LAS GRANADAS DE RUBÍES
I
Dos veces todos los años, el viejo narrador
del desierto, levantaba las largas y pesadas cortinas de púrpura, que impedían
la entrada a su tienda, y aparecía en el umbral, envuelto en sus amplias vestiduras
blancas, grave y solemne, con la majestad de un profeta que se dispone a traducir,
en el mísero lenguaje de los hombres, los misteriosos conceptos sobrehumanos,
que entre el fragor del trueno y el deslumbramiento del relámpago, le fueron
revelados en la cima de una bíblica montaña.
Dos veces al año, el narrador del desierto,
extendía sobre el umbral de su tienda una gran alcatifa*
franjeada de seda, tejida con extraños arabescos de hilos de plata, que al enlazarse
en el centro formaban un maravilloso jeroglífico.
Gravemente, como el que cumple un rito
sagrado, colocaba en el centro de la alcatifa, un cojín de cuero negro sobre
el cual resaltaban complicados adornos de oro, interrumpidos de cuando en
cuando por pequeños óvalos de ámbar, que le daban vitales fosforescencias
felinas. Y este cojín le servía de asiento.
Siempre escogía para empezar sus narraciones,
esa hora silenciosa y dulce en que el sol declina, cuando es más intenso y puro
el azul diáfano de los cielos, curvado sobre la inmovilidad broncínea de los
palmares lejanos.
A su espíritu extático y contemplativo,
le parecía aquel momento el más oportuno y propicio para interpretar, en
palpitantes relatos, el sentido misterioso y oculto de las más herméticas
profecías.
Hacía mucho tiempo que le conocía la
gente de aquellos contornos, y aunque solo se dejaba ver dos veces cada año, su
recuerdo permanecía muy vivo en el corazón de los beduinos, y su nombre era
siempre el motivo más familiar de sus veladas, bajo la luz de plata de la luna,
en torno de las cisternas, o junto a las empalizadas que guardaban los rebaños
de la voracidad hambrienta de las fieras.
Como desconocían su nombre, le llamaban
simplemente el narrador del desierto.
Su fama se había extendido tanto en lenguas
de la admiración, que no existía no solo aduar desde las montañas del Líbano
hasta las extensas planicies del Hegiar, en el que no se conociese y
reverenciase su nombre.
Su tienda permanecía cerrada durante todo
el año, como tabernáculo privado de celebrantes y de adoradores.
Se afirmaba que después de derramar sobre
los hombres el armonioso consuelo de sus parábolas, perfumadas de la más santa
piedad, emigraba, siguiendo el vuelo de las cigüeñas, a desconocidos parajes
inaccesibles a toda humana planta, a bosques intrincados de fabulosos
prodigios, donde la voz divina Be hace oír en el bramar espumoso de los
torrentes, en el rugir de las bestias feroces, en el silbato agudo y cortante
de las serpientes, y hasta en el estremecimiento fragante de la brisa, al animar
los altos cañaverales floridos de campanillas silvestres.
Algunos murmuraban, en voz baja, casi al
oído, como si relatasen algún misterio inaudito, que al extinguirse las últimas
palabras de sus narraciones, desaparecía con el crepúsculo, y transformado en
sombra iba a perderse, invisible, en la profundidad azul de la noche, hasta
volar a las más coaitas y remotas constelaciones, para luego descender de
ellas, con el alma henchida, como ana copa colmada de todos los tesoros
inauditos que encierra el Misterio.
Había quien juraba haberle visto, bajo la
claridad de perlas de la Luna,
dibujar en el suelo con una varita metálica extraños jeroglíficos, siguiendo
los vagos contornos que proyectaban las sombras de los altos ramajes de las
palmeras.
Los rudos pastores que conducen sus
manadas de cabras negras y lanudas apastar en los amarillentos herbajes que
crecen, raquíticos y miserables, a orillas de las cisternas, o entre las
blancas rocas calcinadas de las montañas del Irak, aseguraban en voz baja,
estremecidos de espanto, que la tienda del narrador del desierto estaba
guardada por monstruosos dragones que impedían todo acceso a sus umbrales.
Siempre que el viejo macho cabrío de
retorcida cuerna, que servía de guía a sus rebaños, había intentado aproximarse
a ella, al rozar con su hocico áspero y húmedo los tapices de la entrada, había
tenido que retroceder, dando saltos y cabriolas alocadas, como si hubiese
sentido en su lengua lijosa y sucia, la picadura de una de esas víboras que se
enroscan a los matorrales secos, hambrientas de infiltrar su veneno, en esas
horas asfixiantes en que el sol agosta y suprime hasta las sombras de los
troncos desnudos y leprosos de las higueras salvajes y de las altas pitas polvorientas.
¿Por qué sucedía esto?
Porque los dragones que custodiaban la
tienda del narrador del desierto, soplaban sin ser vistos, por entre las
rendijas de la tienda.
Y su aliento era abrasador y ampollante*,
como el del simoún que devora y calcina los restos de las caravanas...
Una vez, uno de esos guerreros nómadas de
cabellos teñidos de azafrán y coronados con guirnaldas de muftí, de esas flores
que tornan invulnerables a los que se adornan con ellas, en la serenidad de una
hora crepuscular, tuvo la mala ocurrencia de disparar, en un gesto de desprecio
y de burla, una flecha, al interior de la tienda del narrador del desierto…
Mas apenas la flecha hubo partido, silbando,
del arco firme y vibrante, guiada por el brazo duro y el ojo experto, como si
botase en un escudo de diamante, tornó hacia fuera y fue a clavarse
violentamente en el amplio y velloso tórax del arquero.
El guerrero nómada abrió los brazos y
espumajeando rabia y angustia, cayó exánime sobre las arenas, y la guirnalda
de muflí se enrojeció de repente con los cálidos tonos de la sangre viva...
Se decía también que un fakir, de luengas
y blancas barbas y enmarañados cabellos, tan largos que flotaban sobre sus hombros
como un manto de armiño, llegado de las remotas regiones donde el Ganges
arrastra su corriente sagrada entre bosques de encanto y ciudades de misterio,
ansioso de averiguar lo que ocultaba la tienda, había obligado, en una tarde
de oro y de púrpura, a una inmensa boa que le acompañaba en su larga
peregrinación, a introducirse en el retiro impenetrable del narrador del desierto.
Apenas la serpiente introdujo su achatada
y avizorante cabeza de ojos fascinantes, entre los cortinajes de la entrada, se
vio su largo y escamoso tronco encogerse y vibrar, ondular y retorcerse, como
si un yatagán invisible la hubiese cercenado...
Y al expirar, en los angustiosos estertores
de la agonía, estranguló entre sus anillos el cuerpo mísero y centenario del
sabio fakir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario