Carlos Clementson
Bajo el título
de Neorrurales (Antología de poetas de campo), el colaborador de estas páginas
Pedro M. Domene acaba de publicar en la colección Berenice,
de Editorial Almuzara, una original selección poética bajo la temática del
amor, pero del amor vivido y sufrido por la Naturaleza y el agro. Hasta el día
de hoy, al menos que sepamos, nadie había hecho una selección así de rigurosa,
enjundiosa y genuina, de voces poéticas atadas al mundo agrario. Es por tanto
algo insólito en nuestro país. El libro, además, goza de una magistral portada:
un curioso grabado de antigua maquinaria agrícola que aún le da al volumen más
empaque, sentido y solidez.
De entrada, la
antología estudia con penetración y selecciona críticamente la obra de ocho
poetas españoles que, en esta época en que la cultura ambiente se decanta del
lado de lo urbano y la gran ciudad, apuestan por la vivencia profunda y real,
experiencial, del campo y de las labores agrarias, por los trabajos y los días
de una vida dedicada no solo a la contemplación, sino también al sufrimiento y
el esfuerzo secular de la agricultura, y a la lucha por el tiempo de una
cultura rural tradicional y casi arcaica en varios de ellos, como son los casos
de los dos poetas mayores antologados: Alejandro López Andrada
y Fermín Herrero, cuyas obras poéticas, premiadas en todo el país, siempre
estuvieron absolutamente ceñidas, desde su inicio, a ese mundo rural que otros
tanto detestan. El primero ha universalizado a través de sus versos la comarca
de Los Pedroches, al norte de Córdoba; el segundo lo ha hecho con su lugar
natal, la comarca de Tierras Altas, ubicada en Soria.
Los poetas
citados, por tanto, y los demás seleccionados en este volumen de poesía rural,
dando la espalda a modas transitorias, contra la determinación de la impostura
y el discurso cultural predominante en este mundo tecnocrático y posindustrial,
apuestan por la agreste y ardua pureza del medio natural, por más que la poesía
moderna en gran medida, desde el Londres de Lord Byron y el París de Baudelaire
hasta el Nueva York de Lorca o José Hierro, haya hecho de la gran urbe y sus
fantasmas una nueva y opresiva temática.
Los ocho
poetas seleccionados, pertenecientes a tres generaciones distintas, son Alejandro López Andrada,
Fermín Herrero, Reinaldo Jiménez, Sergio Fernández Salvador, Josep M.
Rodríguez, David Hernández Sevillano, Hasier Larretxea y
Gonzalo Hermo. Y se caracterizan por vivir los paisajes y los campos, la madre
y madrastra Naturaleza, desde la hondura y la personal experiencia del
sentimiento y la cotidianeidad vivencial del agro y sus labores, también de sus
sinsabores y amarguras. No se trata de poetas que canten el medio natural y la
vida pastoril, o la excursión campestre del fin de semana, un medio natural más
bien reelaborado o artificiosamente estilizado, desde lejos, como hiciera
bucólicamente Teócrito, culturalmente nostálgico de una edad de oro desde el
bullicio de las grandes ciudades de la magna Grecia, como Siracusa, sino que se
enfrentan al medio rural desde la real y casi siempre dura vivencia del campo y
sus oficios, con la verdad de sus vidas incardinadas a la gleba y a una
ancestral sabiduría heredada que tanto hoy ignora un amplio público urbanita
que se atreve a desdeñar una cultura rural que desconoce, el puro y duro
temblor de un mundo campesino que nunca entenderán.
Aun así, no
debemos olvidar que España ha sido hasta hace bien poco, aunque algunos lo
nieguen, un país y una cultura sustancialmente agrarios. Baste recordar los
nombres de Unamuno o Machado, Leopoldo Panero o Luis Felipe Vivanco, Muñoz
Rojas o Celso Emilio Ferreiro, y tantos otros nombres, entre los que no pueden
faltar los cordobeses Ricardo
Molina y Mario López, del que ahora conmemoramos su
centenario. Pero España ha sufrido una gran transformación desde los días de
nuestra infancia, y, como observa Pedro M. Domene, en estos poetas que él
antologa, «se advierte el paso de grandes e inesperados cambios y, también,
cómo algunas de las cosas vividas ya no existen: el variopinto ejercicio de los
oficios y quehaceres de las gentes del campo que, de una manera paulatina,
generación tras generación, nuestra sociedad ha visto extinguirse... Hoy sus
nombres no son siquiera utilizados, ni se conocen porque las cosechadoras han
reemplazado a las viejas herramientas y su uso».
