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jueves, 10 de mayo de 2018

Hoy tomo café con…


Alejandro López Andrada


       El narrador cordobés (Villanueva del Duque, 1957) recupera su memoria y el paisaje de Los Pedroches en la trilogía, El viento derruido (2017), Los años de la niebla (2018), y próximamente con El óxido del cielo, que ahora reedita la editorial Almuzara. “Lo que cuento en estos libros es la sustancia poética que alimenta y alimentó siempre mi vida. Y espiritualmente me nutro de esa experiencia y de todos los recuerdos que me ligan a ese tiempo rural desvanecido”.
       Su vocación literaria inicial se orientó hacia la lírica, y desde 1989 ha publicado algunos títulos significativos, Códice de la melancolía (1989), Los pájaros del frío (2000), El vuelo de la bruma (2005), La tumba del arco iris (2013) y Los ángulos del cielo (2014). Entre su narrativa, El libro de las aguas (2007), Los ojos de Natalie Wood (2012), Los álamos de Cristo (2014), El jardín vertical (2015), Entre zarzas y asflato (2015) y Los perros de la eternidad (2016). En La esquina del mundo (2012) ofrece un género fronterizo entre poesía, reflexión, aforismo y memoria.



¿El sentimiento de temporalidad está, de alguna manera, ligado a la fugacidad?
       Creo que ambos conceptos van muy unidos. La fugacidad del tiempo, su paso veloz, está relacionado claramente con la temporalidad y, especialmente, con el sentido de lo efímero. La vida pasa en un soplo, como suele decirse, y uno casi siempre escribe para rescatar los buenos días perdidos e intentar, de ese modo, detener el tiempo.


Se lo pregunto por ese proyecto recobrado, ahora, sobre la memoria de toda una comarca, Los Pedroches, ¿casi como una realidad de nuestra memoria?
       Mi vida siempre ha estado ligada, ahora no tanto, al paisaje físico de los Pedroches, la comarca del norte de Córdoba donde vi la luz primera. Por ello, todas mis mejores vivencias infantiles, mi contacto con la Naturaleza y el paisaje de esa zona, marcaron no solo mi modo de ser y estar en el mundo, sino también mi manera de escribir e interpretar literariamente ese mundo rural que fecundó mi sangre y mis pupilas desde que era muy niño. En este sentido, creo que mi vida (la de un niño nacido en la posguerra en un medio rural) puede ser parecida a las de otros que lo hicieron en un ambiente semejante al mío. Y en este sentido creo que mis libros de la trilogía rural (“El viento derruido”, “Los años de la niebla” y “El óxido del cielo”) conectan con esa memoria rural a nivel colectivo. 


Más de una década después aparece El viento derruido (2017), ¿en realidad, una revisión que, de alguna manera, elogia la naturaleza y el tiempo?
       Creo que sí, que la nueva edición de El viento derruido, editado el pasado año en Almuzara, me ha servido personalmente para hacer una revisión, no solo a nivel textual y literario, sino también emotivo, emocional, resaltando ese elogio de la Naturaleza y el tiempo vivido en mi pueblo natal, Villanueva del Duque, y en sus cercanías. Lo que cuento en este libro es la sustancia poética que alimenta y alimentó siempre mi vida. Y espiritualmente me nutro de esa experiencia y de todos los recuerdos que me ligan a ese tiempo rural desvanecido.



El viento derruido ¿está planteado como un ensayo para ser contado como una novela?
       En mi libro El viento derruido creo que se mezclan varios géneros: el periodismo, la poesía, el ensayo, el relato, la autobiografía y la crónica viajera. Todo ello mezclado en la coctelera de mi estilo literario hace, de algún modo, que la narración vaya fluyendo con el ritmo de una novela contada por sus propios protagonistas, entre los cuales estoy yo, que soy quien ejerce de vehículo de cohesión entre las vidas narradas en el volumen.

¿Se trata de contar una vida donde existen tantas vidas como trasfondo?
       Mi vida, contada desde la perspectiva de los años, sumergida en aquel universo  campesino,  coexistió, y aun coexiste, con las otras vidas rurales que aparecen en mi libro. Por eso me mezclo y diluyo muchas veces con los otros protagonistas, los auténticos, de mi obra, que son los campesinos, los mineros, los esquiladores, los hortelanos o los pastores. Ellos, con todas sus vidas y experiencias,  son los que sustancian, incluso más que yo, el sustrato poético y narrativo de mi obra.

¿Las faenas cotidianas, los quehaceres y las labores desaparecen con el paso del tiempo por ese viento derruido?
       Ya el título del libro es en sí la metáfora nítida, o la alegoría, de esa devastación íntima y rural. De aquel mundo ya nada existe, si no es dentro de la memoria de quienes en su día lo conocimos. Quien no conoció aquel mundo, por tanto, a mi modo de ver, no puede escribir sobre él, ya que lo ignora. Para poder dibujarlo con palabras uno tiene que haber conocido el abandono, la pobreza, el silencio, la amargura y el olvido de un mundo rural que desapareció.

La imagen de las cigüeñas, las abundantes ruinas, las hermosas colinas y los espacios de su tierra, mientras cae una fina lluvia que bendice los rincones de esa memoria, ¿es la imagen que debe retener en su retina el lector?
       Bueno, esa enumeración de imágenes, tan nítidas y poéticas, evoca sin duda  la atmósfera de aquel mundo campesino hoy fantasmal. Y estoy convencido de que el lector que entre a mi libro saldrá con el alma empañada, corroída, por el blando silencio de esa pertinaz llovizna que impregnó  hace ya tiempo el universo en que viví. 

