatura urbana. Lo que ocurre en este
país, no sucede en otros. Así nos va.
¿Ha intentado usted
escribir sobre el arte del pastoreo y, al mismo tiempo, integrarse en la
narración como un personaje más?
No lo he
tenido que intentar; mi libro, desde su inicio, es un relato literario en el
que mi yo ejerce como protagonista, junto a los pastores, de la materia
narrada. Y eso sucede con naturalidad, sin ninguna impostura ni engaño por mi
parte. Mi cultura rural siempre bebió del pastoreo. Las personas que me
enseñaron, sin saberlo, la magia y el arte de escribir poesía fueron dos
pastores, Paco y Bibiana, con los que viví los mejores instantes de mi niñez.
¿El comienzo de Los años de la niebla es una
auténtica invitación a sumergirse en ese silbo de un pastor que cubre los campos
de serenidad, de una profunda y sutil melancolía, como usted escribe?
No
puedo decir con seguridad si será así. Pero sí estoy seguro de que quien se
adentre en el relato que va hilando los hechos y las historias de mi libro
sentirá a cada instante el silbo de un pastor y el murmullo ambarino, sobrio,
impenitente, de las esquilas cruzando la memoria de una dehesa cubierta por el
frío. Ahí es donde reside la esencial melancolía que recorre mi libro “Los años
de la niebla”, en el frío y la niebla que envolvía el discurrir cotidiano y
vital de los pastores de mi tierra. De ello se habla en mi obra en un tono
melancólico que tiene que ver con la desaparición de un modo de ser, de estar y
de vivir.
¿Qué nos ofrecerá el siguiente volumen de su trilogía El óxido
del cielo?
Mi siguiente
libro, El óxido del cielo, es el que
echa la llave a esta trilogía rural evocando la vida de los viejos herradores,
los que herraban antaño las bestias de labranza, y de los herreros que
construían las piezas con las que se servían los agricultores para arar,
sembrar la tierra, y, unos meses después, segar la cebada o el trigo. Sus
protagonistas, un puñado de hombres curtidos en tareas campesinas, son los
últimos herradores de aquel mundo rural, sobrio y primitivo, que hace ya varias
décadas desapareció. Con la escritura de este y los otros dos libros ya
editados de la trilogía creo he llevado a cabo un proyecto literario
absolutamente atípico, a contracorriente, probablemente único en este país,
donde según parece casi todo el mundo se avergüenza y reniega de su pasado
rural. Yo, al contrario, reivindico el lugar de donde vengo y jamás me he
avergonzado de defender su memoria, mis raíces.
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