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martes, 14 de noviembre de 2017

Mi voluntad...



MI VOLUNTAD DE SER MEXICANO

       Cuando era un adolescente en el Rheinland alemán a finales de los 60, viví la experiencia de ser un hijo de emigrantes que incluyó una segregación social por parte de una mínima fracción de la ciudadanía alemana, y un largo verano en que leí un puñado de reportajes periodísticos que hablaban, y de qué manera, de la colonización española en Hispanoamérica, sobre todo de las correrías y tropelías de Hernán Cortés y algunos de sus secuaces en la conquista del imperio azteca. Y por extensión en el resto del continente americano. Evidentemente, mi escasa formación académica de entonces solamente me llevó a escandalizarme ante la lectura de  semejantes reportajes, seis en total quiero recordar, escritos por un periodista alemán. Transcurridos los años aún conservo los  recortes en mi archivo y, según el tono expresado por el alemán, me avergüenzo y, creo firmemente, que la colonia de mis paisanos españoles que habitaban el pequeño pueblo, también lo sintió. Pero, no obstante, pasé allí los afortunados años de buena parte de mi niñez y de mi juventud. Cuando hoy recuerdo el recuento de semejantes atrocidades y después de haber leído, estudiado y revisado parte de esa «conquista» mucho me temo que ese analista alemán exageraba sus apreciaciones sobre mutilaciones, asesinatos, violaciones, extinción de una raza y, me temo, quería más escandalizar que ser equitativo en sus apreciaciones sobre los imperialistas españoles que se lanzaron a la conquista de América. Evidentemente, el analista estaba de parte de los indígenas, los habitantes del México del XVI, a quienes nombraba con ese calificativo, por cierto, y así se mostraba excesivamente condescendiente con ellos. Nada aportaba de esa otra colonización llevada a cabo por otros españoles, la humana y la referida a la hermandad, me refiero, aquella que hizo que muchos países renunciaran, no obstante, a parte de sus señas de identidad para fundirse con otra nueva que originaría un lenguaje mestizo, unas costumbres singulares, un arte y una literatura plural, en suma las señas que hoy identifican a todos los hablantes del castellano o español, tanto de aquí como allende de los mares.

Vista de Xalapa, desde el Pico Orizaba

       Mi relación con México data de mis años universitarios, esos que llamamos de formación, en los que uno siente y tiene muchos y grandes deseos de conocimiento. Uno es capaz de devorar todo lo que se pone ante su vista, libros, artículos, ensayos, pintura, arquitectura, artesanía de esos otros países donde la huella de lo español ha estado presente durante los últimos 500 años. Hoy ya no siento vergüenza alguna de aquel pasado verano alemán, inocente en mis juicios de valor, nada más lejos, me siento reconfortado de saber y conocer parte de ese legado que es también mi legado, y me refiero a las señas de identidad que se cuestionan en países como México, Colombia, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina... y un largo etcétera, porque tanto sus gentes allí como los habitantes de España aquí, un país ahora libre y democrático, capaz de tender sus manos desde la metrópoli hasta el otro lado del mar. Hemos aprendido que, las teorías conquistadoras de nuestros reyes y gobernantes de esos pasados siglos, nunca han manifestado la realidad de un pasado histórico que más se debe a falsos documentos y a supersticiones que tienen mucho que ver con nuestro carácter iberoamericano. Hoy me siento orgulloso de haber establecido unos lazos de amistad y de confraternidad con un grupo de escritores e intelectuales de México, estrechado casi una hermandad con algunos de los habitantes de Jalapa, en el Estado de Veracruz, de haber visitado un país tan impresionante y rico como México, con su gran urbe, el DF., como baluarte de modernidad, admirar sus avenidas y zócalos, además de visitar sus museos y tradiciones. Me siento orgulloso de pasear en una ciudad como Jalapa donde tengo establecidos vínculos de avenencia con alguien que sabe, y muy bien, aprecio como hermano y que desde el año 1978 me tendió sus brazos, con sus publicaciones, sus libros, y me refiero, y quiero decirlo, a Raúl Hernández Viveros, con quien a estas alturas he compartido mesa, me ha ofrecido su hogar, he paseado, he escrito y admirado la belleza del valle de Veracruz. Nuestras familias se conocen y no existe atisbo alguno en nosotros de animadversión. He visto con el paso del tiempo crecer a sus hijos y algo parecido le ha ocurrido a él con mis hijas. En España hemos celebrado juntos la Navidad, una fecha emblemática para todos, nos hemos emborrachado y hablado, durante horas y más horas, sobre literatura, muestra pasión común, incluso, con el paso de los años, hemos intercambiado publicaciones. He visitado México en tres ocasiones en los últimos veinte años, he paseado por las calles y avenidas de una Jalapa cordial y amable, por el Parque Juárez, Xallitic, la Iglesia del Buen Viaje, el Parque Miguel Hidalgo y Costilla, la Plazuela de San José, los Lagos del Dique, la hermosa Catedral, el Callejón de Jesús te Ampare, y conozco su hermosa leyenda, los Palacios de Gobierno y Municipal o los Lavaderos de Ruiz Cortines. Me he reunido con los amigos mexicanos de la ciudad en cantinas y pulperías y me han abrazado como hermano y ofrecido su amistad. He visitado su Universidad y presentado mis libros y proyectos. Me consta que tengo la amistad de su director de publicaciones, José Luis Rivas, y siento que me encuentro en paz en una ciudad que acoge a sus visitantes con esa amabilidad que se parece a la de las gentes de buena voluntad de mi país. Omar Piña me brindaba su amistad en las páginas del suplemento Milenio/ Laberinto para que, semana tras semana, acudiese a estar presente con mis pequeños ensayos  entre los lectores del Estado de Veracruz. Pero también tengo otros tantos amigos, en el DF., en Puebla, en Veracruz, en Oaxaca, y algunos más que sería prolijo nombrar en Jalapa.


