MI
AMIGO, RAÚL
Carta desde España como homenaje al amigo, Raúl
Hernández Viveros
Decía Jules Renard que a lo largo de
nuestra vida nunca encontramos amigos, sino momentos de amistad. No comparto,
en buena parte, el sentido completo de semejante afirmación que el erudito le
otorga a esta palabra, aunque sí encierra, algo de verdad, dicha sentencia
porque, en realidad y volviendo a parafrasear de nuevo a otro ilustre, Alphonse
Karr, a propósito de la amistad, éste afirmaba, que los amigos son aquellos
individuos elegidos a voluntad. Quiero subrayar desde el comienzo que comparto,
mucho más, esta última afirmación y aseguro con toda convicción que, Raúl Hernández Viveros, escritor veracruzano, nacido
en Ciudad Mendoza, es mi amigo, mi hermano allende de los mares, ese
desconocido a quien un buen día y a través de la literatura conocí para suerte,
creo a estas alturas, de ambos. Desde entonces, una ya lejana y emblemática
década de los 70, tanto en su país como en el mío, nuestra amistad, la
hermandad nacida de ese mutuo sentimiento, no ha hecho sino crecer con el paso
del tiempo. Iniciamos entonces una correspondencia afortunada y una
colaboración literaria en ambos sentidos, compartimos gustos y autores de la
literatura universal y nos interesamos por la solidaridad y la paz en el mundo.
Raúl me ha proporcionado durante estos años una abundante bibliografía sobre la
literatura mexicana más reciente, concretamente, sobre el cuento mexicano
contemporáneo de tanto interés para mí y para mis desvelos literarios. De igual
modo, los intereses de Raúl acerca de la literatura española contemporánea se
dirigían en este mismo sentido y nuestra colaboración ha cristalizado en un
importante ensayo que Raúl publicaba después de más de cinco años de estudio y
dedicación a la narrativa breve española titulado Relato español actual,
Fondo de Cultura Económica, 2002. Se trata de una excelente aportación al
género para los estudiosos de ambos lados del Atlántico.
En igual proporción he visto crecer, con
el paso de los años, su propia producción desde La invasión de los chinos
(1975), pasando por Los otros alquimistas (1978), Los tlaconetes
(1980) o su novela policíaca, Entre la pena y la nada (1984), un relato
que aparecía justo en el momento en que yo viajaba hasta México para conocernos
personalmente. Después se han sucedido nuevas colecciones de cuentos, El
secuestro de una musa (1982), Una mujer canta amorosamente (1984) o Los
días de otoño (1999). Durante los últimos veinticinco años, ya es un número
considerable como para apostar por esa amistad vituperada por Renard o
ensalzada por Karr, nuestros encuentros en mi patria y en la suya se han
sucedido de una manera fluida y cordial. Nos hemos ofrecido nuestra mutua
hospitalidad: yo he visitado su hermosa casa en Azueta, ubicada en la hermosa
ciudad de Jalapa, en el estado de Veracruz, México y él me ha correspondido
visitando el Paraje de la
Estación, en mi pequeña Huércal Overa, en el Sur de España.
Él ha disfrutado de mis amigos y lo mismo he hecho yo con respecto a los suyos.
Visitar Jalapa supone para mí vivir esa otra hermandad que me ofrecen los
veracruzanos cuando me acerco hasta sus casas, sus calles o sus plazas. He
recorrido con él buena parte de Estado y en Veracruz a la sombra de los
recuerdos de los primeros españoles que llegaron hasta tan hermosa ciudad, en
los soportales de sus plazas y sus cantinas, hemos tomado café y tequila
disfrutando de nuestra mutua amistad. Así que cuando tengo ocasión vuelvo
siempre hasta la ciudad donde vive mi buen amigo Raúl
Hernández Viveros, un hombre afable donde los haya, cordial,
amable, animador cultural en las últimas décadas de su literatura, dedicado
desde la dirección de revistas como Cosmos o La Palabra y el
Hombre a difundir la magnitud de su amplia cultura y a ensayar desde sus
páginas la versatilidad de una literatura universal que él conoce
excelentemente, Pavese, Gombrowicz, Pasolini, Casey, Rulfo, Faulkner y un largo
etcétera.
Durante los últimos años nuestra
correspondencia se ha ido espaciando. Raúl suele tener ciertas crisis de
identidad a de afianzamiento humano que se traducen después en una nueva obra
literaria. No me importa, pues, sostener durante meses o durante años, su
silencio siempre que me sorprenda con una nueva entrega literaria, esos cuentos
que él perfila y estructura primorosamente. Así que siempre espero paciente a
que supere, con esa dignidad que lo caracteriza, ese vacío existencial del que
emerge con nueva potencia. Hay que pensar que Alberto, su hijo mayor, a quien
yo conocí con apenas unos cuantos años, lo ha hecho abuelo y eso debe dolerle
en las entretelas, puesto que ya es un abuelito. Pero cuando volvemos a vernos
Raúl, mi amigo Raúl, sigue siendo el mismo: un hombre conversador, sabio, que
conoce los resortes de la literatura de aquí y de allá, que está repleto de
proyectos, que sigue editando y poniendo en librerías su Cultura de Veracruz
junto con Alberto tan primorosamente editado como nació el proyecto y me dice
una y otra vez que, pese a todo, va bien y que su vida se desarrolla «entre la
pena y la nada» y que sus «días de otoño» no empañan los múltiples proyectos
que aún nos quedan por realizar juntos. Mucho me temo que pese a este homenaje
que Omar Piña me solicita para Milenio aún nos queda tanto de Hernández
Viveros escritor como del Raúl amigo, porque como bien ha escrito nuestro común
Enrique Vila-Matas, querido amigo, te recuerdo en Jalapa en la Navidad de 1984, te
recuerdo en Huércal Overa en la
Navidad de 1990, de nuevo en Jalapa en el verano de 1997, en
Huércal Overa en la primavera de 1998, y de nuevo en Jalapa en el otoño del
2002.
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