EL
ÚLTIMO ABDERRAMÁN
A Sidi
Ahmed-el-Muaz,
al
grande y noble poeta,
gloria
del Islam.
I
El misterio de las constelaciones se
rasga, por fin, ante los ojos atónitos, desmesurados de expectación, del
príncipe Abderramán-ben-Abdemelic-el-Omeya, último descendiente de la más noble
familia de Koreích, discípulo del sabio Alí-ben-Jusuf-el-Galid, ilustre hijo de
Córdoba, cuyas tablas astronómicas sirvieron de pauta a las del célebre rey de
los cristianos Alonso-ben-Ferdéland.
El rostro pálido, consumido por la
fiebre de las tenaces vigilias, se inclina ávidamente sobre las amplias tiras
de piel de rinoceronte, donde signos mágicos trazan tortuosos caminos de
serpientes.
La vieja lámpara de bronce, trabajada a
cincel como una joya, hermana de las cuatro mil setecientas que alumbraban la gran Aljama de
Córdoba, pendiente por salomónicas cadenas de plata de la alta bóveda
encristalada, arroja una luz lívida, casi sangrienta, nublada a veces por el
revuelo de algún murciélago, sobre el amplio taburete de cedro incrustado de
marfil y gemas, todo cubierto de rollos de pergamino y astrolabios.
El trémulo resplandor de la luna
envuelve el resto del atrevido observatorio que el genio de Azhuna levantara
sobre la torre más soberbia de la
Alhambra, como un penacho de pedrería sobre un turbante real,
en un rútilo ensueño de plata fosforescente.
—¡Bendecido el nombre del Señor!
¡Acatados sean sus designios! —murmura jubilosamente el joven príncipe.
La bella testa varonil se alza triunfal.
Los grandes ojos rasgados, donde la
noche encendió la negra hoguera de sus ébanos profundos, se dilatan bajo las
negras pestañas, como si quisieran absorber en sus retinas toda la luz de la Luna y la celeste claridad de
la Hora.
Por los abiertos ajimeces*
asciende, con la luminosa polvareda estelar, el ensueño múltiple, fastuoso y
primaveral de la ciudad dormida a la sombra de sus mil torres, de sus murallas
cubiertas de hiedra, de sus cármenes desbordantes de flores.
La música de las fuentes, de las
innumerables fuentes de la
Alhambra, perla de noche de frescura. Se la siente gotear,
filtrarse palpitante en la entrañas removidas de la tierra fecunda, y correr
por las venas de la sombra, como la sangre fragante y fabulosa de una eterna
juventud. Los ruiseñores asaetan el espacio con su voz de cristal y de
suspiros, desde los jardines de la
Adarves, en los quioscos de la plaza de los Aljibes, entre
los cipreses y los naranjos de los maravillosos patios del Alcázar, y más abajo
en todos los cármenes que desbordan sobre el Dauro sus vivas canastillas de
flores. Y sobre tantas bellezas, desde los astros perennes y rutilantes, los
arcángeles del Silencio descienden por gráciles escalas de plata, con el índice
en el labio, recogidas las alas, plegadas las túnicas, cautos los pasos, para
no turbar el frágil encanto del misterio nocturno.
Las hogueras de las atalayas parpadean
como las pupilas vigilantes que luchan con el sueño, entre el verde profuso de
los huertos y las manchas tenebrosas de los bosques abruptos. Y más allá,
rasgando el cielo con su casco de plata, se eleva la montaña de la Nieve, como un centinela que
custodia el sueño de la ciudad predilecta de Allah, la sultana de Occidente, de
esa ciudad cuyo nombre es frescor de aguas y dulzura de mieles, de Granada la Bella.
Bajo el doble arco de la puerta aparece
la patriarcal figura de Alí-ben-Jusuf-el-Galid.
Su luenga barba blanquea fluctuante a lo
largo del amplio ropón de seda carmesí franjeado de oro.
Bajo la nieve del turbante, la negra voracidad
de sus ojos proyecta sobre el rostro escuálido una sobra de austera gravedad.
—¡Alabado sea Allah, clemente y
misericordioso! Su magnificencia derrame sobre tu frente, ¡oh, Abderramán, hijo
de reyes, descendiente del Profeta, todos los bienes que prodigó a manos llenas
sobre tu estirpe! —murmuró despacioso, inclinándose en una profunda reverencia
hasta sentir la frialdad del pavimento bajo la palma de sus manos.
(Fragmento, El último Abderramán y otras novelas cortas; edición crítica de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018.
* Palabra del árabe al-šimāsa, es una ventana de dos aberturas dividida verticalmente en
dos partes iguales mediante una pequeña columna o pilastrilla llamada mainel o
parteluz, sobre la que se apoyan dos arcos, generalmente de medio punto o
apuntados.
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