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domingo, 5 de noviembre de 2017

Desayuno con diamantes, 123



   UNA VISIÓN DE LOS BRAVOS DE JESÚS FERNÁNDEZ SANTOS



       Autores como Proust, Kafka, Faulkner y Joyce, Musil y Lowry se ha convertido en los pilares de la narrativa del siglo XX, porque su discurso proponía nuevas formas de creación. Será Proust quien, En busca del tiempo perdido (1913-1927), evoque el mundo exterior según lo había conocido, multiplique la acción novelesca y ofrezca un efecto óptico, un juego de espejos donde se refleje esa variedad psicológica de personajes que, simultanea, subjetivismo y objetivismo, cuando no solo cuenta la historia de uno o varios héroes, sino porque su visión del mundo es mucho más amplia. Los narradores no intentan describir una realidad objetiva, sino el reflejo en la conciencia de esa realidad. El mayor de los cambios se muestra en la sensación del tiempo; un tiempo vivido y no narrado, se abandona esa forma cronológica de contar para ofrecer una perspectiva temporal que pasa casi inadvertida y produce la sensación laberíntica de una realidad que vuelve una y otra vez; el monólogo interior y el balbuceo en algunos personajes muestra la sensación de un lenguaje inarticulado que —María Dolores de Asís Garrote— señala “se introduce con intención estética, o para denunciar limitaciones y frustraciones de los hombres.”
       Gonzalo Sobejano afirma que “la segunda dirección de la novela de posguerra, la constituye la “novela social” (…); es decir, un tipo de novela que tiende a hacer artísticamente inteligible el vivir de la colectividad en estados y conflictos a través de los cuales se revela la presencia de una crisis y la urgencia de una solución”. Pablo Gil Casado señala que “una novela es “social” únicamente cuando se trata de mostrar el anquilosamiento de la sociedad, o la injusticia o desigualdad que existe en su seno, con el propósito de criticarlas; (…) en todo caso, la novela social versa sobre problemas fundamentales que afectan a las relaciones humanas, su contenido siempre tiene carácter colectivo, su intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea”. Y —Soberano añade— “la novela social predomina entre los narradores que durante la guerra eran niños y que se dieron a conocer en los años 50, circunstancia la cual suele agrupárseles en “una Generación del Medido siglo”. El orden estrictamente cronológico —insiste— comenzaría en 1951 cuando Ignacio Aldecoa publica uno de sus primeros relatos, El aprendiz de cobrador y Rafael Sánchez Ferlosio su primera novela, “nada social”, según el crítico, Industrias y andanzas de Alfanhuí, y habla de una cronología de funciones que despertó, aun mejor, la conciencia social en la narrativa española del momento, y pasó inadvertida en, Los bravos, de Jesús Fernández Santos, y El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa, aunque Sobejano apunta el favor que la crítica otorgó a la segunda novela de Sánchez Ferlosio, El Jarama (1955), que ya inauguraba esa tendencia social.



