UNA VISIÓN
DE LOS BRAVOS DE JESÚS FERNÁNDEZ SANTOS
Autores como Proust, Kafka, Faulkner y
Joyce, Musil y Lowry se ha convertido en los pilares de la narrativa del siglo
XX, porque su discurso proponía nuevas formas de creación. Será Proust quien, En busca del tiempo perdido (1913-1927),
evoque el mundo exterior según lo había conocido, multiplique la acción
novelesca y ofrezca un efecto óptico, un juego de espejos donde se refleje esa
variedad psicológica de personajes que, simultanea, subjetivismo y objetivismo,
cuando no solo cuenta la historia de uno o varios héroes, sino porque su visión
del mundo es mucho más amplia. Los narradores no intentan describir una
realidad objetiva, sino el reflejo en la conciencia de esa realidad. El mayor
de los cambios se muestra en la sensación del tiempo; un tiempo vivido y no
narrado, se abandona esa forma cronológica de contar para ofrecer una
perspectiva temporal que pasa casi inadvertida y produce la sensación
laberíntica de una realidad que vuelve una y otra vez; el monólogo interior y
el balbuceo en algunos personajes muestra la sensación de un lenguaje
inarticulado que —María Dolores de Asís Garrote— señala “se introduce con
intención estética, o para denunciar limitaciones y frustraciones de los
hombres.”
Gonzalo Sobejano afirma que “la segunda
dirección de la novela de posguerra, la constituye la “novela social” (…); es
decir, un tipo de novela que tiende a hacer artísticamente inteligible el vivir
de la colectividad en estados y conflictos a través de los cuales se revela la
presencia de una crisis y la urgencia de una solución”. Pablo Gil Casado señala
que “una novela es “social” únicamente cuando se trata de mostrar el
anquilosamiento de la sociedad, o la injusticia o desigualdad que existe en su
seno, con el propósito de criticarlas; (…) en todo caso, la novela social versa
sobre problemas fundamentales que afectan a las relaciones humanas, su
contenido siempre tiene carácter colectivo, su intención es contribuir a que se
produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea”. Y —Soberano añade— “la
novela social predomina entre los narradores que durante la guerra eran niños y
que se dieron a conocer en los años 50, circunstancia la cual suele
agrupárseles en “una Generación del Medido siglo”. El orden estrictamente
cronológico —insiste— comenzaría en 1951 cuando Ignacio Aldecoa publica uno de
sus primeros relatos, El aprendiz de
cobrador y Rafael Sánchez Ferlosio su primera novela, “nada social”, según
el crítico, Industrias y andanzas de
Alfanhuí, y habla de una cronología de funciones que despertó, aun mejor,
la conciencia social en la narrativa española del momento, y pasó inadvertida
en, Los bravos, de Jesús Fernández
Santos, y El fulgor y la sangre, de
Ignacio Aldecoa, aunque Sobejano apunta el favor que la crítica otorgó a la
segunda novela de Sánchez Ferlosio, El
Jarama (1955), que ya inauguraba esa tendencia social.
