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jueves, 29 de noviembre de 2018

Hoy invito a…


Carlos Clementson

        




         Bajo el título de Neorrurales (Antología de poetas de campo), el colaborador de estas páginas Pedro M. Domene acaba de publicar en la colección Berenice, de Editorial Almuzara, una original selección poética bajo la temática del amor, pero del amor vivido y sufrido por la Naturaleza y el agro. Hasta el día de hoy, al menos que sepamos, nadie había hecho una selección así de rigurosa, enjundiosa y genuina, de voces poéticas atadas al mundo agrario. Es por tanto algo insólito en nuestro país. El libro, además, goza de una magistral portada: un curioso grabado de antigua maquinaria agrícola que aún le da al volumen más empaque, sentido y solidez.
       De entrada, la antología estudia con penetración y selecciona críticamente la obra de ocho poetas españoles que, en esta época en que la cultura ambiente se decanta del lado de lo urbano y la gran ciudad, apuestan por la vivencia profunda y real, experiencial, del campo y de las labores agrarias, por los trabajos y los días de una vida dedicada no solo a la contemplación, sino también al sufrimiento y el esfuerzo secular de la agricultura, y a la lucha por el tiempo de una cultura rural tradicional y casi arcaica en varios de ellos, como son los casos de los dos poetas mayores antologados: Alejandro López Andrada y Fermín Herrero, cuyas obras poéticas, premiadas en todo el país, siempre estuvieron absolutamente ceñidas, desde su inicio, a ese mundo rural que otros tanto detestan. El primero ha universalizado a través de sus versos la comarca de Los Pedroches, al norte de Córdoba; el segundo lo ha hecho con su lugar natal, la comarca de Tierras Altas, ubicada en Soria.
       Los poetas citados, por tanto, y los demás seleccionados en este volumen de poesía rural, dando la espalda a modas transitorias, contra la determinación de la impostura y el discurso cultural predominante en este mundo tecnocrático y posindustrial, apuestan por la agreste y ardua pureza del medio natural, por más que la poesía moderna en gran medida, desde el Londres de Lord Byron y el París de Baudelaire hasta el Nueva York de Lorca o José Hierro, haya hecho de la gran urbe y sus fantasmas una nueva y opresiva temática.
       Los ocho poetas seleccionados, pertenecientes a tres generaciones distintas, son Alejandro López Andrada, Fermín Herrero, Reinaldo Jiménez, Sergio Fernández Salvador, Josep M. Rodríguez, David Hernández Sevillano, Hasier Larretxea y Gonzalo Hermo. Y se caracterizan por vivir los paisajes y los campos, la madre y madrastra Naturaleza, desde la hondura y la personal experiencia del sentimiento y la cotidianeidad vivencial del agro y sus labores, también de sus sinsabores y amarguras. No se trata de poetas que canten el medio natural y la vida pastoril, o la excursión campestre del fin de semana, un medio natural más bien reelaborado o artificiosamente estilizado, desde lejos, como hiciera bucólicamente Teócrito, culturalmente nostálgico de una edad de oro desde el bullicio de las grandes ciudades de la magna Grecia, como Siracusa, sino que se enfrentan al medio rural desde la real y casi siempre dura vivencia del campo y sus oficios, con la verdad de sus vidas incardinadas a la gleba y a una ancestral sabiduría heredada que tanto hoy ignora un amplio público urbanita que se atreve a desdeñar una cultura rural que desconoce, el puro y duro temblor de un mundo campesino que nunca entenderán.
       Aun así, no debemos olvidar que España ha sido hasta hace bien poco, aunque algunos lo nieguen, un país y una cultura sustancialmente agrarios. Baste recordar los nombres de Unamuno o Machado, Leopoldo Panero o Luis Felipe Vivanco, Muñoz Rojas o Celso Emilio Ferreiro, y tantos otros nombres, entre los que no pueden faltar los cordobeses Ricardo Molina y Mario López, del que ahora conmemoramos su centenario. Pero España ha sufrido una gran transformación desde los días de nuestra infancia, y, como observa Pedro M. Domene, en estos poetas que él antologa, «se advierte el paso de grandes e inesperados cambios y, también, cómo algunas de las cosas vividas ya no existen: el variopinto ejercicio de los oficios y quehaceres de las gentes del campo que, de una manera paulatina, generación tras generación, nuestra sociedad ha visto extinguirse... Hoy sus nombres no son siquiera utilizados, ni se conocen porque las cosechadoras han reemplazado a las viejas herramientas y su uso».
       En cambio, estos poetas sí que los conocen y los han vivido desde la niñez, arraigados al terruño, a esos hondos paisajes telúricos que para algunos de ellos, como ocurre en el caso de Alejandro López Andrada, llevado de un intenso panteísmo lírico, se convierten en auténticos «paisajes del alma», por emplear la honda expresión unamuniana, paisajes, como observara Machado, a veces, «tan tristes que tienen alma». Ya lo dice el autor nacido en Los Pedroches nada más comenzar la poética que sirve como introducción a su obra seleccionada, donde apunta: «Escribir poesía para mí es reconectar con un mundo perdido, devastado (el mundo rural), que aún sigue existiendo y flotando en mi interior: árboles, nidos, corrales, huertos, norias, piedras, pájaros» (Pág. 22).
       De un modo también parecido lo expresa Fermín Herrero en la suya correspondiente: «La poesía y el campo son para mí sinónimos... He sido testigo de los estertores de una civilización, la campesina, aún casi sin malear en mi infancia, hecha de sosiego y lentitud» (Pág. 36).
       En cuanto a los otros poetas antologados, cada uno de ellos expresa en sus versos una visión personal y genuina de la Naturaleza. Lo vemos en Reinaldo Jiménez: «...En la alberca,/que custodia un legado/de bancales incultos, entre el lodo/resisten las aneas y las zarzamoras» (Pág. 62); en Sergio Fernández Salvador: «Las vegas, las robledas, los rastrojos/. Tu historia, tu paisaje...» (Pág. 76).
       Lo palpamos en los versos de Hernández Sevillano: «...Tan azul como un cielo de verano;/el hombre que cosecha ortigas y amapolas» (Pág. 105); también en los versos de Josep M. Rodríguez: «Crecen flores silvestres/en las vías de tren abandonadas» (Pág. 86), o en estos otros de Hasier Larretxea: «...Prometieron llegar hasta/el hayedo convertido en invierno» (Pág. 135). El lector hallará, por tanto -queda dicho-, en este volumen la poesía rural más singular y auténtica que, en los últimos años, se ha escrito en nuestro país.



