LA NARRATIVA EN
CUADERNOS DEL SUR: 25 AÑOS DESPUÉS
Una cita semanal con los libros,
durante 25 años, ofrece la suficiente perspectiva para que establezcamos un
cierto canon de la narrativa española y/o andaluza, con una visión plural de un
género con corrientes y propuestas culturales dilatadas a lo largo de este
tiempo. Si fijamos una década después de la instauración de la democracia,
hacia 1986, cuando nace «Cuadernos del Sur», el suplemento se convierte en un
escaparate que ofrece debates, celebra conmemoraciones, publica monográficos y
apunta abundantes noticias bibliográficas que, desde el ámbito regional, han
ido calando en el panorama nacional. Varias décadas después algunos estudiosos
se han atrevido con alguna que otra monografía acerca del panorama narrativo
del período expuesto, aunque escasean ensayos de cierta envergadura en torno a
corrientes y propuestas narrativas; igualmente, se echan en falta estudios de
fondo sobre los nombres que han destacado y brillado con luz propia: José María
Merino, Juan José Millás, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Javier Marías, Enrique
Vila Matas, Antonio Muñoz
Molina, Ignacio Martínez
de Pisón, Lorenzo Silva, o el más mediático de todos, Arturo Pérez Reverte. En
la segunda mitad de los años ochenta, los españoles tuvimos conciencia de que,
definitivamente, en España habíamos pasado de un acentuado franquismo a una
postmodernidad que llevaría a nuestros autores a trabajar en obras de carácter
más individual, a escribir una literatura menos clasificable. Conviene apuntar
cómo definir los rasgos de la novela en la democracia, y recordar algunas de
sus denominaciones, «nueva novela», «última narrativa», «última novela»,
«narrativa joven», «narrativa postmoderna» o «nueva narrativa» cuando a partir
de 1985 se pretendió agrupar la obra de jóvenes narradores que por entonces
consiguieron la atención de editores, medios de comunicación, crítica y, por
añadidura, de los lectores. Se hablaba de novelas de modelo poemático,
imaginativo o lúdico debido a esa apertura a ámbitos culturales mayores, pero
sobre todo a contactos frecuentes con literatura extranjera, y el abandono de
una ideología partidista. Se estableció una relación más comercial entre el
escritor y el lector, y una nómina de jóvenes irrumpieron en el panorama
narrativo, y sentaron las bases de esa diferencia en la situación democrática
que actuaría como motor mismo del cambio social que se venía experimentando.
Hacia la mitad de la década, se publicaron novelas de autores, de variada
factura, La media distancia (1984), de Alejandro Gándara, El rapto
del Santo Grial (1984), de Paloma Díaz Mas, La ternura del dragón (1984),
de Ignacio Martínez
de Pisón, El año de Gracia (1985), de Cristina Fernández Cubas, El Sur
(1985), de Adelaida García Morales, Luna de lobos (1985), de Julio
Llamazares, La dama de viento Sur (1985), de Javier García Sánchez, Historia
abreviada de la literatura portátil (1985), de Enrique Vila Matas, El
pasaje de la luna (1985), de Miguel Sánchez Ostiz, La sonrisa etrusca (1985),
de José Luis Sampedro, La orilla oscura (1985), de José María Merino y
al año siguiente, otras notables como Beatus Ille (1986), de Antonio Muñoz Molina, La
noche del tramoyista (1986), de Pedro Zarraluki, Las sombras rojas
(1986), de Francisco J. Satué, Opium (1986) de Jesús Ferrero, El
hombre sentimental (1986), de Javier Marías, La claque (1986), de
Juan Miñana, Los delitos insignificantes (1986), de Álvaro Pombo y Burdeos
(1986), de Soledad Puértolas, La fuente de la edad (1986), de Luis Mateo
Díez, Las edades de Lulú (1989), Almudena Grandes. Esta especie de boom
de algunos considerados «jóvenes», con una incipiente e interesante obra,
motivó que mimados por editoriales, prensa y lectores, se iniciaran en nuevos caminos.
