En un tiempo donde la poesía rural sigue siendo
observada con cierto recelo, si no con un indisimulado desdén, por parte de la
crítica especializada y, sobre todo, por un gran número de lectores, los poetas
seleccionados en Neorrurales (2018) apuestan
por la inspiración de la Naturaleza y escriben desde esa amplia perspectiva que
les proporciona el campo, aunque nunca se apropian del paisaje para expresar su
intimidad, sino que pretenden dejar constancia de su amor por los caminos
polvorientos, los barrancos y las veras, la visión de los jaramagos y el canto
de los abejarucos, de las retamas y de los álamos, y se asombran ante esa
inmensidad que les proporciona una mirada sobre los trigales. Recrean aquellas
cosas singulares, captan su misterio, las comprenden y las hacen suyas; son en
definitiva, eso, las cosas esenciales del campo.
La presente
selección antológica, Poetas de campo,
convoca a los poetas cuyos versos ofrecen una amplia mirada y una particular
visión sobre lo rural, o sobre el campo, ejemplo de esa poderosa evocación de
la literatura moderna a partir del romanticismo, y todo cuanto se convierte en
puro sentimiento que estéticamente logra fundirse con esos elementos físicos
que podamos descubrir en la variada y multisecular geografía de nuestro país.
Tres
generaciones coinciden, de alguna manera, en reconstruir un universo perdido,
devastado en que se ha convertido todo lo relacionado con lo rural; la de los
veteranos: Alejandro
López Andrada (1957), Fermín Herrero (1963) y Reinaldo Jiménez
(1969) para quienes, a través de las palabras, los espacios rurales que
existieron viven en un plano distinto a una realidad actual, y así la tierra,
los montes, los pájaros, las fuentes, o los caminos del bosque habitan sus
versos, cargados de emoción bucólica y de bagaje
lírico, reconstruyendo
el tiempo antes vivido con una pulcra y pausada nitidez, conscientes de
la trascendencia del entorno natural que los rodea: una naturaleza en su
renovación y en sus caducidades, el vínculo primigenio y esencial entre la tierra
y los seres que la habitan.
Le sigue una generación intermedia: Sergio Fernández
Salvador (1975), Josep M. Rodríguez (1976) y David Hernández Sevillano (1977),
los cuales sostienen que el campo y la naturaleza en cuanto a espacios, y también
en cuanto a ritmo, ofrecen una importancia fundamental con respecto a una
elección de vida. Así mismo, sienten la naturaleza como espejo del alma humana porque saben que sus
enseñanzas y dones inagotables la convierten en un tema infinito, conscientes
como el poeta Friedrich, pintor realista y romántico, que afirmaba cómo cada
manifestación de la naturaleza, registrada con suma precisión, con mucha dignidad
y un profundo sentimiento, puede llegar a ser tema del arte en general, cuando
entendemos que esa naturaleza no se restringe al medio físico, sino a la
relación de este con el hombre . Al mismo tiempo, observan que a menudo
caminan a través de campos y bosques de la mano de Wordsworth, de Keats, de
Frost, y en una gran parte esta poesía de la naturaleza tiene un valor esencial
como punto de partida de sus obras, un escenario a partir del cual el poema
cobra aliento, se mueve y trepa y trota, en definitiva vive.
Por
último, hallamos una tercera generación, más joven, la de Hasier Larretxea
(1982) y Gonzalo Hermo (1986), cuya poesía, en ambos casos, se sustenta por la
visión de paisajes rurales y bosques de sauces y alisos. Escriben con la memoria del
paisaje en carne viva, sobre todo para que el viento mueva de nuevo las hojas
del aliso y la palabra sea, en definitiva, idioma, cuerpo, paisaje y memoria. Y
se traduzca en el aire que respira el poema; en la ruta de color de la palabra
en su esencialidad misma.
Neorrurales. Antología de poetas de campo; Selección e
introducción de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018.
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