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martes, 13 de noviembre de 2018

Novela corta de Francisco Villaespesa


LAS GRANADAS DE RUBÍES

I

       Dos veces todos los años, el viejo narra­dor del desierto, levantaba las largas y pesadas cortinas de púrpura, que impe­dían la entrada a su tienda, y aparecía en el umbral, envuelto en sus amplias vesti­duras blancas, grave y solemne, con la ma­jestad de un profeta que se dispone a tra­ducir, en el mísero lenguaje de los hom­bres, los misteriosos conceptos sobrehuma­nos, que entre el fragor del trueno y el deslumbramiento del relámpago, le fueron revelados en la cima de una bíblica mon­taña.
       Dos veces al año, el narrador del desier­to, extendía sobre el umbral de su tienda una gran alcatifa* franjeada de seda, tejida con extraños arabescos de hilos de plata, que al enlazarse en el centro formaban un maravilloso jeroglífico.
       Gravemente, como el que cumple un rito sagrado, colocaba en el centro de la alcati­fa, un cojín de cuero negro sobre el cual resaltaban complicados adornos de oro, inte­rrumpidos de cuando en cuando por peque­ños óvalos de ámbar, que le daban vitales fosforescencias felinas. Y este cojín le ser­vía de asiento.
       Siempre escogía para empezar sus na­rraciones, esa hora silenciosa y dulce en que el sol declina, cuando es más intenso y puro el azul diáfano de los cielos, curvado sobre la inmovilidad broncínea de los pal­mares lejanos.

       A su espíritu extático y contemplativo, le parecía aquel momento el más oportuno y propicio para interpretar, en palpitantes relatos, el sentido misterioso y oculto de las más herméticas profecías.
       Hacía mucho tiempo que le conocía la gente de aquellos contornos, y aunque solo se dejaba ver dos veces cada año, su recuerdo permanecía muy vivo en el corazón de los beduinos, y su nombre era siempre el motivo más familiar de sus veladas, bajo la luz de plata de la luna, en torno de las cisternas, o junto a las empalizadas que guardaban los rebaños de la voracidad hambrienta de las fieras.
       Como desconocían su nombre, le llama­ban simplemente el narrador del desierto.
       Su fama se había extendido tanto en len­guas de la admiración, que no existía no solo aduar desde las montañas del Líbano hasta las extensas planicies del Hegiar, en el que no se conociese y reverenciase su nombre.
       Su tienda permanecía cerrada durante todo el año, como tabernáculo privado de celebrantes y de adoradores.
       Se afirmaba que después de derramar sobre los hombres el armonioso consuelo de sus parábolas, perfumadas de la más santa piedad, emigraba, siguiendo el vuelo de las cigüeñas, a desconocidos parajes inaccesibles a toda humana planta, a bosques intrincados de fabulosos prodigios, donde la voz divina Be hace oír en el bra­mar espumoso de los torrentes, en el rugir de las bestias feroces, en el silbato agudo y cortante de las serpientes, y hasta en el es­tremecimiento fragante de la brisa, al ani­mar los altos cañaverales floridos de cam­panillas silvestres.
       Algunos murmuraban, en voz baja, casi al oído, como si relatasen algún misterio inaudito, que al extinguirse las últimas pa­labras de sus narraciones, desaparecía con el crepúsculo, y transformado en sombra iba a perderse, invisible, en la profundidad azul de la noche, hasta volar a las más coaitas y remotas constelaciones, para lue­go descender de ellas, con el alma henchi­da, como ana copa colmada de todos los tesoros inauditos que encierra el Misterio.

       Había quien juraba haberle visto, bajo la claridad de perlas de la Luna, dibujar en el suelo con una varita metálica extraños jeroglíficos, siguiendo los vagos contornos que proyectaban las sombras de los altos ramajes de las palmeras.
       Los rudos pastores que conducen sus manadas de cabras negras y lanudas apas­tar en los amarillentos herbajes que cre­cen, raquíticos y miserables, a orillas de las cisternas, o entre las blancas rocas cal­cinadas de las montañas del Irak, asegura­ban en voz baja, estremecidos de espanto, que la tienda del narrador del desierto es­taba guardada por monstruosos dragones que impedían todo acceso a sus umbrales.
       Siempre que el viejo macho cabrío de retorcida cuerna, que servía de guía a sus rebaños, había intentado aproximarse a ella, al rozar con su hocico áspero y húmedo los tapices de la entrada, había tenido que retroceder, dando saltos y cabriolas alocadas, como si hubiese sentido en su lengua lijosa y sucia, la picadura de una de esas víboras que se enroscan a los ma­torrales secos, hambrientas de infiltrar su veneno, en esas horas asfixiantes en que el sol agosta y suprime hasta las sombras de los troncos desnudos y leprosos de las higueras salvajes y de las altas pitas pol­vorientas.
       ¿Por qué sucedía esto?
       Porque los dragones que custodiaban la tienda del narrador del desierto, soplaban sin ser vistos, por entre las rendijas de la tienda.
       Y su aliento era abrasador y ampollan­te*, como el del simoún que devora y calci­na los restos de las caravanas...
       Una vez, uno de esos guerreros nómadas de cabellos teñidos de azafrán y coronados con guirnaldas de muftí, de esas flores que tornan invulnerables a los que se adornan con ellas, en la serenidad de una hora cre­puscular, tuvo la mala ocurrencia de dis­parar, en un gesto de desprecio y de burla, una flecha, al interior de la tienda del na­rrador del desierto…
       Mas apenas la flecha hubo partido, silbando, del arco firme y vibrante, guiada por el brazo duro y el ojo experto, como si botase en un escudo de diamante, tornó hacia fuera y fue a clavarse violentamente en el amplio y velloso tórax del arquero.
       El guerrero nómada abrió los brazos y espumajeando rabia y angustia, cayó exá­nime sobre las arenas, y la guirnalda de muflí se enrojeció de repente con los cáli­dos tonos de la sangre viva...
       Se decía también que un fakir, de luen­gas y blancas barbas y enmarañados cabe­llos, tan largos que flotaban sobre sus hombros como un manto de armiño, llegado de las remotas regiones donde el Ganges arrastra su corriente sagrada entre bosques de encanto y ciudades de misterio, ansioso de averiguar lo que ocultaba la tienda, ha­bía obligado, en una tarde de oro y de púrpura, a una inmensa boa que le acom­pañaba en su larga peregrinación, a intro­ducirse en el retiro impenetrable del narra­dor del desierto.
       Apenas la serpiente introdujo su achata­da y avizorante cabeza de ojos fascinantes, entre los cortinajes de la entrada, se vio su largo y escamoso tronco encogerse y vi­brar, ondular y retorcerse, como si un yata­gán invisible la hubiese cercenado...
       Y al expirar, en los angustiosos esterto­res de la agonía, estranguló entre sus ani­llos el cuerpo mísero y centenario del sabio fakir.




* Alfombra muy fina.
* Hirviente.

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