Los jóvenes escritores ahora son libres y tienen libertad, dominan las
técnicas, escriben con calidad y su conciencia les lleva a una heterogeneidad
de tendencias que oscilan entre novelas de asunto histórico, relatos
testimoniales, un concepto de metaliteratura, o el intimismo, porque muchas de
estas novelas tienen en común la soledad, la falta de comunicación, la
alineación, la situación existencial, y aunque el experimentalismo suena a
caduco, no dejan de recurrir a este fenómeno cuando para sus fines resulta
útil, como nunca abandonarán la innovación aunque subrayen los aspectos
temáticos frente a los formales de décadas anteriores, y aparezcan nuevos
temas: el humor y lo desenfadado para conectar con un siempre curioso lector.
La narrativa publicada en la
democracia suele ser una novela breve, ubicada en la ciudad, retrata
particularidades, y protagonizada por personajes solos o aislados, aunque nunca
bajo ese manto que se le supone a la introspección psicológica, más bien, se
interroga sobre cuestiones fundamentales: el amor, el odio, la soledad, el
dolor, o el destino. Iniciada en los noventa, a lo largo de la década, surge la
renovación de toda una época, planteada tras la instauración de la democracia. Una
nueva nómina de escritores irrumpe con fuerza y tratará de convertir la novela
y sus relatos, en general, en un acto de responsabilidad e indagación en ese
territorio; casos de Belén Gopegui La escala de los mapas (1993), Juan
Manuel González Cuaderno de combate azul (1993), José Ángel González, Un
mundo exasperado (1995), Menchu Gutiérrez Viaje de estudios (1995),
Andrés Ibáñez La música del mundo (1995), Juana Salabert Arde lo que
será (1996), Fernando Aramburu, Fuegos con limón (1996), Antonio
Orejudo Fabulosas narraciones por historias (1996), Rafael Chirbes La
larga marcha (1996), o fenómenos literarios como el de Antonio Gala,
dramaturgo de éxito, en los 70 y 80, que obtenía el Premio Planeta, en 1990,
por su primera novela El manuscrito carmesí, a la que han seguido, La
pasión turca (1993) o Más allá del jardín (1995), Las afueras de
Dios (1999), El pedestal de las estatuas (2007) o Los papeles de
agua (2008).
Tendencias
de la novela actual
Cuando el modelo narrativo tendió
a disolverse y el experimentalismo quedó caduco, surgieron nuevas tendencias
que en estas dos últimas décadas han llevado a clasificar la novela actual en
una vertiente autobiográfica, una mítico-fantástica e, incluso, una erótica.
Poco después se hablaba de una visión introspectiva, una lírica, una
costumbrista, una tildada de novela-reportaje, la novela generacional y la
metanovela, con representantes tan ilustres hoy como Enrique Vila-Matas, y
también, la denominada novela policíaca, apoyada por medios de comunicación y
calificada como la adaptación de un género foráneo considerado literatura
menor, de fácil lectura, y que lo único que aporta es argumento, intriga, temas
morbosos o desenlaces efectistas, cultivada por autores de renombrado prestigio
hoy como Eduardo Mendoza, Antonio
Muñoz Molina, Rafael Chirbes, Jorge Martínez Reverte y los
clásicos, Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma, Andreu Martín,
Juan Madrid, Carlos Pérez Merinero, o recientemente Lorenzo Silva, entre otros.
Reflexiones que nos llevan a pensar en una fecunda conexión del narrador
español, con el público lector amparado por ese interés que ha pulsado la
novela actual como la percepción que se le supone a la intimidad, el despliegue
hacia un espacio más imaginario, y como una metáfora de la inconsistencia de lo
real y la identidad propia, la vuelta a un pasado que se desvela a través de
una historia, incluso vislumbra una solución literaria para los conflictos
humanos.
