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jueves, 25 de enero de 2018

Hoy invito a…



Pedro Felipe Granados


DEL INFIERNO AL CIELO: LADRONES DEL PARAÍSO

Una historia de historias

Entre las múltiples opciones de las que dispone la creatividad literaria para vertebrar el contenido de una antología de cuentos (la muy utilizada de los períodos históricos, la que se sirve de los textos ambientados en un ámbito geográfico determinado, la de las analogías estéticas, la que agrupa los relatos por temas...), un escritor clásico de nuestro tiempo como Medardo Fraile ha elegido para su obra Ladrones del Paraíso la que se fundamenta en la pertenencia de la mayoría de sus personajes a un grupo de baja extracción social, el de los rateros, los pobres ladrones de a tres el cuarto, humildes seres que viven del robo como una forma de supervivencia más que como vía de progresión social. Los cuentos objeto de esta antología que ellos protagonizan son, en consecuencia, un escaparate de vidas sombrías dedicadas a las diferentes variedades de la delincuencia menor, especialmente el robo. 
Para comprender la intención del autor y el porqué de esta elección resulta conveniente acudir a las sugerencias que nos ofrece el paratexto. En efecto, el título Ladrones del Paraíso aporta ya un primer indicio, que, sin embargo, no acabaría de entenderse en su justo sentido si no se tuviera en cuenta la Introducción al Prólogo que sigue, el propio Prólogo, que, a su vez, adopta la forma de un cuento titulado El mal ladrón, y, además, una cita que abre la obra, tomada del Evangelio de San Lucas.
En la Introducción se nos sugiere la existencia más que probable de ladrones en el Paraíso, habida cuenta que, si pudo entrar uno, el que, estando crucificado junto a Jesús en el Monte Calvario, intuyó la posibilidad de salvarse porque creyó en la misericordia y el perdón de Dios, nada impediría la entrada de otros de la misma categoría humana e idéntica ocupación.
La cita del apóstol Lucas viene a ser, en el caso que nos ocupa, un argumento de autoridad en apoyo de esta nueva e insólita teoría de la salvación que nos brinda el autor, que reproduce literalmente los versículos en los que se desarrolla el citado episodio del Evangelio. El cuento primero, en fin, establece, en el levísimo desarrollo de una página, una sutil y humorística anfibología –palabra utilizada más adelante como título en otro de los relatos- en torno a la expresión han robado en el Banco, con la que insiste en la división entre ladrones buenos (los inocentes, valga el oxímoron, que tienen garantizada la salvación) y los malos (destinados sin apelación posible a la condenación eterna), entre los que el Banco, que ejerce un latrocinio impune y de guante blanco contra los clientes pobres, ocupa el primer lugar de la lista.
Por si no bastara, en esta labor de laica misericordia, el convencimiento del autor de que es posible la asociación insólita entre ladrones y Paraíso, el retrato que de ellos hace sería suficiente para que los lectores, abandonando cualquier tipo de duda dictada por los prejuicios, nos sumáramos de lleno a su teoría: “El buen ladrón carece de educación y es un enfermo y, en general, adora a su madre y mitiga los disgustos que le da con ofrendas robadas y besos suplicantes de niño. Acostumbrado a actuar con cien ojos, quizá no acabe de ver en la sociedad la decencia que espera él de ella…”
Fiel a la costumbre de ir intercalando en sus colecciones de cuentos muestras de libros anteriores junto a nuevos relatos, hecho que confiere a su obra una andadura sólida y sin vaivenes, Medardo Fraile preparó para Huerga & Fierro, en1999, Ladrones del paraíso, una antología en la que recoge cuatro textos inéditos (Murió en tierra de nadie, Étnimos, Aberraciones y Anfibología), a los que se suman diez más, procedentes de títulos diversos como Contrasombras y Cuentos completos.
      

