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Las historias sobre el 36 español se han
multiplicado con el paso de los años, porque la literatura, independiente del
género o clase, se inspira siempre en las pasiones y en los sufrimientos del
hombre. Podría afirmarse, incluso, que la literatura de los pueblos nace como
testigo de sus vidas y de sus guerras, porque en su expresión más elemental las
leyendas siempre refieren expediciones bélicas, con héroes que se convierten en
mitos y que, indiscutiblemente, están en la mente de todos, La Odisea
y La Ilíada, la guerra de Troya y la vuelta del
héroe, los Edda germánicos, o los
cantares de gesta y los esforzados destinos de sus protagonistas, casos del Poema de Mio Cid, la Chanson de Roland o el Cantar de los Nibelungos, sin que estas apreciaciones presupongan
una apología de una literatura bélica que justifique cualquier acción del ser
humano.
Quizá por todo esto, Aldea, 1936, de José López Rueda (Madrid, 1928), recoge una visión
distinta del conflicto bélico español que durante más de la mitad del siglo
pasado ha convulsionado las conciencias de los españoles. La novela fue
editada, originariamente en Ecuador, en
1958, y sin duda, en nuestro país, si por entonces llegó a distribuirse o
conocerse, pasaría sin pena ni gloria. Ahora en una suerte de acierto, Ediciones de la Torre, en
su colección “Germinal” reedita la obra, con un prólogo de Juan Cano Ballesta
que sitúa la novela en su contexto histórico. Y, según advierte el propio
autor, es una historia de personaje imaginarios, que viven en un pueblo de
Castilla mientras en torno suyo los españoles se matan unos a otros en una
guerra fratricida, y aun añade, que cualquier parecido con hechos o personas
reales es pura coincidencia. Y este es, sin duda, el acierto del relato de López
Rueda, su particular visión de la contienda desde la retaguardia misma, es
decir, vislumbrando a lo lejos cuanto ocurre y cuyos efectos quedan constatados
a diario en la pequeña población: las represiones y fusilamientos, los huidos,
la presencia militar de los italianos, el miedo y el odio, o incluso la nota
amable de los comedores del Auxilio Social para paliar el hambre de los niños
de la guerra; en realidad, la intrahistoria de unos personajes, la tragedia de
todos y cada uno de ellos que protagonizan ese otro horror a que se vieron
abocados. Unas veces, la voz narrativa surge en la mirada de un niño, Germán,
que es testigo de cómo un hombre es sacado de su propia casa, padre de uno de
sus amigos de juegos diarios, o expresa la situación de su propia familia,
sobre todo de su madre, Elisa, que ignora el paradero de su marido y está
atrapada en casa de su hermana y su cuñado, donde no es fácil convivir, otras
veces se da cuenta de la tremenda y horrorosa persecución de los perros de la
pequeña aldea, o la muerte del tío Juan, una víctima más de las circunstancias,
que deja arder su casa cuando su mujer muere y no encuentra motivo para seguir
viviendo, todo salpicado con los juegos de la mirada inocente, en ocasiones, de
los niños del lugar. Son episodios de una angustia vital que López Rueda
transmite al lector, precisamente, levantando acta de la difícil situación
vivida, también, tras las líneas del frente. La guerra será esa consecuencia,
inmediata, que viven estos personajes y que, también salpica a las relaciones
familiares de Paco, Petra y su hija mayor, Anita, una adolescente seducida por
uno de los militares italianos que ha dejado una pequeña huella en el lugar. Si
en torno al mundo de la aldea se muestra indirectamente el conflicto, el novelista
subraya la violencia, el odio, el rencor o la codicia misma, y la personifica
en esta familia, parábola por otra parte de lo vivido por otros muchos en el
resto del país.
La novela, Aldea 1936, pese a todo, ofrece una visión benevolente de la
sangrienta contienda española, porque su autor, niño de la guerra, como
Aldecoa, Fraile, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite o Josefina Rodríguez, mira
desde sus ojos infantiles el llanto de toda una generación, y lo hace además
ejerciendo de severo juez que sentencia y transcribe con una prosa limpia,
ajustada, casi lírica, cuando frente al horror describe las calles o plazas, el
paisaje y esa tierra seca, al tiempo que somete su lenguaje a una aguda y
perfilada sonoridad solo cuando el odio sale de la boca de sus personajes.
ALDEA, 1936
José López Rueda
Pról. de Juan
Cano Ballesta
Madrid, Ediciones de la Torre,
2012; 283 págs.
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