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viernes, 7 de septiembre de 2018

Una novela corta de Francisco Villaespesa



EL ÚLTIMO ABDERRAMÁN

                                              A Sidi Ahmed-el-Muaz,
                                             al grande y noble poeta,
                                             gloria del Islam.

I

        El misterio de las constelaciones se rasga, por fin, ante los ojos atónitos, desmesurados de expectación, del príncipe Abderramán-ben-Abdemelic-el-Omeya, último descendiente de la más noble familia de Koreích, discípulo del sabio Alí-ben-Jusuf-el-Galid, ilustre hijo de Córdoba, cuyas tablas astronómicas sirvieron de pauta a las del célebre rey de los cristianos Alonso-ben-Ferdéland.
        El rostro pálido, consumido por la fiebre de las tenaces vigilias, se inclina ávidamente sobre las amplias tiras de piel de rinoceronte, donde signos mágicos trazan tortuosos caminos de serpientes.
        La vieja lámpara de bronce, trabajada a cincel como una joya, hermana de las cuatro mil setecientas que alumbraban la gran Aljama de Córdoba, pendiente por salomónicas cadenas de plata de la alta bóveda encristalada, arroja una luz lívida, casi sangrienta, nublada a veces por el revuelo de algún murciélago, sobre el amplio taburete de cedro incrustado de marfil y gemas, todo cubierto de rollos de pergamino y astrolabios.
        El trémulo resplandor de la luna envuelve el resto del atrevido observatorio que el genio de Azhuna levantara sobre la torre más soberbia de la Alhambra, como un penacho de pedrería sobre un turbante real, en un rútilo ensueño de plata fosforescente.
        —¡Bendecido el nombre del Señor! ¡Acatados sean sus designios! —murmura jubilosamente el joven príncipe.
        La bella testa varonil se alza triunfal.


        Los grandes ojos rasgados, donde la noche encendió la negra hoguera de sus ébanos profundos, se dilatan bajo las negras pestañas, como si quisieran absorber en sus retinas toda la luz de la Luna y la celeste claridad de la Hora.
        Por los abiertos ajimeces* asciende, con la luminosa polvareda estelar, el ensueño múltiple, fastuoso y primaveral de la ciudad dormida a la sombra de sus mil torres, de sus murallas cubiertas de hiedra, de sus cármenes desbordantes de flores.
        La música de las fuentes, de las innumerables fuentes de la Alhambra, perla de noche de frescura. Se la siente gotear, filtrarse palpitante en la entrañas removidas de la tierra fecunda, y correr por las venas de la sombra, como la sangre fragante y fabulosa de una eterna juventud. Los ruiseñores asaetan el espacio con su voz de cristal y de suspiros, desde los jardines de la Adarves, en los quioscos de la plaza de los Aljibes, entre los cipreses y los naranjos de los maravillosos patios del Alcázar, y más abajo en todos los cármenes que desbordan sobre el Dauro sus vivas canastillas de flores. Y sobre tantas bellezas, desde los astros perennes y rutilantes, los arcángeles del Silencio descienden por gráciles escalas de plata, con el índice en el labio, recogidas las alas, plegadas las túnicas, cautos los pasos, para no turbar el frágil encanto del misterio nocturno.
        Las hogueras de las atalayas parpadean como las pupilas vigilantes que luchan con el sueño, entre el verde profuso de los huertos y las manchas tenebrosas de los bosques abruptos. Y más allá, rasgando el cielo con su casco de plata, se eleva la montaña de la Nieve, como un centinela que custodia el sueño de la ciudad predilecta de Allah, la sultana de Occidente, de esa ciudad cuyo nombre es frescor de aguas y dulzura de mieles, de Granada la Bella.
        Bajo el doble arco de la puerta aparece la patriarcal figura de Alí-ben-Jusuf-el-Galid.
        Su luenga barba blanquea fluctuante a lo largo del amplio ropón de seda carmesí franjeado de oro.
        Bajo la nieve del turbante, la negra voracidad de sus ojos proyecta sobre el rostro escuálido una sobra de austera gravedad.
        —¡Alabado sea Allah, clemente y misericordioso! Su magnificencia derrame sobre tu frente, ¡oh, Abderramán, hijo de reyes, descendiente del Profeta, todos los bienes que prodigó a manos llenas sobre tu estirpe! —murmuró despacioso, inclinándose en una profunda reverencia hasta sentir la frialdad del pavimento bajo la palma de sus manos.
  
(Fragmento, El último Abderramán y otras novelas cortas; edición crítica de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018.



* Palabra del árabe al-šimāsa, es una ventana de dos aberturas dividida verticalmente en dos partes iguales mediante una pequeña columna o pilastrilla llamada mainel o parteluz, sobre la que se apoyan dos arcos, generalmente de medio punto o apuntados.

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