Algunos
autores los denominados best-sellers
El fenómeno que más ha
sorprendido en estas últimas décadas ha sido el de Arturo Pérez Reverte
(Cartagena, Murcia, 1951) que, cuando publicó El húsar (1986), apenas si
tuvo atención alguna, ni por parte de la crítica, ni siquiera de los lectores,
hasta su desembarco en Alfaguara con La tabla de Flandes (1990), El
club Dumas (1993) o La piel del tambor (1996), toda una cadena de
éxitos de ventas no solo en España sino en buena parte del resto de Europa, y
el mundo, junto a la serie iniciada con El capitán Alatriste (1996) que
después ha continuado en Limpieza de sangre (1997), El sol de Breda
(1998), El oro del rey (2000), El caballero del jubón amarillo
(2003), hasta un total de siete entregas, la última, El puente de los
asesinos (2011). Su obra combina ingredientes sentimentales que se
disfrazan con compromisos éticos, el uso de estructuras clásicas de la novela
decimonónica y otros recursos que caracterizan a sus personajes como del cine
negro o de aventuras. Después vendría, La carta esférica (2000), La
reina del Sur (2002), Cabo Trafalgar (2004), El pintor de
batallas (2006) o El asedio (2010). A este fenómeno se sumaría,
Carlos Ruiz Zafón con La sombra del viento (2001), libro que se
exportaría a Francia, Alemania, Estados Unidos y muchos más países, un fenómeno
que se ha prolongado en los nombres de Javier Sierra, La cena secreta
(2004) Matilde Asensi, El último Catón (2001), Julia Navarro, La
Hermandad de la Sábana
Santa (2004) o Ildefonso Falcones, La catedral del mar
(2006).
Algunos
nombres
Los héroes de las novelas de Juan
José Millás (Valencia, 1946) coinciden con la época descrita, en sus historias
se refiere a hechos cotidianos de su generación porque el problema fundamental
para él y sus personajes sigue siendo el curso de las distintas etapas de la
vida, la evolución general de la misma o de la sociedad que varía por las
circunstancias externas, y por las posibilidades de solución que uno mismo
tiene. Millás sugiere la imagen del «doble», ese otro yo que cobra significado
en la dualidad del personaje para desarrollar su historia con un mínimo asunto.
Sus argumentos se concretan en una cualidad: la extrañeza. José Carlos
Mainer ha mostrado la densidad metafórica del escritor que esconde una
literatura de frontera entre transparencia y opacidad, entre esa realidad
clínicamente minuciosa, y un sentido turbador de la misma. Tonto,
muerto, bastardo e invisible (1995), es una muestra de esa asfixiante
exhibición de los recursos empleados por el escritor, y El orden alfabético (1998),
o No mires debajo de la cama (1999), el hallazgo de una nueva vía de
expresión que profundiza en la sutileza de sus obsesiones habituales. Laura
y Julio (2006), El mundo (2007) y Lo que sé de los hombrecillos (2010),
son sus últimas entregas narrativas. Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), es
el caso más representativo de escritor oculto durante largos años hasta que, de
una manera veraz, captó la atención de un lector inteligente porque ofrecía
fábulas repletas de literatura, y casos atípicos de personajes envueltos en
sucesos extraños: Historia abreviada de la literatura portátil (1985),
le abrió el camino de la renovada línea de una prosa bien escrita, y después
llegarían Hijos sin hijos (1991), Lejos de Veracruz (1995), Extraña
forma de vida (1997), una desdramatizada historia de escritores
desnortados, o El viaje vertical (1999), uno de sus mayores éxitos, el
viaje ficticio, como esa realidad moral, a partir de una estabilidad
abruptamente interrumpida. Entregas no menos sorprendentes, Bartleby y
compañía (2000), El mal de Montano (2002), Doctor Pasavento
(2005) y Dublinesca (2010), son ingeniosas novelas empapadas de buena
literatura, repletas de humor, en las que Vila-Matas consigue saltar de un
género a otro con el fin de demostrar que el proyecto de identidad se funde con
el propio yo.
La tentadora versatilidad del
género autobiográfico nos lleva a las últimas obras de Javier Marías (Madrid,
1951), Negra espalda del tiempo (1997), un relato entre la crónica, el
testimonio y la reflexión ensayística y divagatoria, sobre buena parte de su
obra anterior, como Todas las almas (1989) o en parte de sus relatos Mientras
ellas duermen (1994) y Cuando fui mortal (1996), aunque la crítica
recibió con cierta expectación sus novelas Corazón tan blanco (1992) y Mañana
en la batalla piensa en mí (1994), muestras de esa temática que exhibe
Marías, el secreto y la progresión de la verdad, la exploración indecisa de
episodios ocultos, como esa forma para alejarlo de la legitimidad, de la
digresión reflexiva. Con Tu rostro mañana1. Fiebre y lanza (2002), Baile
y sueño (2004), Veneno y sombra y adiós (2007), iniciaba la
construcción de un nuevo mundo narrativo, más sutil e inquietante, reflejo de
esa estrecha relación que lleva a sus textos, en semejanza y variedad. Los
enamoramientos (2011), es su última obra.
