Fermín
Herrero
POÉTICA AGRARIA
La poesía y el campo son para mí sinónimos. Cuántas veces me
habrán venido, desde lo impenetrable y por tanto ilimitado, los versos así, al
natural, mientras contemplaba la sierra y la veguilla desde mi despacho al aire
libre, recostado al abrigo o a la sombra de las risqueras de Las Peñas, encima
del regacho que recoge el agua purísima y escasa de los barrancos de
Fuentegalindo y Fuentelapeña, en medio de una soledad absoluta y un silencio
sobrecogedor.
En realidad, en cualquier paraje del término de mi pueblo o de
la comarca a la que pertenece, abandonada por el hombre casi por completo, con
una densidad media de población inferior al Sahara, el misterio de la creación,
la poesía, está, anda suelta, sin mancillar por el mundanal ruïdo. Sólo se
necesita un poco de atención y mucho cuidado para darle acogida. Tal vez convenga,
para no perturbarla mucho, haber conocido el campo por dentro y desde fuera,
una mirada doble difícil de lograr, toda vez que el agricultor o ganadero,
acuciado por su afán utilitario y las secuelas del “pueblo chico, infierno
grande”, no suele detenerse a intentar siquiera ver el paisaje, mientras que el
que llega ajeno, aunque sea cargado de emoción bucólica y bagaje lírico, si no
penetra humildemente en la labor del tiempo sobre las cosas y en su sentido,
apenas conseguirá postales epidérmicas. Pero no lo sé. En todo caso, en lo que
a mí respecta he tenido suerte, la inmensa suerte de haber disfrutado de una
niñez libre y pueblerina y haber tenido luego la posibilidad de formarme en las
ciudades, de leer cuanto la poesía universal nos ha legado. La que no tuvo la
generación de mis padres, a los que he dado voz para remediar un poco que la
guerra, posguerra y fatigas que han pasado les hayan impedido tener un relato,
que se dice modernamente ahora.
En este tiempo he sido testigo de los estertores de una
civilización, la campesina, aún casi sin malear en mi infancia, hecha de
sosiego y lentitud, de contemplación del cielo y sus veleidades, de tiempo
cíclico unido al eterno retorno de las estaciones, en fin, de todo aquello que
está a mi juicio en el centro del fenómeno poético. Y, con ella, la
desaparición de un lenguaje secular decantado a través de generaciones, de una
pureza y austeridad semejante a la desnudez sin defensa, a la tierra pelada del
alto llano numantino. Un lenguaje cuyo acendramiento y depuración, sin “ens
fictum” ni artificios literarios o de los mass media, representa, a mi escaso
entender, la reducción a lo esencial que debe perseguir cualquier poética que
se precie de serlo. Y, sobre todo, una depuración ejemplar del conocimiento, siempre
en pos de una sencillez honda, que no se puede alcanzar mediante la sobrecarga
semántica, sino gracias a una sintaxis abrupta, entrecortada, sostenida en la
elipsis, que se encarga de eliminar por sí misma todo lo superfluo.
Por otro lado, de joven trabajé la tierra y bien sé que la
agricultura y la poesía son oficios parecidos, en los que el manejo de la
palabra o del apero es lo decisivo, lo es todo para enderezar por derechura el
surco o el verso, que no conviene olvidar que etimológicamente tienen el mismo
origen y así cuando el tractorista voltea el arado en el desorillo remeda, o
viceversa, al versificador que encabalga dos líneas. No insistiré más, creo que
me basta con acudir a mi admirada Hannah Arendt, mujer urbana y cosmopolita:
“La agricultura no es sólo la actividad más antigua sino también la más
sagrada, porque muestra exactamente el punto en el que el mero trabajo como
metabolismo con la naturaleza pasa a la obra”. Como en un buen poema campestre.
Y en otro lugar de su Diario filosófico
añade: “Heidegger siente preferencia por el trabajo agrícola, le parece que hay
una conexión entre pensar y ese trabajo que no produce, por la razón de que
ambos son actividad pura, mientras que la producción es siempre teleológica”
Por lo demás, en cuanto a la expresión, como en la vida,
procuro ceñirme a aquello del Arcipreste de Hita: “En todos los tus fechos, en
fablar et en ál/escoge la mesura et lo que es comunal”. Aunque me temo que en
ambos menesteres lo traicione a menudo, para qué ocultarlo si a continuación
vienen los poemas, que es lo único que cuenta.
(De
Neorrurales. Antología de poetas de campo; selección e introducción de Pedro M.
Domene; Córdoba, Berenice, 2018; 156 pp.)
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