Los bravos
Jesús Fernández Santos, que no puede ser
calificado —según Sobejano—íntegramente de social-realista ni de objetivista,
aunque consideremos de esta última tendencia su primera novela, Los bravos. Para Eugenio de Nora se
trata de “la primera obra plenamente representativa de la nueva promoción”, y
la parcela de realidad utilizada como anécdota —señala Jorge Rodríguez Padrón—
es muy reducida, pero funciona como una trasposición de una totalidad (el
propio Fernández Santos afirma que no se trata de simbolizar al país en este
pueblo perdido y olvidado, sino más bien representarlo a través de una historia
porque ya se sabe que la historia inventada es casi siempre más real que la
verdadera); como una la transformación de unas relaciones personales o
sociales, históricas y morales que desbordan la propia anécdota y,
literariamente hablando, luego resultan más eficaces. Así Los bravos muestra la vida de un puñado de vecinos de un pequeño
pueblo leonés muy cercano a la frontera con Asturias. No se nombra, aunque
posteriormente Fernández Santos visitó y concretó en qué lugar se había
inspirado para escribir su novela. La toponimia del lugar, no obstante, no
añade o quita al texto narrativo, puesto que puede ser identificado con
bastantes de la España
campesina de aquellos años, aunque leída la novela nunca debemos pensar en ella
como el retrato de unas costumbres rústicas, ni de paisajes rurales o tipos
definidos por una geografía. Todo aspecto regional queda pronto esfumado, tras
las primeras páginas, y Fernández Santos reduce los detalles a unas someras
alusiones con respecto a la pobreza del terreno, la proximidad de alta montaña,
la pesca de trucha en el río del lugar, el trasiego de asturianos y todo se
concreta en una incolora monotonía de la existencia diaria de unos hombres y
mujeres perdidos en un espacio de la miseria de la posguerra española. “Los bravos, —según afirma Juan Luis
Alborg— no es una novela fácil de resumir para información del lector (…) posee
una disposición sinfónica, y aunque alguno de los personajes destaque
ligeramente sobre los demás, no existen “primeros papeles” (…). Lo que queda por
aclarar es hasta dónde alcanza la intención del autor, supuesto que hay alguna,
o si, por el contrario en esta minuciosa observación de aquel cuadro campesino
de Los bravos, no va más allá de una
difusa generosidad por el humilde (…) peso sin pretensiones más concretas ni
últimos alcances”.
El relato empieza en un momento
cualquiera de los sucesos cotidianos que asaltan a la escasa población del
lugar, y finaliza de la misma forma, aunque el narrador acude a un suceso
importante para su comienzo, la llegada de un nuevo médico que viene a
practicar su profesión, y el final proyecta la sombra de don Prudencio, el
cacique del pueblo, y su entierro poco después de las fiestas patronales de la Virgen de agosto. Sin
embargo, y pese a nombres y actuaciones concretas, en la novela no hay
protagonistas o acciones dramáticas concretas, sino una red de relaciones entre
algunos nombres que el narrador madrileño va estableciendo para concretar
algunas de las acciones de sus personajes: Manolo, el dueño de la única taberna
y tienda, su hermano Pepe, transportista y cartero del lugar, Alfredo que
desafía la autoridad de la guardia civil pescando truchas en el río, Amador
cuyo hijo lleva postrado en una cama años y años, Pilar, una singular
solterona, la joven Amparo, don Prudencio y Socorro, su sirvienta y amante, y
sobre todo el médico y un viajante que aparece por el lugar e induce a los
vecinos a entregarle sus ahorros para timarlos. La técnica de Fernández Santos
para que el lector vaya percibiendo la singular existencia de este grupo de
vecinos, sus fatigas diarias, sus deseos, incluso sus recelos y hostilidades,
es ir mostrando una sucesión de momentos que van protagonizando algunos de los
nombres apuntados, sin que por ello uno u otro tengan relevancia alguna. La simultaneidad
de las acciones, los momentos que se viven, los paralelismos que se suceden,
incluso los silencios quedan separados por fragmentos y asteriscos que al
lector le indican un cambio, casi todo visto desde el ojo de una cámara que
opera recogiendo pequeñas estampas sueltas y que después se repetirá en algunas
notables novelas. “La novela pone de relieve —según señala Gil Casado— la
pobreza de espíritu de las gentes, la miseria, la ruindad y decadencia que
existen en aldeas como estas, imprecisamente situada en las montañas
asturleonesas (…) El modo de describir el lugar, lo que le pasa a la gente, los
detalles peculiares del pueblo y de sus habitantes, recuerdan el costumbrismo,
pero la novela no es costumbrista ni mucho menos. No hay perspectiva nostálgica,
ni intento moralizante, ni lo típico es lo pintoresco”.
