Gonzalo Hermo
Autopoética
En el sueño de un viejo sabio, un poeta
tiene que elegir entre la poesía y la vida. Y elige la vida.
Quien esto escribe sabe que un poema no
podrá nunca compararse con un bosque de alisos, con la ruta de color que
diseñan las hojas movidas por el viento. «Hay cosas, en efecto, que no pueden
decirse con palabras», escribió el poeta John Burside desde un rincón frondoso
de Escocia. Y, sin embargo, escribimos. Escribimos poemas sabiendo que el
lenguaje no basta. Porque es bello errar. Porque quizá la poesía, antes que cualquier
otro género que trabaje con palabras, puede abrir el lenguaje al mundo y que el
mundo entre en el poema. Cuando la música y el concepto no acaban de ser uno,
pero el collage funciona: recordamos.
Mi poesía está atravesada por la visión
de un paisaje rural, el de mi infancia. Me crie en una pequeña aldea de Rianxo,
en la costa atlántica de Galicia. Recuerdo jugar entre campos de maíz, pero
recuerdo sobre todo el río. El bosque de sauces y alisos que brotaba en la ribera. Atravesar
el río en verano y acompañarlo hasta el mar, hacia un estuario de cañas. Hoy
vivo en Tarragona, rodeado de un horizonte seco de avellanos y olivos, y me
pregunto si soy consciente de cómo aquellos lugares húmedos están todavía en
mí, moviendo los velos de unos años a los que siempre regreso, a veces sin
nostalgia.
Escribo en gallego, una lengua que carga
con el saber de cien generaciones de campesinos. Una lengua pobre que me
recuerda que existen las fronteras y que es posible hablar desde ellas con los
ojos bien abiertos y la lengua cansada.
Escribir. Escribir siempre con la memoria
del paisaje en carne viva. Para que el viento mueva de nuevo las hojas del
aliso y la palabra sea. Idioma, cuerpo, paisaje, memoria. En el aire que
respira el poema. En la ruta de color de la palabra.
(De Neorrurales. Antología de poetas de campo; selección e
introducción de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018; 156 pp.)
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