En cambio,
estos poetas sí que los conocen y los han vivido desde la niñez, arraigados al
terruño, a esos hondos paisajes telúricos que para algunos de ellos, como
ocurre en el caso de Alejandro
López Andrada, llevado de un intenso panteísmo lírico, se
convierten en auténticos «paisajes del alma», por emplear la honda expresión
unamuniana, paisajes, como observara Machado, a veces, «tan tristes que tienen
alma». Ya lo dice el autor nacido en Los Pedroches nada más comenzar la poética
que sirve como introducción a su obra seleccionada, donde apunta: «Escribir
poesía para mí es reconectar con un mundo perdido, devastado (el mundo rural),
que aún sigue existiendo y flotando en mi interior: árboles, nidos, corrales,
huertos, norias, piedras, pájaros» (Pág. 22).
De un modo
también parecido lo expresa Fermín Herrero en la suya correspondiente: «La
poesía y el campo son para mí sinónimos... He sido testigo de los estertores de
una civilización, la campesina, aún casi sin malear en mi infancia, hecha de
sosiego y lentitud» (Pág. 36).
En cuanto a
los otros poetas antologados, cada uno de ellos expresa en sus versos una
visión personal y genuina de la Naturaleza. Lo vemos en Reinaldo Jiménez: «...En
la alberca,/que custodia un legado/de bancales incultos, entre el lodo/resisten
las aneas y las zarzamoras» (Pág. 62); en Sergio Fernández Salvador: «Las
vegas, las robledas, los rastrojos/. Tu historia, tu paisaje...» (Pág. 76).
Lo palpamos en
los versos de Hernández Sevillano: «...Tan azul como un cielo de verano;/el
hombre que cosecha ortigas y amapolas» (Pág. 105); también en los versos de
Josep M. Rodríguez: «Crecen flores silvestres/en las vías de tren abandonadas»
(Pág. 86), o en estos otros de Hasier Larretxea: «...Prometieron llegar hasta/el
hayedo convertido en invierno» (Pág. 135). El lector hallará, por tanto -queda
dicho-, en este volumen la poesía rural más singular y auténtica que, en los
últimos años, se ha escrito en nuestro país.
REIVINDICACIÓN
Hoy día, en
estos tiempos en los que predomina una avasalladora y, a veces, árida y
embrutecedora cultura urbana, así como una mayoritaria poesía del mismo signo,
esta otra rural, tan oxigenada, tan honda y entrañada, como la de Fermín Herrero,
con un vocabulario tan castizo y auténtico, o la de los maestros Antonio
Colinas y Julio Llamazares, con su infantil recuerdo de «la lentitud de los
bueyes», «sigue siendo observada con cierto recelo, con un indisimulado desdén,
por parte de la crítica especializada, y, sobre todo, por un gran número de
lectores». A pesar de todo, aunque a contracorriente, estos sabios poetas,
libres de ataduras, «escriben desde esa amplia perspectiva que les proporciona
el campo y sus más palpitantes vivencias y recuerdos, dejando constancia de su
amor por los caminos polvorientos, los barrancos y las veras, la visión de los
jaramagos y el canto de los abejarucos... Recrean aquellas cosas singulares,
captan su misterio, las comprenden y las hacen suyas; son, en definitiva, eso,
las cosas esenciales del campo». Una poesía en la que «tierra y espíritu», por
emplear un significativo título de Ricardo Molina, se concilian en la raigal vivencia
de una tierra y unos horizontes que forman parte ya consubstancial e
inmarcesible de estos poetas que, siendo aún hombres de su tiempo, pertenecen
también al de una profunda cultura ancestral que en ellos se perpetua y
embellece vital y literariamente.
Neorrurales (Antología de poetas de campo). Varios
autores. Edición de Pedro M. Domene. Editorial: Berenice. Córdoba, 2018.
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