REIVINDICACIÓN
       Hoy día, en estos tiempos en los que predomina una avasalladora y, a veces, árida y embrutecedora cultura urbana, así como una mayoritaria poesía del mismo signo, esta otra rural, tan oxigenada, tan honda y entrañada, como la de Fermín Herrero, con un vocabulario tan castizo y auténtico, o la de los maestros Antonio Colinas y Julio Llamazares, con su infantil recuerdo de «la lentitud de los bueyes», «sigue siendo observada con cierto recelo, con un indisimulado desdén, por parte de la crítica especializada, y, sobre todo, por un gran número de lectores». A pesar de todo, aunque a contracorriente, estos sabios poetas, libres de ataduras, «escriben desde esa amplia perspectiva que les proporciona el campo y sus más palpitantes vivencias y recuerdos, dejando constancia de su amor por los caminos polvorientos, los barrancos y las veras, la visión de los jaramagos y el canto de los abejarucos... Recrean aquellas cosas singulares, captan su misterio, las comprenden y las hacen suyas; son, en definitiva, eso, las cosas esenciales del campo». Una poesía en la que «tierra y espíritu», por emplear un significativo título de Ricardo Molina, se concilian en la raigal vivencia de una tierra y unos horizontes que forman parte ya consubstancial e inmarcesible de estos poetas que, siendo aún hombres de su tiempo, pertenecen también al de una profunda cultura ancestral que en ellos se perpetua y embellece vital y literariamente.

Neorrurales (Antología de poetas de campo). Varios autores. Edición de Pedro M. Domene. Editorial: Berenice. Córdoba, 2018.


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