De las palabras y el modo de usarlas

Como expresión directa de un ámbito de ficción poblado de criaturas pertenecientes a las escalas ínfimas y desestructuradas de la sociedad de nuestro tiempo, incluido el lumpen y los bajos fondos de la pequeña delincuencia, se despliega en este libro un extenso muestrario de formas lingüísticas propias del habla popular, que se recrea en la extensa variedad de las jergas secretas del mundo del hampa, en los gitanismos del lenguaje calé y los vulgarismos propios de las gentes sin cultura, así como en toda la caterva expresiva del habla coloquial.
Están presentes, pues, además de la riquísimas y vivas maneras de la lengua familiar, los anacolutos, las frases hechas, las expresiones truncas, los formulismos religiosos, y, sobre todo, la panoplia de los usos jergales vinculados al robo, los delincuentes y la policía. Todo el lenguaje secreto, que, como sociedad que vive al margen, utilizan tales individuos, y que les sirve para diferenciarse y para reconocerse, al mismo tiempo que para encubrir sus humildes fechorías, aparece con una  enorme variedad y pujanza expresivas.
Se trata de unos usos lingüísticos que no pueden sistematizarse con facilidad, pues, tanto su origen como su andadura se hallan muy mezclados, pero, en todo caso, brillan por su riqueza y su expresividad: el argot carcelario o taleguero, el caló o calé que usan los gitanos, los usos vulgares de la honrada gente de la calle… Destacan con especial relieve los términos relativos a la policía: maderos, bofia, pasma, husma, los que se refieren al robo: afanar, apandar, birlar,  pispar, celebrar, faenar), mangar y mangue, (incluido algún verbo de gozosa intención irónica como aliviar); las alusivas al dinero: leas (que habría que definir con el sintagma al uso de “antiguas pesetas”), trompo, verde  (billete de mil pesetas), pasta y guita (dinero); las armas y herramientas del oficio: la chivata (linterna), las silenciosas (zapatillas que no hacen ruido), la fusca (escopeta), la churi (navaja); las que designan la cárcel: chirona, beri, o partes del cuerpo: la caldosa (cabeza), los bastes (dedos), la bolsa de la compra (estómago) .
Hay vulgarismos como estampía, atenuaciones como ejercer por prostituirse;   madrileñismos como fetén (estupendo, bueno), mangue y menda (yo), gitanismos como clisos (ojos) y jai (chica)). La lista sería casi interminable: encalomarse, chanelar, bato, curro y currelar, dar el ja,  polvorosa, piltra, jamancia, buten, molar, primo
Medardo Fraile ha construido con laboriosa eficacia un monumento lingüístico con el que se completa tanto la prosopografía como la etopeya de sus criaturas literarias. El resultado asombra por su naturalidad, su cercanía y verosimilitud, además de expresar un testimonio de comunión del autor con unos personajes condenados injustamente a la marginalidad por un destino adverso, a los que, no se olvide, su inmensa piedad y ternura destina directamente, igual que el Maestro, y tan sólo con la demora de vida que les resta por pasar aquí en la tierra, al Paraíso (“mañana estarás conmigo en el Paraíso” le dice Cristo al buen ladrón desde la cercanía de la cruz en la que sufren condena).
Entre los aciertos de la obra podemos señalar la caracterización de personajes y la descripción de paisajes. En Operación La Mancha, por ejemplo, la primera página es una minuciosa descripción del lugar en el que vive Basilio Tavero, un antiguo ladrón salido de la cárcel que juega al balón con su nieto, con la esperanza de que éste se desligue y se redima, a través del fútbol, del ambiente en que él ha vivido:
“En los desmontes del Geográfico hay algunas casuchas y tapias medio derruidas, dos o tres higueras maltratadas y añosas, gallinas, una huerta poco más que un pañuelo y, no lejos, un hondón de basura donde zumban las moscas.”
         La ubicación urbana de los cuentos conlleva, por otro lado, la presencia de lugares en los que brilla el arte de la captación de ambientes. Tal ocurre en el relato Tregua: “El cielo estaba alto y sin mancha, oscuro. Las estrellas parecían membrillos en otoño. Subía del parque un denso olor a pino caliente, soleado, crujiente de sol. Lejos, hondo, se oía una gramola. Los farolillos encendidos de las terrazas daban a la noche un aire aceitoso, susurrante, vano. La música, los murmullos, los ruidos trataban con pereza de mover el aire. No cabía en la noche nada más, estallante, madura, oyéndose, bastándose a sí misma; toda mirándose a un espejo remoto.”
     El cercano realismo de los retratos es una nota más que cabe añadir a la proximidad emocional y artística que se desprende de este libro. De ellos hay toda una galería. En Murió en tierra de nadie, cuento ambientado en el barrio neoyorquino de Harlem, la madre de uno de los personajes, que es prostituta, es descrita como “…una borinqueña apretada, de caderas bamboleantes y dientes muy blancos, que se reía de las gracias y de las desgracias.” Más adelante, se añade el retrato de la novia del protagonista: Giulia era “callada, delgaducha, morena, con ojeras enormes y una sonrisa desencantada y fija, sin fuerzas para subirle a los ojos. Una hembrita pálida, desmirriada y dulce.” Por su parte, los singulares nombres de los protagonistas (Gabino, Demetrio, Claudina, Bonifacio, Ruperto, Rufo, Balbina, Nemesio, Floro...), forman una galería onomástica que responde a una larga tradición de autores y obras (no sólo narrativas) que ha hecho de Madrid un fecundo ámbito de imaginación literaria, y de sus habitantes, populares criaturas de ficción. Medardo Fraile se suma, en este aspecto, a autores como  Galdós, Baroja, Valle Inclán, Arniches, Cela... La procedencia popular, en fin, de estos seres se confirma en la batería de alias que, como nombres de guerra, los rebautiza para la batalla contra el día a día: el Suave, el Megatones, el Nene, el Abate, el Poeta, el Rubio, el Filao, el Latas...



