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miércoles, 24 de enero de 2018

El cuento como género



Una reflexión


EL CUENTO COMO GÉNERO

       Un cuento es algo tan nítido y limitado como cualquiera de los objetos que nos rodean, quizá por esto, un autor sólo puede resumir su poética literaria cuando concibe unos textos breves; y así, inevitablemente,  un cuento  se convierte—  en un experimento con la noción de límite, o manifiesta esa voluntad impuesta por el propio autor, como escribiera el argentino Ricardo Piglia, muy a propósito de este denostado género literario en nuestros días.
       Aunque, en realidad, esta generalización merezca una reflexión ensayística más oportuna y mejor documentada, para situarnos en el concepto tradicional de cuento, podríamos  aventurar, entre otras características del género, la recapitulación de una síntesis capaz de resumir el concepto de un buen relato o de un cuento breve. Para esto seguiremos algunos de los consejos que Andrés Neuman, un excelente teórico y mejor representante de la narrativa breve, ya expusiera en algunas de sus colecciones donde teorizaba sobre cómo habría de guardarse un secreto cuando se confecciona un cuento, o aventuraba que los relatos siempre suceden ahora porque no hay tiempo para más. Es, precisamente, en las primeras líneas donde un cuento se juega la vida y, a medida que leemos, observamos cómo los personajes, simplemente, actúan y la atmósfera recoge lo más memorable del argumento. El lirismo contenido se convierte en la magia de la mejor expresión, pero la voz del narrador es tan importante que apenas si se nota y es, precisamente, en el ritmo donde se muestra el talento de su autor. Baste añadir que una frase, un párrafo, una página, pueden ser la extensión justa y medida, pero sobre todo, el proceso a seguir para terminar un buen cuento es, siempre, callar a tiempo.
       Hasta aquí algunas notas que resumen esa equivocada cuestión  de considerar al cuento un género menor, un ejercicio, aparentemente, sin desarrollar porque parece que solo en las grandes obras se mostraría ese largo aliento que la narrativa breve no alcanza; el relato breve se crea y se desarrolla como una elipsis en su propio desarrollo y la escritura comienza en lo narrado por el autor y en las omisiones que este deja para el posible lector. Kurt Spang enlazaba las características del aspecto creativo y estructural del cuento con las de la lírica, en una aproximación a un género que participa de un proceso semejante al usado por el poeta, esto es, la interiorización de la realidad exterior, con esa evidente consecuencia de la brevedad o de la profundidad, cierta predilección  por la instantánea y la sugerencia visual, cierta tendencia a tratar un solo aspecto, un tema, incluso plantear la situación en un limitado campo de acción pero a medida que avanza el relato aumentar la intensidad del mismo; función estética del lenguaje, importancia del ritmo, musicalidad  y un cierto carácter explícito o implícito oral en el texto compuesto. Un buen cuento, en suma, divide en tres instancias su contenido: los personajes creados, la atmósfera conseguida y la acción del mismo.
       Cuestión aparte merece ese concepto de literatura o cuento escrito para jóvenes lectores. Quizá, en un arriesgado juicio cabría preguntarse, ¿son los jóvenes los mejores lectores, los más cualificados para establecer lo que podríamos denominar como la auténtica literatura? Porque el joven lector no suele sucumbir ante opiniones como las esgrimidas por estudiosos, profesores, críticos en general que se han empeñado, durante años, en convencer a millones de personas de que si un libro  no desencadena una auténtica revolución social no tiene valor alguno. Sociológicamente el fenómeno funciona de esta manera en todas las lenguas del mundo porque para ellos pesa aún ese indiscutible don de la lógica y les gusta la claridad. Siguen siendo esos lectores independientes que solo confían en su propio criterio.
       Desde Chejov a Poe, desde Borges a Cortázar, desde Clarín a Fraile, y en nuestros días Monzó y Calcedo, una amplia variedad de tendencias ha proporcionado a los autores una absoluta variedad de registros con que caracterizar  un estilo y un tema. El cuento en España ha vuelto a retomar en las últimas décadas el interés por contar historias. La situación del cuento almeriense ofrece, paralelamente, desde hace décadas una parca panorámica, aunque algunos de los autores, que hace años yo mismo antologaba, han mantenido esa firme voluntad de seguir escribiendo relatos. Algunos nombres notables se asomaban entonces y otros nuevos se han incorporado con el paso del tiempo, José María Riera de Leyva y María José Clemente, desde el exterior, Diego Granados, Martín García Ramos, Remedios M. Anaya, Francisco Cañabate, Celso Ortiz y, sobre todo,  Julio Alfredo Egea, con una reconocida presencia provincial y regional. El caso de Julio Alfredo Egea (Chirivel, Almería, 1926) es, tal vez, el más singular desde su amplia y abundante óptica de poeta porque ha sido narrador desde siempre. El virtuosismo de su prosa queda patente porque es capaz de sacar partido a un argumento mínimo para crear un ambiente propio, repleto de contenido porque sus cánones estilísticos consiguen la perfección. Julio Alfredo Egea da sobradas muestras de fino humor en sus relatos, es capaz de herir la sensibilidad del lector, concibe el relato breve como ese campo donde se experimenta para indagar nuevos territorios con los que alcanzar esa flexibilidad que permite determinar lo significativo, lo que se cuenta sobre una base estricta, en la medida de lo necesario, lo imprescindible, una condensación que actúa siempre en favor de la intensidad como ocurre en muchos de los cuentos de  Sastre de fantasmas y otros relatos, una colección de doce relatos que el lector tiene a su disposición y que son un buen punto de partida si antes no había conseguido leer El sueño y los caminos (1990) o Puesto de alba y quince historias de caza (1996).