       Estos días me siento más mexicano porque acabo de leer, en las páginas del semanario de El País, un interesante reportaje del escritor mexicano Jordi Soler (1963), nacido, por cierto, en La Portuguesa, una comunidad de republicanos catalanes en la selva de Veracruz. El magnífico texto se titula «La misión del embajador Rodríguez», en realidad, el encargo del presidente Lázaro Cárdenas, a su embajador en París, de socorrer a los más de 150.000 españoles desperdigados por Francia y enviarlos a México, velando en todo momento por su seguridad, especialmente, en la figura del presidente de la República española, Manuel Azaña.  Luis I. Rodríguez, embajador en Francia, se entrevistó en Vichy en julio de 1940 con el mariscal Pétain y se enfrentó a su voluntad de denunciar a los refugiados españoles ante el gobierno franquista que pisaba los talones a muchos de los intelectuales y republicanos en suelo francés. En ningún momento ni Pétain ni su gobierno había visto con buenos ojos la protección que el gobierno de México ofrecía a Azaña o a su gobierno y denunciaban que el embajador alentaba, desde suelo francés, actividades de política comunista. Pese a todo, las listas de extradición que engrosaban los nombres de los refugiados, tras un inicial acuerdo de los gobiernos de México y Francia, ascendían a 3.617 hombres, apunta el narrador Jordi Soler, a esta cifra se sumaban, además, cada día que pasaba nuevos nombres que facilitaba la Gestapo. El astuto embajador Rodríguez había conseguido colocar en varias de las habitaciones del hotel Midi, de Montauban, la bandera mexicana que proporcionaba inmunidad a las decenas de refugiados, incluido, el presidente Azaña, gravemente enfermo, en cuyas habitaciones moriría el 4 de noviembre de 1940, sin que pudiera ser evacuado como había pensado la Legación mexicana. La habilidad del embajador Luis I. Rodríguez consiguió que varios barcos zarparan de Marsella con centenares y miles de refugiados. Desde su vuelta a México mantuvo relación de amistad con algunas de las comunidades de españoles en todo el territorio federal y a su entierro, ocurrido, un día de 1973, un grupo de republicanos españoles cerró el círculo que don Luis había abierto más de treinta años antes, devolviendo su cuerpo a la tierra, envuelto en la bandera republicana, repitiendo la misma acción que, él mismo, había hecho en el entierro de Azaña, cuando había envuelto el  féretro del español con la mexicana.
       Al leer este reportaje, al recordar las palabras y, sobre todo, rememorar la figura de tan insigne hombre honesto, el embajador Luis I. Rodríguez, me siento más mexicano que nunca, más iberoamericano, y quisiera que el resto de aquellas heridas que aún quedan abiertas de ese 12 de Octubre que aún celebramos, ahora en España sin la majestuosidad ni el sentido imperialista del pasado, esa especie de hispanofobia sobre la que han escrito intelectuales  allende de los mares, se disipara porque, quien escribe, quien siente, quien vive, el arte mexicano, se congratula de ser hermano de esa gran cultura ancestral que hoy puebla México, con sus raíces autóctonas tan mixtecas como españolas, porque después de cinco siglos, la simbiosis ha logrado ser tan extraordinaria que todos formamos parte de una herencia única, aquella que une con una lengua común su idiosincrasia y la nuestra.
        

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