Los registros formales y de género

Ladrones del Paraíso es un libro de variados registros formales, a pesar de la unidad temática que le confieren sus personajes. Si bien la mayoría de los cuentos adopta la forma tradicional de la narración en tercera persona, algunos de ellos se acogen a la singularidad de otras formas expresivas. Defensa, por ejemplo, es de principio a fin un diálogo truncado que, formalmente, adopta la forma literaria de un monólogo interior, en el que sólo podemos leer las palabras de uno de los interlocutores: las de una madre que defiende ante el juez la inocencia doble –porque no ha habido intención de daño y porque se trata de un discapacitado mental- de su hijo Bartolo, que ha matado de un susto en plena calle a una anciana, a la que ha confundido con su abuela muerta, y con la que había querido rememorar un juego de sustos practicado con toda normalidad en la casa donde viven.
La singularidad del punto de vista de un pequeño insecto sobre el mundo que lo rodea, y la constatación de su crueldad, es el aspecto más destacable de un breve relato titulado Étnimos.
Claudina y los cacos, por su parte, escrita en forma dialogada, es una narración que guarda parentesco con el género teatral del sainete, tanto por la filiación popular de sus protagonistas como por la lengua que utilizan, llena de quiebros lingüísticos, frases hechas, dobles intenciones, humor, exclamaciones y viveza expresiva, apelaciones y vocativos, redundancias, así como por el ambiente doméstico en el que el autor los inserta.
Murió en tierra de nadie es, en su brevedad, un relato de género negro en miniatura. Todo en él: la ambientación en las calles del barrio neoyorquino de Harlem; los protagonistas: delincuentes de medio pelo y gangsters mafiosos de  nombres italianos, gorilas, prostitutas; las acciones: robos con escalo, golpes de mano, persecuciones por parte de la policía, etc, responde a este género nacido en EEUU, que tan acertadamente pasó al cine en blanco y negro de los años treinta a cincuenta del pasado siglo y que ha dejado un extenso muestrario de obras inolvidables para la posteridad.

El humor y sus poderes

El humor, que tantas cosas es (ruptura, sorpresa ante la paradoja del mundo, nihilismo, rebeldía, emoción, absurdo, burla, expresión de la desesperanza y las derrotas…) adquiere en la obra de Medardo Fraile los matices de la mirada tierna sobre unos personajes que lo han perdido todo y viven, como desahuciados perennes, en los arrabales de una sociedad que les niega lo indispensable y que rechaza la posibilidad de cederles siquiera las migajas de la prosperidad de la que disfruta.
Esta piedad, digámoslo así, por los débiles y las criaturas indefensas es, al mismo tiempo que una forma artística, una manera de denuncia, de estar en el mundo pero tomando partido por quienes lo necesitan. De lo que puede concluirse que hay en la obra de este autor un compromiso de raíz ética que se suma con naturalidad a la belleza de lo artístico.
Son muy variados los procedimientos del humor. Nada más empezar la obra, en la Introducción, el autor nos advierte de su pensamiento: “Aunque los rigoristas se hagan cruces, en el Paraíso tiene que haber ladrones…”. Poco de curioso tendría esta frase si no fuera porque, a continuación,  pasará a hablar del episodio evangélico de la muerte de Cristo en la cruz, rodeado de dos ladrones, en el que, en ningún momento, se refiere a tal instrumento de tortura.
El empleo del humor constituye, a mi juicio, una de las altas cimas de la inteligencia, y la ironía, una de sus armas más audaces y demoledoras. El humor permite distanciarse de las cosas, dar un paso atrás para enfocar con pasión, pero también con raciocinio, el mundo que se quiere fijar, ya para siempre, en las páginas de un libro.
También es capaz de dinamitar el mundo, poniéndolo patas arriba y descubriendo sus vísceras más escondidas, en las que reside lo oculto, que es, con demasiada frecuencia, la indecencia social. Y puede convertirse en una atalaya o en un microscopio desde los que mirar tanto lo grande como lo pequeño.
Por este cúmulo de capacidades, Medardo Fraile ha convertido el humor en procedimiento constante de su narrativa. Con él nos provoca la risa, casi nunca la carcajada; con sus variados recursos nos hace conocer las tragedias que se esconden en los humildes seres de la calle; con la ironía desarticula, deconstruye se diría ahora, la sociedad de nuestro tiempo, poniendo al descubierto la falsedad de muchas verdades estimadas como incontrovertibles y la hipocresía de las conductas; con esa misma ironía, en fin, pone al descubierto la ternura que habita el corazón de los pobres seres aparentemente anodinos, a los que la existencia ha dejado en las cunetas inmisericordes de esta vida y, para los cuales el día a día se convierte en un camino interminable hacia la muerte.