Los bravos
       Jesús Fernández Santos, que no puede ser calificado —según Sobejano—íntegramente de social-realista ni de objetivista, aunque consideremos de esta última tendencia su primera novela, Los bravos. Para Eugenio de Nora se trata de “la primera obra plenamente representativa de la nueva promoción”, y la parcela de realidad utilizada como anécdota —señala Jorge Rodríguez Padrón— es muy reducida, pero funciona como una trasposición de una totalidad (el propio Fernández Santos afirma que no se trata de simbolizar al país en este pueblo perdido y olvidado, sino más bien representarlo a través de una historia porque ya se sabe que la historia inventada es casi siempre más real que la verdadera); como una la transformación de unas relaciones personales o sociales, históricas y morales que desbordan la propia anécdota y, literariamente hablando, luego resultan más eficaces. Así Los bravos muestra la vida de un puñado de vecinos de un pequeño pueblo leonés muy cercano a la frontera con Asturias. No se nombra, aunque posteriormente Fernández Santos visitó y concretó en qué lugar se había inspirado para escribir su novela. La toponimia del lugar, no obstante, no añade o quita al texto narrativo, puesto que puede ser identificado con bastantes de la España campesina de aquellos años, aunque leída la novela nunca debemos pensar en ella como el retrato de unas costumbres rústicas, ni de paisajes rurales o tipos definidos por una geografía. Todo aspecto regional queda pronto esfumado, tras las primeras páginas, y Fernández Santos reduce los detalles a unas someras alusiones con respecto a la pobreza del terreno, la proximidad de alta montaña, la pesca de trucha en el río del lugar, el trasiego de asturianos y todo se concreta en una incolora monotonía de la existencia diaria de unos hombres y mujeres perdidos en un espacio de la miseria de la posguerra española. “Los bravos, —según afirma Juan Luis Alborg— no es una novela fácil de resumir para información del lector (…) posee una disposición sinfónica, y aunque alguno de los personajes destaque ligeramente sobre los demás, no existen “primeros papeles” (…). Lo que queda por aclarar es hasta dónde alcanza la intención del autor, supuesto que hay alguna, o si, por el contrario en esta minuciosa observación de aquel cuadro campesino de Los bravos, no va más allá de una difusa generosidad por el humilde (…) peso sin pretensiones más concretas ni últimos alcances”.
       El relato empieza en un momento cualquiera de los sucesos cotidianos que asaltan a la escasa población del lugar, y finaliza de la misma forma, aunque el narrador acude a un suceso importante para su comienzo, la llegada de un nuevo médico que viene a practicar su profesión, y el final proyecta la sombra de don Prudencio, el cacique del pueblo, y su entierro poco después de las fiestas patronales de la Virgen de agosto. Sin embargo, y pese a nombres y actuaciones concretas, en la novela no hay protagonistas o acciones dramáticas concretas, sino una red de relaciones entre algunos nombres que el narrador madrileño va estableciendo para concretar algunas de las acciones de sus personajes: Manolo, el dueño de la única taberna y tienda, su hermano Pepe, transportista y cartero del lugar, Alfredo que desafía la autoridad de la guardia civil pescando truchas en el río, Amador cuyo hijo lleva postrado en una cama años y años, Pilar, una singular solterona, la joven Amparo, don Prudencio y Socorro, su sirvienta y amante, y sobre todo el médico y un viajante que aparece por el lugar e induce a los vecinos a entregarle sus ahorros para timarlos. La técnica de Fernández Santos para que el lector vaya percibiendo la singular existencia de este grupo de vecinos, sus fatigas diarias, sus deseos, incluso sus recelos y hostilidades, es ir mostrando una sucesión de momentos que van protagonizando algunos de los nombres apuntados, sin que por ello uno u otro tengan relevancia alguna. La simultaneidad de las acciones, los momentos que se viven, los paralelismos que se suceden, incluso los silencios quedan separados por fragmentos y asteriscos que al lector le indican un cambio, casi todo visto desde el ojo de una cámara que opera recogiendo pequeñas estampas sueltas y que después se repetirá en algunas notables novelas. “La novela pone de relieve —según señala Gil Casado— la pobreza de espíritu de las gentes, la miseria, la ruindad y decadencia que existen en aldeas como estas, imprecisamente situada en las montañas asturleonesas (…) El modo de describir el lugar, lo que le pasa a la gente, los detalles peculiares del pueblo y de sus habitantes, recuerdan el costumbrismo, pero la novela no es costumbrista ni mucho menos. No hay perspectiva nostálgica, ni intento moralizante, ni lo típico es lo pintoresco”.



