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jueves, 18 de octubre de 2018

Poéticas, y 8


Gonzalo Hermo


Autopoética
       En el sueño de un viejo sabio, un poeta tiene que elegir entre la poesía y la vida. Y elige la vida.
       Quien esto escribe sabe que un poema no podrá nunca compararse con un bosque de alisos, con la ruta de color que diseñan las hojas movidas por el viento. «Hay cosas, en efecto, que no pueden decirse con palabras», escribió el poeta John Burside desde un rincón frondoso de Escocia. Y, sin embargo, escribimos. Escribimos poemas sabiendo que el lenguaje no basta. Porque es bello errar. Porque quizá la poesía, antes que cualquier otro género que trabaje con palabras, puede abrir el lenguaje al mundo y que el mundo entre en el poema. Cuando la música y el concepto no acaban de ser uno, pero el collage funciona: recordamos.
       Mi poesía está atravesada por la visión de un paisaje rural, el de mi infancia. Me crie en una pequeña aldea de Rianxo, en la costa atlántica de Galicia. Recuerdo jugar entre campos de maíz, pero recuerdo sobre todo el río. El bosque de sauces y alisos que brotaba en la ribera. Atravesar el río en verano y acompañarlo hasta el mar, hacia un estuario de cañas. Hoy vivo en Tarragona, rodeado de un horizonte seco de avellanos y olivos, y me pregunto si soy consciente de cómo aquellos lugares húmedos están todavía en mí, moviendo los velos de unos años a los que siempre regreso, a veces sin nostalgia.
       Escribo en gallego, una lengua que carga con el saber de cien generaciones de campesinos. Una lengua pobre que me recuerda que existen las fronteras y que es posible hablar desde ellas con los ojos bien abiertos y la lengua cansada.
       Escribir. Escribir siempre con la memoria del paisaje en carne viva. Para que el viento mueva de nuevo las hojas del aliso y la palabra sea. Idioma, cuerpo, paisaje, memoria. En el aire que respira el poema. En la ruta de color de la palabra.
(De Neorrurales. Antología de poetas de campo; selección e introducción de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018; 156 pp.)

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