Una Picaresca rediviva

Medardo Fraile pertenece a la estirpe de los narradores que han asumido, entre otras muchas particularidades creativas, la labor de mantener viva la tradición española de elegir antihéroes como personajes literarios. Una elección que lleva aparejado el compromiso ético de salvarlos y de condenar al mismo tiempo a la sociedad que permite y alienta su precariedad existencial. Por eso, salvo excepciones, las criaturas de este talante rara vez son ridículas o malvadas, y si lo son no es por vileza intrínseca sino por circunstancias externas insalvables.
Hay en este libro un recuerdo, no borrado por el paso del tiempo, de aquella picaresca primera de nuestra literatura, la de tiempos del Emperador Carlos, y, concretamente, de su héroe máximo, Lázaro de Tormes. En algunos casos: Lino y su amigo, el desconocido narrador de Murió en tierra de nadie, así como “el Nene”, de Claudina y los cacos, y Bartolo, son niños. Con frecuencia el padre es desconocido o delincuente, y la madre se prostituye por necesidad, tal como ocurría con los personajes clásicos del género. Y si allí se bebía el vino robado con artimañas para olvidar el hambre, el frío y la miseria, sus hermanos literarios de hoy se evaden de una existencia inaguantable con el crack o el “polvo de ángel”.  También Jeremías, Basilio, el Laureano y el Rafa, el Megatones son antihéroes, o dicho de otro modo, héroes cuyo trofeo es el fracaso, que poseen una nítida inocencia moral y que se hallan, no por su culpa sino por circunstancias inmodificables, en la orilla equivocada de la sociedad.
Y como en aquel primer libro anónimo y en algunos que le siguieron, también hay en Ladrones del paraíso una toma de postura del autor en pro de estos personajes, absolviéndolos de toda culpa y trasladando ésta a la sociedad que los margina y los desprecia. Como en sus lejanos parientes literarios, estos antihéroes de Medardo Fraile son continuadores de una miseria y una marginalidad heredadas de sus progenitores; también, como ellos, padecen vicisitudes de próspera y adversa fortuna, aunque están destinados irremisiblemente al fracaso vital, ya sea el de sus expectativas personales como el de las familiares, pues con frecuencia acaban en la prisión o en la muerte violenta. Seres demediados que entroncan con lo más noble, literariamente hablando, de nuestra literatura.

Final

       Medardo Fraile, que no quiere quedarse atrás en punto de generosidad con los caídos, decide en este libro que si el Maestro concedió el acceso al restringido club del Paraíso a un malhechor (como lo llama San Lucas) y salteador de caminos (como apostilla San Mateo) él no va a ser menos, y así, confiere a estas sencillas criaturas del hampa la gloria de perdurar, aunque sea en la sencilla forma de negro sobre blanco, en las páginas de un libro.
       Él no ve a sus personajes como seres antisociales sino como unos enfermos (salvo tres casos, a los que deja fuera de la salvación por su maldad imperdonable: los ladrones y asesinos del hijo del notario Azurgaray, el estudiante francés Silvère Ledoux, víctima a su vez del existencialismo sartriano, y Rufo, el albañil), unos cleptómanos cuya enfermedad, que no indignidad de espíritu, es la tendencia al robo.
Desde otro punto de vista, el conjunto de cuentos de este libro puede entenderse como una elegía por la desaparición de unos seres que no han evolucionado en maldad al compás de la sociedad, y se han quedado atrapados en sus pequeñas raterías como figuras tristes y dignas de conmiseración en un espacio antiguo perfumado con los aromas de la nostalgia. Son seres decepcionados por una sociedad en la que los señores, que debieran dar ejemplo de decencia, no cumplen con el mandato ético que les es propio, el de ser figuras señeras y ejemplares para los demás. Por eso los ladrones se dedican a lo suyo, a lo que saben hacer y constituye su oficio, el robo.
El párrafo con que acaba la Introducción es un último salvavidas que el autor lanza a sus personajes, a los que conceptúa de buenas personas, antes de que el lector se lance de lleno a conocer sus vidas. Se trata de un guiño de complicidad con éste, al tiempo que de defensa de los buenos ladrones que van a constituir la nómina de figuras de esta obra: “Por último, quizá deba advertir al lector que las historias de este libro se pueden leer sin mantener la mano en la cartera”.

Texto original publicado en Batarro. Segunda Época, Números,  47-48-49  AÑO 2005. Medardo Fraile, Palabra en el tiempo.

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