Narrativa
en el Sur
Mucho más comprometido, conmovido
por su propia historia personal y colectiva, nada escéptico en cuestiones
humanas o relaciones con sus semejantes se muestra Antonio Muñoz Molina
(Úbeda, Jaén, 1956), desde su primera novela Beatus Ille (1986) y las siguientes
El invierno en Lisboa (1987) y Beltenebros (1989), calificadas
como «la esencia del paradigma moderno». Algo indiscutible caracteriza a Muñoz
Molina, esa innegable aptitud para captar un presente ético e ideológico que
ofrece manifestaciones tan oblicuas y dispares como la realidad misma; su mundo
narrativo no resulta pasivo, ni neutral como mostraba en El jinete polaco
(1991), o en esa espléndida novela Plenilunio (1997), donde se
cuestionan algunas de esas ideas que circularon en la sociedad española: la
aceptación de la violencia, como natural e inevitable, el desprecio por los
demás, la celebración de la crueldad o el miedo del desvalido ante los más
poderosos. Un mensaje que, bastantes años después, sigue siendo válido, y llama
a la responsabilidad de cada cual, pero sobre todo insiste en algunas de las
formas con que el mal se encara en la sociedad actual aunque, como es habitual
en el escritor, los sentimientos de soledad, solidaridad y amor, también se
recogen porque parecen fundamentales en la existencia de cualquier individuo. Sefarad
(2001), se convirtió en una novela de novelas, y sus últimas entregas, El viento de la luna (2006) y La
noche de los tiempos (2009), muestran una creciente voluntad creadora.
Antonio Soler publicaba La noche (1986), Eduardo Mendicutti, autor de
una amplia obra narrativa breve y extensa, Siete contra Georgia (1987),
Justo Navarro El doble del doble (1988), Juan Campos Reina con Santepar
(1988), Gregorio Morales, La cuarta locura (1989) y José María Riera de
Leyva Lejos de Marrakech (1989). A esta nómina se uniría el
descubrimiento de Juan Eslava Galán, Premio Planeta en 1987, con En busca
del unicornio, la
poetisa Ana Rossetti que, con Plumas de España (1988),
inicia una extraordinaria producción narrativa, y, en la década de los 90,
Manuel Talens con La parábola de Carmen la Reina (1992), además de una
interesante promoción de jóvenes desde ámbitos de la lírica, el cuento e
incluso, el ensayo, entre ellos, Isaac Rosa, La malamemoria (1999), El
vano ayer (2004), El país del miedo (2008) y La mano invisible
(2011).
La década de los ochenta fue
importante porque se vuelve a la concepción de un género: el cuento, como ese
adecuado campo para la experimentación y la fantasía, por el uso del lenguaje,
el tono y la estructura narrativa de jóvenes valores que, décadas después,
vuelven a ese concepto en que lo narrativo constituye el elemento esencial con
una amplia variedad de tendencias como la ensayada por Muñoz Molina en Las
otras vidas (1988), relatos de atmósfera policíaca, con una actitud
distanciada e irónica, parodiando relatos de misterio; en esa misma línea Juan
Madrid ofrecía Un trabajo fácil (1984) o Cuentos de asfalto
(1987). No quisiéramos dejar pasar la ocasión de reivindicar el cuento escrito
en Andalucía porque, las características señaladas, determina lo significativo,
aquello que se cuenta sobre una base estricta, en la medida de lo necesario o
lo imprescindible, como una condensación en favor de la intensidad. Quizá
por eso la década de los 90 ofrece una nueva generación de narradores que
irrumpirá con fuerza en el panorama narrativo: Hipólito G. Navarro, Juan
Bonilla, Andrés Neuman, Félix J. Palma, Felipe Benítez Reyes, José Manuel
Benítez Ariza, Guillermo Busutil, Ángel Olgoso, Joaquín Pérez Azaústre o
Vicente Luis Mora, todos, al mismo tiempo con una característica común, su
dedicación a la narrativa extensa; muchos han probado suerte con la novela y su
resonancia en el panorama narrativo español es hoy importantísima. No olvidemos
