LAS GARRAS DE LA PANTERA
I
Almanzur era Schaij de la tribu de los
Beni-Musas, las más aguerrida y numerosa de cuantas pastaban sus rebaños en las
secas llanuras del Oriente del Hechiar, más allá de los altos muros y de los
fértiles valles de Medinat-Nevi, la ciudad santa que guarda religiosamente las
cenizas del Profeta.
Descendía de una de las más nobles
familias de Islam.
Su abuelo, Omar-ben-Waid, el Zarahita,
había sido uno de los primeros y más fieles discípulos de Mahoma, y en la
famosa derrota de Ohod sostuvo entre sus brazos el cuerpo del Profeta cuando
éste, herido de una certera pedrada en la frente, se desplomó ensangrentado
sobre su corcel.
Su padre, Noseir-ben-Omar, tomó parte en
la rendición de Damasco y en todas las cruentas campañas contra los cristianos
de Constantinopla, bajo los gloriosos califatos de Abu-Berek, Omar y Alí.
El mismo Almanzur había hecho su algihed* en
el Egipto y en el África, a las órdenes de Okba, asistiendo a la fundación de
la célebre ciudad de Cairuam, y acompañando a su pariente Muza-ben-Noseir a la
conquista de España.
Regresó de estas expediciones cubierto de
gloria y de cicatrices, y los ancianos de su tribu le nombraron su Schaij.
Por todo el desierto se extendió bien
pronto su fama de hombre justo, y a su tienda venían a dirimir sus cuestiones,
los hombres de los más lejanos países.
Era fuerte, alto y magnánimo.
Jamás su boca pronunció una sentencia
que no estuviese ajustada a los más sabios preceptos de la ley coránica, ni su
brazo dejó de prestar apoyo a los desvalidos.
Imposibilitado por el peso de sus
noventa años de comandar a su guerreros, confió esta misión a su único hijo,
Muhamed, que por sus hazañas llamaban el Assadi.
Almanzur, como todo buen hijo del
desierto, amaba la poesía sobre todas las cosas.
Sentado a la puerta de su tienda gustaba
oír, a la luz de los astros, las maravillosas relaciones de aquellas siete casidas
que bordadas en oro sobre un manto de seda negra la admiración y la piedad de
las gentes habían suspendido en los muros del templo de la Kaaba.
Una noche, en que rodeado de los
principales de su tribu, adormecía su alma con el encanto de una de estas
narraciones, llegaron a su aduar, tendidos como arcos sobre sus corceles
sudorosos y jadeantes, unos pastores, y, descabalgando junto a su tienda, le
dijeron, con la voz trémula aún de emoción:
—La gloria de Dios caiga sobre tu
frente, Almanzur. ¡El Profeta nos protege! Una caravana, tan extensa que se
pierde a la vista en los arenales, atravesará mañana, a la caída de la tarde,
los abruptos desfiladeros de Absub.
Nosotros la hemos desfilar mientras los
rebaños sesteaban a la sombra de las palmeras de la cisterna de Amhed.
Centenares de camellos se derrengan bajo
el peso de ricos cargamentos de ébano, tapices, armas, plata, oro, joyas,
perfumes y especierías de Saba, Ahsa y de las maravillosas regiones del
Hadramaut.
Trescientos jinetes armados las custodian.
¿Pero qué son trescientos jinetes
armados para los Beni-Musas, los más duros en el combate y los más generosos en
la victoria?
Nuestros corceles no conocen la fatiga
ni la sed.
Nuestros brazos son ágiles y fuertes.
Saben traspasar con un venablo a los más veloces avestruces, desjarretan a un
toro salvaje y son capaces de desguijar al león más potente.
Almanzur, Dios ha puesto al alcance de
nuestras manos la felicidad... ¡Cúmplase la voluntad de Dios!
Un sordo murmullo de aprobación acogió
las palabras de los pastores. En todas las pupilas fulguró la codicia. Hasta el
poeta abandonó su guzla, y se acercó, trémulo de emoción, al grupo. Almanzur
irguió su patriarcal figura e imponiendo silencio con un gesto lleno de
majestad y de nobleza, dijo, clara y lentamente, como habla la sabiduría y la
experiencia, mientras sus dedos, largos y huesudos, acariciaban los blancos
mechones de su barba venerable:
—No conviene derramar estérilmente la
sangre humana. Solo en servicio de Dios se debe prodigar. ¿Por ventura no
existen aún en tierras del Islam gentes paganas a quienes debemos exterminar?
La codicia es la más irresistible de las
tentaciones. Ella nos desvía del camino de Dios.
¿Acaso valen esas riquezas y aun todos
los tesoros de la tierra lo que una sola gota de sangre de los Beni-Musas?
Y su voz resonaba en el silencio de la
noche, bajo el polvo de la plata de los astros, con una austera solemnidad
profética.
—¡Almanzur, padre mío, en el nombre de
Dios, escúchame! —exclamó respetuosamente su hijo Muhamed el Assadi,
aproximándosele.
—Todos reconocemos y reverenciamos la
verdad profunda que encierran tus palabras.
Pero fíjate en el estado lamentable de la tribu. Las últimas
guerras nos han empobrecido hasta el extremo de no haber podido contribuir a la
construcción de la nueva mezquita que ha de encerrar los restos venerados del
Profeta.
La sequía agota nuestros campos y la
peste diezma nuestros rebaños. El hambre ha hecho su aparición entre
nosotros... Y esa caravana, que la voluntad del Señor pone al alcance de
nuestra bravura, puede ser la salvación de la tribu.
—Sí, padre mío —insistió Muhamed—: la
necesidad nos apremia.
Dios nos depara esta ocasión para
salvarnos de la miseria en que vivimos. Desaprovecharla sería tanto como
renunciar a sus beneficios.
Todos asintieron, con un leve movimiento
de cabeza, a las palabras del Assadi.
Almanzur quedóse perplejo un instante.
Las arrugas de su frente se contrajeron en el esfuerzo de la meditación.
Los guerreros aguardaban, inmóviles y
mudos de ansiedad, la decisión del noble y sabio Schaij.
El último Abderrramán y otras noveals cortas; edición crítica de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018.
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