Reinaldo Jiménez
LA SED DE LOS HOMBRES
Cuando
se tiene la sensación de que es la propia poesía la que ha venido al encuentro
a ese lábil territorio, a esa frontera donde uno busca, como quien fuera a
beber de un arroyo, la verdad
“machadiana”, y confluyen a un tiempo, tan misteriosamente, la belleza del
mundo y las palabras, es difícil nombrar, sino en el propio poema lo que allí
sucede.
Las palabras, ungidas de ese misterio,
renovadas, nos acercan al ámbito inefable que está más allá de ellas mismas; un
ámbito que vivimos, que al menos yo vivo, como pura intuición, alejándome en lo
posible de los caminos que asendera la lógica del pensamiento. Las
palabras-dice Antonio Gamoneda- nos acercan a lo que no seremos capaces de
decir. Aún más, presiento que para traspasar las lindes de ese espacio sería
necesario desprenderse incluso del equipaje de las palabras.
Entiendo que cada poeta se posiciona en
ese límite y afina su palabra y su espíritu, su mirada en una dirección; parte
de mi poesía ahonda en el empeño de meditar, de indagar en el vínculo con la
naturaleza, de comprendernos como parte de ella; para otros poetas este afán
pulsa en lo social, lo urbano,... En este sentido, y al margen de las
afinidades temáticas o de las particularidades de los procesos creativos, creo
que la poesía que aborda este tema se hace necesaria y útil en la sociedad
actual, en que tan desvinculados estamos y tan ajenos de la naturaleza, que
debemos andar “desaprendiendo”, reeducándonos en algo que en realidad ya somos.
Ya de niño advertí la trascendencia a la
que invitaba el entorno natural que me rodeaba: la propia naturaleza en su
renovación y en sus caducidades, el vínculo primigenio y esencial entre la
tierra y los seres que la
habitan. Toda esta vivencia no sólo me abrió los ojos al
asombro del mundo, sino que me ayudó a fraguar un posicionamiento ante la vida,
casi en el sentido de De rerum natura de Lucrecio, ya que vino a disipar muchos miedos al aceptar que somos
parte de la naturaleza y de su discurrir, de sus certidumbres y de sus
incertidumbres.
Me resulta difícil el ejercicio de hacer
una poética, de desandar el camino que lleva desde el umbral en que se aguarda
el poema hasta el escaparate (innecesario, pienso, ya que son los poemas los
que verdaderamente dicen a cada lector sobre nuestra poesía) donde las palabras
se exponen en una lógica de síntesis, tan a la inversa de la que sucede en el
poema; por eso me valdré de las palabras, que agradezco y comparto, de algunos
poetas y críticos como Pasqual Mas, Pedro Felipe S. Granados, Álvaro Salvador,
Regino Mateo, Jorge de Arco, Tomás Hernández, entre otros, que han dicho de mis
poemas, en su relación con la naturaleza, cosas como: toma la
palabra de la naturaleza, del mar, del río, de las aves y de los árboles; todo
habla en sus poemas como una voz que fluye y recupera, de manera especular, lo
vivido; que se funden la celebración de la existencia con
la reflexión sobre el hombre y su pertenencia, más allá de lo que estaríamos
dispuestos a aceptar, a la
naturaleza. Somos, en ella, una continuidad que ni siquiera
es capaz de romper la propia muerte; o, ser uno con la tierra es una
certidumbre de la que florecen la alegría y la celebración de la vida… el
poeta parece decirnos que somos tierra, y en esta evidencia comprendemos que
ella no nos pertenece sino que nosotros pertenecemos a ella; y también: afirma la identificación del ser emocional con la
Naturaleza, la supremacía de lo vivo, de lo sentido sobre cualquier
especulación racionalista; … en
su decir libera todo aquello que abriga su permanencia: el aire, el cielo, un
árbol, la lluvia, los mirlos, los bosques, los almendros, el espliego, el
tomillo..., cobran unísona cadencia y recobran la verdad de su ulterior
significancia; y finalmente estas
palabras tan emotivas para mí: arroyo limpio y humilde donde se reflejan los
cielos, las nubes y que sacia la sed de los hombres.
(De Neorrurales. Antología de poetas de campo; selección e
introducción de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018; 156 pp.)
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