ZARZA
FLORIDA
Novela griega
II
En un extremo de la plaza se aglomeraba
atenta la muchedumbre.
Un extranjero hablaba, lentamente, con
voz severa.
Su perfil se destacaba con el vigor de
líneas de un bajorrelieve, esculpido nítidamente en la serenidad azul, sobre
el fondo verdoso de los jardines cercanos.
Los cabellos descendían, enmarañados,
sobre los hombros atléticos.
Luengas barbas grises solemnizaban la
salvaje energía de aquel rostro visionario.
Sus ojos de águila relampagueaban bajo el
arco de las ásperas cejas.
Vestía tosco sayal ceniciento, y al
hablar, las manos se elevaban, en un gesto de bendición, hacia el cielo.
—Atenienses— decía —vivís de
supersticiones. Mas en vuestro santuario, también se alza un altar con esta
inscripción.
“Al Dios no conocido”.
Yo os hablo en nombre de esa Divinidad
que honráis sin conocerla.
El Señor, como creador del cielo y de la
tierra, no habita templos fabricados por la mano del hombre.
¿Por qué, pues, buscáis a Dios, palpando
en las tinieblas, como ciegos, si en ninguna parte se halla?
El está, sin embargo, dentro de nosotros.
En Él vivimos y nos movemos, y somos, según un poeta vuestro, de su mismo
linaje.
¿Para qué esas construcciones fastuosas?
El corazón del hombre puro es el
verdadero templo de Dios. Allí no necesita sacerdotes ni sangrientas víctimas.
Ofrecedle, como único sacrificio, la
inmolación de las pasiones, y vuestra alma será el altar más agradable a sus
ojos.
Para orar debemos encerrarnos dentro de
nosotros mismos, y en secreto elevar el espíritu hacia el Eterno Padre.
Él está en todas partes, y desde su trono
de nubes se inclinará para escucharnos, si semejantes a los niños llenos de fe
y de confianza, le decimos:
“Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea el tu nombre...”
La voz del extranjero se elevaba cada vez
más solemne.
Un presentimiento divino estremecía los
corazones.
Las flautas enmudecieron, y hasta los
legionarios dejaron de beber para oírle.
Dyonisios preguntó a Dioscoro:
— ¿Quién es ese hombre?
—Un judío llamado Pablo, natural de
Tarso, en la Cilicia,
y discípulo de un profeta de Galilea a quien Tiberio mandó crucificar.
Ha causado el asombro del Aerópago.
Dyonisios, el filósofo, vencido por él en
pública contienda, es hoy uno de sus más fervorosos secuaces. La bella Dámaris
abandonó por él su vida licenciosa. Repartió su riqueza entre los pobres, dio
libertad a los esclavos, y vestida de pieles se retiró a los montes a hacer
penitencia.
Cuentan de él maravillosos prodigios.
Las puertas de las cárceles se abren por
sí mismas a su paso.
En Filipos, con una sola palabra, lanzó
del cuerpo de una doncella el espíritu pitónico* que le poseía. Y a Lidia, la célebre
vendedora de púrpura de Tiatira, le curó una úlcera rebelde que le corroía el seno,
solo con proyectar sobre ella la sombra de sus manos.
En Listras había un pobre paralítico de
ambas piernas, que sentado a la puerta de la casa, lloraba amargamente su
desgracia. Pablo pasó, acompañado
de sus discípulos, y le dijo:
— ¡Levántate y anda!...
El paralítico saltó, corriendo loco de
felicidad a abrazarse a sus rodillas.
Las gentes gritaron:
¡Dioses semejantes a hombres han bajado a
la tierra!
Y creyéndole el mismo Zeus, empezaron a
aclamarle y reverenciarle con tal escándalo, que tuvieron que intervenir las
varas de los lictores*.
Todo esto cuentan de él las turbas que le
siguen: gente infecta y despreciable.
El pretor le ha amenazado con echarle a
palos de la ciudad si promueve algún disturbio.
Estas palabras del liberto avivaron la
curiosidad de Dyonisios. Se apoyó en una columna, dispuesto a continuar
escuchando:
—Vengo a anunciaros la Verdad.
El Señor os avisa para que creáis, porque
vendrá día en que seréis juzgados ante la justicia de Aquel que vino a la
tierra a morir por nosotros.
El acento del extranjero parecía poner un
sello de fe en los labios.
La muchedumbre le rodeaba absorta.
Los mismos mercaderes olvidaban sus
pregones y los asnos cargados de frutas, para mezclarse entre los oyentes,
arrastrados por el extraño sortilegio de aquella voz fascinante en su propia
austeridad.
Hablaba, ahora, de la Pasión y Muerte de su
Divino Maestro.
* Visión: “En una de esas visiones vi una mujer envuelta de la
cintura para arriba por una larga pitón. La cabeza de la pitón estaba levantada
hasta la cabeza de la mujer soplándole algo en su oído. La culebra estaba
estrujando, apretando y ahogando la vida de Dios en ella”. (El espíritu de
Pitón).
* Funcionarios públicos que durante la Roma clásica se encargaban de escoltar a los
magistrados, marchando delante de ellos, e incluso garantizaban el orden
público y custodia de prisioneros, funciones que hoy podríamos identificar con
la policía local.
El último Abderramán y otras novelas cortas; edición crítica de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018.
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