Jorge de Arco
Escritor, profesor universitario y
crítico. Académico de la
Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras.
Poetas de campo
Entre 1946 y 1947, José Antonio Muñoz Rojas fue
dando luz y vida a “Las cosas del campo”. El poeta antequerano confesaría
tiempo después que aquel volumen nació de “la necesidad de rellenar unas hojas
en blanco de papel del siglo XVIII de un libro encuadernado en piel que me
había regalado mi hermano mayor Juan”. En él, y en sus sucesivas
ediciones, supo cantar y contar la belleza y la dureza del campo con la mirada
de un labrador. En sus páginas, plenas de emoción y agradecimiento, advertía de
que sólo volviendo hasta su descansado silencio “encontrarán los hombres lo
mejor de ellos mismos. Yo me estremezco andando estas realengas, cruzando estas
lindes, asomándome a estas herrizas. Me siento extrañamente eterno (…) ¡Oh
reino que bien puede compararse a la libertad!”.
Y precisamente, con ese mismo espíritu de
pasión y cobijo que ofrecen las dádivas de la naturaleza, acaba de editarse
“Neorrurales. Antología de poetas de campo” (Almuzara. Berenice. Córdoba,
2018). Con selección e introducción de Pedro M. Domene, se recoge una muestra
de ocho poetas “que escriben desde esa amplia perspectiva que les proporciona
el campo, aunque nunca se apropian del paisaje para expresar su intimidad, sino
que pretenden dejar constancia de su amor por los caminos polvorientos, los
barrancos y las veras, la visión de los jaramagos y el canto de los abejarucos,
de las retamas y de los álamos, y se asombran ante esa inmensidad que les
proporciona una mirada sobre los trigales”.
No cabe duda de que el ámbito de lo rural
lleva décadas trazando su declive. La ciudad ofrece un margen más amplio de
posibilidades y las tareas agrícolas hace tiempo que no encuentran manos que
hereden el coraje y devoción por los paisajes de labranza.
Pedro M. Domene ha incluido en esta compilación a tres generaciones distintas
que, al cabo, coinciden “en reconstruir un universo perdido, devastado”.
Alejandro López Andrada
(1957), Fermín Herrero (1963) y Reinaldo Jiménez (1969) conformarían un primer
trío que vivieron la realidad del campo en primera persona y que tatuaron en
sus manos la dicha y la fatiga, el sosiego y la incertidumbre, la crudeza y la
sencillez que otorga la tierra.
“Soy el último hombre que haba con los
pájaros” escribe López Andrada; “En cualquier fuentecilla del monte está/ el
misterio, la creación”, anota Fermín Herrero; “Los troncos que mis manos en su
afán/ por descubrir el mundo acariciaron/ siendo niño han crecido conmigo piel
adentro”, confiesa Reinaldo Jiménez.
Sergio Fernández Salvador (1975), Josep M. Rodríguez y David Hernández
Sevillano formarían un segundo grupo intermedio. Para ellos, las bondades de la
naturaleza son un motivo esencial desde el cual enmarcan su cántico. La
elocuencia connotativa de sus versos facilita un discurso sin mediaciones, del
que surge una renovada fertilización lírica. “No busques en la niebla lo
concreto./ Acércate hasta aquí sin alaridos,/ saboreando el zumo de las cosas
menudas./ No existe más instante que este acorde/ de pájaros”, apunta en su
poema “Banda sonora” Hernández Sevillano.
Hasier Larretxea (1982)
y Gonzalo Hermo (1986) integran el último apartado. En ambos, la palabra viene envuelta
en un cromatismo sugerente a través del cual envuelven con originalidad los
escenarios de infancia, la corteza que refleja la añoranza de lo ido, las
huellas que aún alimentan la memoria. “Escribir es caminar/ descalzos sobre la
tierra/ y su bendición de rocío”, concluye HasierLarretxea.
Una antología, en suma, enriquecedora, sabia en su matices y con una intención
común y solidaria: la amatoria enseñanza que ofrecen los dones del campo.
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