Una hipotética segunda parte de la trilogía, Los años de la niebla (2018), ¿reivindica, de alguna manera, una cultura popular sobre el mundo de los pastores?
       Como bien dice la nota editorial de Almuzara en la contraportada del libro, Los años de la niebla, recién aparecido, es el segundo eslabón de mi trilogía rural comenzada con El viento derruido. Y, por otro lado, no pretendo tanto reivindicar el mundo de los pastores sino más bien resaltar su dignidad y su amor verdadero a la Naturaleza, el respeto al paisaje en el que vivían. Ellos sí que eran verdaderos ecologistas y no todos estos “modernos” que tanto cacarean su lucha por el medio ambiente pisando a diario moqueta, esos ecologistas de salón que no saben distinguir un nogal de un almendro, o una perdiz de un alcaraván. 

Parece que sus dos libros sobre ese mundo perdido han encontrado bastante eco en algunas comunidades del norte de nuestro país, ¿quizá porque allí se entiende mejor su proyecto?
       Creo que mi modo de escribir, unido a lo que cuento en mis libros, se ciñe más, quizá también por mi carácter, al modo de ser y de estar en el mundo que tiene la gente del norte de España. Aquí, en el Sur, aunque no es nada bueno generalizar –yo no lo hago- la gente piensa y siente de un modo distinto a como pienso y siento yo. En este sentido, debo reconocer que, por mi modo de ser y mi carácter, me siento bastante extremeño y castellano. Mi escritura es húmeda, umbría, quizá le falta el calor, la alegre textura y la luz del Sur.



Ahora, Los años de la niebla, se perfila como un documento excepcional que nos otorga la visión de una auténtica labor de campo, ¿se trata de un paso más en su proyecto de memoria viva?
       Elaborar este libro me llevó mucho tiempo: entrevistar a un puñado de pastores, patear rincones campesinos, pueblos y paisajes de mi comarca, requiere de un esfuerzo, y, sobre todo, de un enorme amor a lo que uno hace. Luego, escribir el libro, y ahora reescribirlo para su reedición, fue una tarea ardua, pero a la vez gozosa y positiva. Por eso pienso seguir indagando en el mundo de la memoria rural. Para mí, por suerte, esto no es una moda. Siempre he escrito de esto; no como otros autores que, quizá sin proponérselo, han sido catalogados por “el establishment literario” como los descubridores de la Literatura Rural, sin haber vivido desde dentro esa cultura. Es como si yo, un escritor rural, me pusiera a escribir sobre Viena, Estocolmo o Nueva York, y me consideraran como el escritor que ha descubierto la literatura urbana. Lo que ocurre en este país, no sucede en otros. Así nos va.

¿Ha intentado usted escribir sobre el arte del pastoreo y, al mismo tiempo, integrarse en la narración como un personaje más?
       No lo he tenido que intentar; mi libro, desde su inicio, es un relato literario en el que mi yo ejerce como protagonista, junto a los pastores, de la materia narrada. Y eso sucede con naturalidad, sin ninguna impostura ni engaño por mi parte. Mi cultura rural siempre bebió del pastoreo. Las personas que me enseñaron, sin saberlo, la magia y el arte de escribir poesía fueron dos pastores, Paco y Bibiana, con los que viví los mejores instantes de mi niñez.

¿El comienzo de Los años de la niebla es una auténtica invitación a sumergirse en ese silbo de un pastor que cubre los campos de serenidad, de una profunda y sutil melancolía, como usted escribe?
        No puedo decir con seguridad si será así. Pero sí estoy seguro de que quien se adentre en el relato que va hilando los hechos y las historias de mi libro sentirá a cada instante el silbo de un pastor y el murmullo ambarino, sobrio, impenitente, de las esquilas cruzando la memoria de una dehesa cubierta por el frío. Ahí es donde reside la esencial melancolía que recorre mi libro “Los años de la niebla”, en el frío y la niebla que envolvía el discurrir cotidiano y vital de los pastores de mi tierra. De ello se habla en mi obra en un tono melancólico que tiene que ver con la desaparición de un modo de ser, de estar y de vivir.

¿Qué nos ofrecerá el siguiente volumen de su trilogía El óxido del cielo?      
       Mi siguiente libro, El óxido del cielo, es el que echa la llave a esta trilogía rural evocando la vida de los viejos herradores, los que herraban antaño las bestias de labranza, y de los herreros que construían las piezas con las que se servían los agricultores para arar, sembrar la tierra, y, unos meses después, segar la cebada o el trigo. Sus protagonistas, un puñado de hombres curtidos en tareas campesinas, son los últimos herradores de aquel mundo rural, sobrio y primitivo, que hace ya varias décadas desapareció. Con la escritura de este y los otros dos libros ya editados de la trilogía creo he llevado a cabo un proyecto literario absolutamente atípico, a contracorriente, probablemente único en este país, donde según parece casi todo el mundo se avergüenza y reniega de su pasado rural. Yo, al contrario, reivindico el lugar de donde vengo y jamás me he avergonzado de defender su memoria, mis raíces.

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