Técnica narrativa
La técnica narrativa empleada por
Fernández Santos, así como la estructura están muy elaboradas y cuidadosamente
condicionadas a los anticipos que nos proporciona el narrador, la llegada del
médico, Amador y el cuidado de su hijo, la enfermedad de don Prudencio y su
relación con Socorro y, sobre todo, el representante, toda esa perspectiva de
lo ambiguo que el lector deberá seguir leyendo para llegar a concretar su visión
sobre el conjunto, nunca se revela una situación sino que como los personajes
se va mostrando muy lentamente, poco sabemos de su identidad y menos aun de sus
propósitos, a excepción de algunos casos que desde las primeras líneas muestran
su deseo de irse a la capital a buscarse la vida. Rafael Sánchez Ferlosio, en
una de las primeras notas sobre la novela, afirmaba; “Parece como si, con
amoroso cuidado, con atenta obediencia, el autor se hubiese limitado a palpar y
a reconocer todas las cosas, respetando el lugar en que se hallaban colocadas;
su lenguaje es, por eso, pura y cuidadosa fidelidad; el estilo desaparece de la
pluma del autor, el estilo es el mundo mismo que se expresa en él. El autor ha
querido hacerse mudo, frente al sagrado mutismo del pueblo que nos revela; se
ha colocado detrás de él y lo ha dejado expresarse”.
Las historias en Los bravos se entrecruzan para conformar un relato global y a
través de este, las perspectivas que caracterizan a los personajes: el ansia de
libertad de Pepe, el concesionario de correos y transportista; la maldad y
decrepitud del cacique, don Prudencio; las soledades de Amparo, y las
vejaciones de Socorro; las aficiones y el sentimiento de romper las barreras de
Alfredo, empeñado en pescar furtivamente; la amargura del secretario del
Ayuntamiento, Antón y sus ansias de felicidad; el ejemplo de vida social que
ostentan Manolo y su familia en la taberna que regentan, a quienes Antonio
Vilanova considera, “Seres fuera del tiempo, sin compasión ni esperanza,
abandonados a su desgracia y soledad, roídos por la herencia ancestral del odio
e incapaces de comprender la piedad y el perdón, pero hombres de carne y hueso,
capaces de sufrimiento y de dolor, aunque este se oculte bajo la torva máscara
de la indiferencia o del rencor”.
La rapidez, la brevedad, la parquedad y
concisión de muchas de las conversaciones que mantienen estos personajes,
caracteriza al uso del diálogo en la novela de Fernández Santos, que deja el
protagonismo absoluto a las palabras que emplean porque la técnica del
novelista va dejando cabos sueltos que crean en el lector una expectante
intriga que se irá cerrando a medida que avanza la historia, aunque la
naturalidad con que se expresan estos habitantes supone uno de los mayores
aciertos y una de las mejores aportaciones del novelista a la nueva narrativa
del momento que, sin duda, otorga esa veracidad deseada, y se ha denominado
como “ficción de realidad”. El mismo tratamiento le otorga el madrileño al
paisaje, con esa especie de distanciamiento y efecto de cámara cinematográfica,
una mirada que solo se detiene en la geografía cercana al pueblo, y que
describe de la siguiente manera: “El pueblo estaba vacío. Las casas, el río,
los puentes y la carretera parecían desiertos de siempre, como si su único fin consistiera
en existir por sí mismos, sin servir de morada o tránsito. El vacío se tornaba
visible y oloroso en torno a las ruinas ennegrecidas de la iglesia, al margen
mismo del pueblo, hueca, al aire sus afiladas ventanas, hundida por el odio y
la metralla que la guerra volcó sobre ella, olvidada al fin. El reloj aparecía
inmóvil, falto de sus saetas, en una hora inverosímil (…). Ángeles Encinar
habla de “protagonista múltiple” en algunas novelas del 50, y caracteriza en
algunas, la desaparición de la fábula y la desmitificación del héroe, e incide
en un héroe colectivo con respecto a la denominada “generación del medio siglo”
cuyos postulados estéticos e ideológicos eran comunes. Su meta principal la
denuncia de la injusticia social, desde la perspectiva del pueblo (la
explotación del trabajador y sus condiciones precarias), o bien desde una
burguesa (comportamientos asociales y una vida ociosa y vacua); logran su
propósito narrando desde una perspectiva objetiva y el uso de una técnica
conductista; desaparece el héroe individual que es sustituido por un
protagonista colectivo, el personaje-clase. Encinar cita, La colmena (1951), La noria
(1952), El fulgor y la sangre (1954),
Los bravos (1954) y finalmente, El Jarama (1955).
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