       Un cuento parece lo más fino y personal que puede hacer un escritor, escribió hace años Medardo Fraile, y añadía, además, que lograba ser algo tan sorprendente que cuando el escritor hace un buen cuento, moja su mano en agua bendita y se limpia de pecados veniales. Y para precisar algunos aspectos a mí me gustaría señalar que los cuentos que contiene el presente volumen son lo más sutil que ha escrito Julio Alfredo durante todos sus años de escritor honrado y comprometido. Tres tipos de cuentos se observan en esta entrega, con las características propias del cuento de «contracción» que el autor desarrolla a lo largo de un dilatado período de tiempo, como ocurre en «Sastre de fantasmas» la historia de Sigfrido Waldeck y su aventura con el compañero Adolfo Hitler, en realidad el relato de una seudobiografía que reconstruye un avispado reportero muchos años después y da pie a que se desarrolle en varios lugares, además de visiones retrospectivas y de insinuaciones anticipadas; lo mismo ocurre con «Caballos de feria» una historia que, de alguna manera, adelanta la situación final, o «La página perdida del Apocalipsis» un alegato a favor de la humanidad que permite al lector superar el trauma de una raza con una historia contada en períodos y espacios distintos; y, sin lugar a dudas, «El incendio», el mejor ejemplo, de un cuento de contracción porque se desarrolla a lo largo de un dilatado período de tiempo, ofrece visiones retrospectivas y buena parte de la biografía de Vicente, el enano; el relato incluye otros personajes secundarios, subordinados, al desarrollo de una acción que explica los hechos sin añadir más explicaciones que permiten al lector un propio juicio.
       En el cuento de «situación» la época coincide más o menos con el tiempo de la narración y el tiempo transcurrido carece de interés. La historia se desarrolla en un solo escenario y gira en torno a un suceso o un símbolo y, en ocasiones, la situación en sí misma es decisiva o representativa de otras iguales; un buen ejemplo es, «La rebelión del abecedario», el mágico juego de las palabras porque todo gira en torno al proceso de escritura con las nuevas tecnologías incorporadas. Aunque, protagonizado, por unas palomas, el cuento  «Disfraz de nieve», se convierte en una historia de amor con una hermosa catedral como fondo, el paso del tiempo y la amenaza que suponen las palomas en edificios históricos, constituyen el eje de este singular cuento. Dos sucesos se combinan perfectamente, el amor de estas aves y el mal de piedra que acecha al palacio arzobispal, en una declarada intención de relatar esa imagen típica de nuestros monumentos históricos heridos, a veces, por los daños causados por estas singulares aves. En el relato «Guitarras y violines», el músico Evaristo Salvago coincide con Juan Lorenzo en una soledad final de sus vidas que, de alguna manera, prolongara una felicidad perdida porque, tras su encuentro, ambos podían ser lo que siempre habían deseado. Y, quizá, uno de los más emotivos sea «El relincho» una historia infantil que transcurre en una actualidad y que se desarrolla en espiral desde fuera hacia dentro, desde la felicidad de la infancia y la inocencia, hasta la cruda realidad de una enfermedad con la magia de un deseo como telón de fondo. Y lo mismo ocurre con «Música de saxo para una primavera», un relato musical que incluye los tópicos de droga y rock & roll, pero con un final feliz porque representa esa otra tentativa de poder ser semejante a otro proyecto de vida. Quizá los cuentos más líricos sean «Patria soñada» y «La huerta mágica», homenaje al poeta Federico, y en ambos un narrador o personaje principal sirve de nexo de unión a las diferentes situaciones y está presente en todo el relato desde un principio al final, ambos son ejemplos de un buen cuento «combinado»; en realidad, es una historia más compleja que se simplifica por su propia estructura, que define tipos dilatados en un período más extenso pero que la voluntad del escritor condensa porque es capaz de ofrecer un gran material narrativo que el lector deberá completar.
       Julio Alfredo Egea consigue acercarnos con este  puñado de relatos  a una variedad de temas que revisan la historia, formulan juegos de palabras, evocan el mundo animal, recomponen la melancolía de tiempos pasados, exploran el mundo de la homosexualidad, las grandes catástrofes, evocan la infancia, la vejez y la añoranza del pasado, el mundo desaforado de los jóvenes y las drogas, las deformidades, el esplendor de Al-Andalus y las ciudades perdidas o la mejor expresión lírica para descubrir la inhumana sinrazón de las cosas pasadas. Escribir un cuento supone esa prueba de fuerza a que se somete el escritor. Quizá haya que estar en trance para escribir un buen relato, y yo estoy convencido de que, al menos Julio Alfredo, ha mostrado esa tensión que se requiere para dejar constancia de esa sensación que se produce cuando uno cierra un buen libro, respira hondo, deja  pasar unos minutos y no para de pensar en las historias contadas por el autor en las cuatro o cinco páginas que, de una forma compacta, completa y sin concesiones le han sido ofrecidas en forma de libro.

                                                           Septiembre, 2005 

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