que la novela es un género híbrido y todos los procedimientos narrativos y
técnicos de la literatura mundial están presentes en este nutrido grupo de
autores andaluces. Es frecuente encontrar cuentos que forman parte de novelas o
cuya técnica consiste en una composición de unidades narrativas menores que
funcionan como relatos independientes. Por citar algunas claves de estos
narradores: la narrativa de Hipólito G. Navarro se caracteriza por su
imprevisibilidad que lleva a sus cuentos a terrenos donde el humor campea junto
al absurdo, su última publicación Los últimos percances (Seix-Barral,
2005), es diferente tanto en su estructura como en su contenido; el jerezano
Juan Bonilla reflexiona en sus cuentos sobre los mecanismos de la violencia o
el enfrentamiento entre realidad/ ficción; en ocasiones, el núcleo argumental
revive el oficio de escritor o la creación literaria; hasta el momento ha
publicado alternativamente novela y cuento, premio Biblioteca Breve por Los
príncipes nubios (2003), o sus últimos relatos recogidos en El estadio
de mármol (2005); Andrés Neuman logra siempre establecer cierta distancia a
través de la ironía en sus relatos, ofrece una perspectiva de fondo parecida al
resultado que una imagen proyecta entre dos espejos, su novela Una vez Argentina,
fue finalista del Premio Herralde (2003), publicó su colección Alumbramiento
(2006), relatos con diferentes estrategias sobre el rol masculino: marido,
padre, héroe, luchador, aventurero, y otra serie de microcuentos donde vértigo,
concentración, intensidad y sugerencia adoptan otro modo de alumbramiento,
acaba de aparecer, Hacerse el muerto (2011). Félix J. Palma dibuja en
sus relatos una realidad que nos devuelve a otra cara repleta de espejos
cóncavos donde la soledad acentúa el dramatismo de nuestra existencia; ha
publicado las novelas, La corrientes oceánicas, Premio Internacional
Luis Berenguer (2006), El mapa del tiempo (2008) Premio Ateneo, y Las
interioridades (2002) y El menor espectáculo del mundo (2010),
singulares colecciones de relatos que muestra un mundo inquietante, de
escritura deslumbrante repleta de imágenes y realidades trastocadas por un
orden nuevo; Guillermo Busutil ensaya una técnica realista, propia del lenguaje
periodístico, con un ritmo ágil y fresco, historias cuyo final es tan
sorprendente como inesperado; Drugstore (2003) o Nada sabe tan bien
como la boca del verano (2005), con Vidas prometidas (Tropo, 2011),
ha llegado a la cota más alta que pueda llegarse en narrativa breve, esta
colección ofrece un brillante ejercicio reflexivo sobre la realidad
contemporánea. Desde Almería a Huelva, pasando Málaga, Granada, Córdoba,
Sevilla, Cádiz o Jaén, se unen a esa nómina incompleta, una firme apuesta
literaria para el siglo XXI, que ofrece lo mejor de la narrativa breve
contemporánea desde un comunidad tan rica y variopinta como es Andalucía, así
recordamos los nombres de Fanny Rubio, Pedro Tébar, Salvador Gutiérrez Solís,
Juan Cobos Wilkins, Javier Mijé, Andrés Pérez Domínguez, María Ángeles Martín,
Miguel Ángel Muñoz o Javier Puche, y un grupo heterogéneo, valiente, que en
Córdoba está haciendo una estupenda labor con respecto al relato, con
arriesgadas incursiones en el microcuento o minificción, entre los que habría
que destacar a Francisco A. Carrasco, con tres títulos hasta el momento, El
silencio insoportable del viajero y otros silencios (1999), La maldición
de Madame Bovary (2007) y Taxidermia (2011), Ricardo Reques, Fuera
de lugar (2011) y El enmendador de corazones (2011), Fernando Molero
Campos, En la playa (2006) y El heladero de Brooklyn (2011),
Antonio Rodríguez Jiménez, El inseminador de la margarita (2009) y Antonio
Luis Ginés, El fantástico hombre bala (2010).
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