Técnica narrativa
       La técnica narrativa empleada por Fernández Santos, así como la estructura están muy elaboradas y cuidadosamente condicionadas a los anticipos que nos proporciona el narrador, la llegada del médico, Amador y el cuidado de su hijo, la enfermedad de don Prudencio y su relación con Socorro y, sobre todo, el representante, toda esa perspectiva de lo ambiguo que el lector deberá seguir leyendo para llegar a concretar su visión sobre el conjunto, nunca se revela una situación sino que como los personajes se va mostrando muy lentamente, poco sabemos de su identidad y menos aun de sus propósitos, a excepción de algunos casos que desde las primeras líneas muestran su deseo de irse a la capital a buscarse la vida. Rafael Sánchez Ferlosio, en una de las primeras notas sobre la novela, afirmaba; “Parece como si, con amoroso cuidado, con atenta obediencia, el autor se hubiese limitado a palpar y a reconocer todas las cosas, respetando el lugar en que se hallaban colocadas; su lenguaje es, por eso, pura y cuidadosa fidelidad; el estilo desaparece de la pluma del autor, el estilo es el mundo mismo que se expresa en él. El autor ha querido hacerse mudo, frente al sagrado mutismo del pueblo que nos revela; se ha colocado detrás de él y lo ha dejado expresarse”.
       Las historias en Los bravos se entrecruzan para conformar un relato global y a través de este, las perspectivas que caracterizan a los personajes: el ansia de libertad de Pepe, el concesionario de correos y transportista; la maldad y decrepitud del cacique, don Prudencio; las soledades de Amparo, y las vejaciones de Socorro; las aficiones y el sentimiento de romper las barreras de Alfredo, empeñado en pescar furtivamente; la amargura del secretario del Ayuntamiento, Antón y sus ansias de felicidad; el ejemplo de vida social que ostentan Manolo y su familia en la taberna que regentan, a quienes Antonio Vilanova considera, “Seres fuera del tiempo, sin compasión ni esperanza, abandonados a su desgracia y soledad, roídos por la herencia ancestral del odio e incapaces de comprender la piedad y el perdón, pero hombres de carne y hueso, capaces de sufrimiento y de dolor, aunque este se oculte bajo la torva máscara de la indiferencia o del rencor”.  



       La rapidez, la brevedad, la parquedad y concisión de muchas de las conversaciones que mantienen estos personajes, caracteriza al uso del diálogo en la novela de Fernández Santos, que deja el protagonismo absoluto a las palabras que emplean porque la técnica del novelista va dejando cabos sueltos que crean en el lector una expectante intriga que se irá cerrando a medida que avanza la historia, aunque la naturalidad con que se expresan estos habitantes supone uno de los mayores aciertos y una de las mejores aportaciones del novelista a la nueva narrativa del momento que, sin duda, otorga esa veracidad deseada, y se ha denominado como “ficción de realidad”. El mismo tratamiento le otorga el madrileño al paisaje, con esa especie de distanciamiento y efecto de cámara cinematográfica, una mirada que solo se detiene en la geografía cercana al pueblo, y que describe de la siguiente manera: “El pueblo estaba vacío. Las casas, el río, los puentes y la carretera parecían desiertos de siempre, como si su único fin consistiera en existir por sí mismos, sin servir de morada o tránsito. El vacío se tornaba visible y oloroso en torno a las ruinas ennegrecidas de la iglesia, al margen mismo del pueblo, hueca, al aire sus afiladas ventanas, hundida por el odio y la metralla que la guerra volcó sobre ella, olvidada al fin. El reloj aparecía inmóvil, falto de sus saetas, en una hora inverosímil (…). Ángeles Encinar habla de “protagonista múltiple” en algunas novelas del 50, y caracteriza en algunas, la desaparición de la fábula y la desmitificación del héroe, e incide en un héroe colectivo con respecto a la denominada “generación del medio siglo” cuyos postulados estéticos e ideológicos eran comunes. Su meta principal la denuncia de la injusticia social, desde la perspectiva del pueblo (la explotación del trabajador y sus condiciones precarias), o bien desde una burguesa (comportamientos asociales y una vida ociosa y vacua); logran su propósito narrando desde una perspectiva objetiva y el uso de una técnica conductista; desaparece el héroe individual que es sustituido por un protagonista colectivo, el personaje-clase. Encinar cita, La colmena (1951), La noria (1952), El fulgor y la sangre (1954), Los bravos (1954) y finalmente, El Jarama (1955).

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