Pedro Felipe Granados
DEL INFIERNO AL CIELO: LADRONES DEL PARAÍSO
Una historia de historias
Entre las múltiples opciones de
las que dispone la creatividad literaria para vertebrar el contenido de una
antología de cuentos (la muy utilizada de los períodos históricos, la que se
sirve de los textos ambientados en un ámbito geográfico determinado, la de las
analogías estéticas, la que agrupa los relatos por temas...), un escritor
clásico de nuestro tiempo como Medardo Fraile ha elegido para su obra Ladrones
del Paraíso la que se fundamenta en la pertenencia de la mayoría de sus
personajes a un grupo de baja extracción social, el de los rateros, los pobres
ladrones de a tres el cuarto, humildes seres que viven del robo como una forma
de supervivencia más que como vía de progresión social. Los cuentos objeto de
esta antología que ellos protagonizan son, en consecuencia, un escaparate de
vidas sombrías dedicadas a las diferentes variedades de la delincuencia menor,
especialmente el robo.
Para comprender la intención del
autor y el porqué de esta elección resulta conveniente acudir a las sugerencias
que nos ofrece el paratexto. En efecto, el título Ladrones del Paraíso
aporta ya un primer indicio, que, sin embargo, no acabaría de entenderse en su
justo sentido si no se tuviera en cuenta la Introducción
al Prólogo que sigue, el propio Prólogo, que, a su vez, adopta la
forma de un cuento titulado El mal ladrón, y, además, una cita que abre
la obra, tomada del Evangelio de San Lucas.
En la Introducción
se nos sugiere la existencia más que probable de ladrones en el Paraíso, habida
cuenta que, si pudo entrar uno, el que, estando crucificado junto a Jesús en el
Monte Calvario, intuyó la posibilidad de salvarse porque creyó en la
misericordia y el perdón de Dios, nada impediría la entrada de otros de la
misma categoría humana e idéntica ocupación.
La cita del apóstol Lucas viene a
ser, en el caso que nos ocupa, un argumento de autoridad en apoyo de esta nueva
e insólita teoría de la salvación que nos brinda el autor, que reproduce
literalmente los versículos en los que se desarrolla el citado episodio del
Evangelio. El cuento primero, en fin, establece, en el levísimo desarrollo de
una página, una sutil y humorística anfibología –palabra utilizada más adelante
como título en otro de los relatos- en torno a la expresión han robado en el
Banco, con la que insiste en la división entre ladrones buenos (los
inocentes, valga el oxímoron, que tienen garantizada la salvación) y los malos
(destinados sin apelación posible a la condenación eterna), entre los que el
Banco, que ejerce un latrocinio impune y de guante blanco contra los clientes
pobres, ocupa el primer lugar de la lista.
Por si no bastara, en esta labor
de laica misericordia, el convencimiento del autor de que es posible la
asociación insólita entre ladrones y Paraíso, el retrato que de ellos hace
sería suficiente para que los lectores, abandonando cualquier tipo de duda
dictada por los prejuicios, nos sumáramos de lleno a su teoría: “El buen ladrón
carece de educación y es un enfermo y, en general, adora a su madre y mitiga
los disgustos que le da con ofrendas robadas y besos suplicantes de niño.
Acostumbrado a actuar con cien ojos, quizá no acabe de ver en la sociedad la
decencia que espera él de ella…”
Fiel a la costumbre de ir
intercalando en sus colecciones de cuentos muestras de libros anteriores junto
a nuevos relatos, hecho que confiere a su obra una andadura sólida y sin
vaivenes, Medardo Fraile preparó para Huerga & Fierro, en1999, Ladrones
del paraíso, una antología en la que recoge cuatro textos inéditos (Murió
en tierra de nadie, Étnimos, Aberraciones y Anfibología),
a los que se suman diez más, procedentes de títulos diversos como Contrasombras
y Cuentos completos.
De las palabras y el modo de usarlas
Como expresión directa de un
ámbito de ficción poblado de criaturas pertenecientes a las escalas ínfimas y
desestructuradas de la sociedad de nuestro tiempo, incluido el lumpen y
los bajos fondos de la pequeña delincuencia, se despliega en este libro un
extenso muestrario de formas lingüísticas propias del habla popular, que se
recrea en la extensa variedad de las jergas secretas del mundo del hampa, en
los gitanismos del lenguaje calé y los vulgarismos propios de las gentes sin
cultura, así como en toda la caterva expresiva del habla coloquial.
Están presentes, pues, además de
la riquísimas y vivas maneras de la lengua familiar, los anacolutos, las frases
hechas, las expresiones truncas, los formulismos religiosos, y, sobre todo, la
panoplia de los usos jergales vinculados al robo, los delincuentes y la
policía. Todo el lenguaje secreto, que, como sociedad que vive al margen,
utilizan tales individuos, y que les sirve para diferenciarse y para
reconocerse, al mismo tiempo que para encubrir sus humildes fechorías, aparece
con una enorme variedad y pujanza
expresivas.
Se trata de unos usos lingüísticos
que no pueden sistematizarse con facilidad, pues, tanto su origen como su
andadura se hallan muy mezclados, pero, en todo caso, brillan por su riqueza y
su expresividad: el argot carcelario o taleguero, el caló o calé que
usan los gitanos, los usos vulgares de la honrada gente de la calle… Destacan
con especial relieve los términos relativos a la policía: maderos, bofia,
pasma, husma, los que se refieren al robo: afanar, apandar,
birlar, pispar, celebrar,
faenar), mangar y mangue, (incluido algún verbo de gozosa
intención irónica como aliviar); las alusivas al dinero: leas
(que habría que definir con el sintagma al uso de “antiguas pesetas”), trompo,
verde (billete de mil pesetas), pasta
y guita (dinero); las armas y herramientas del oficio: la chivata
(linterna), las silenciosas (zapatillas que no hacen ruido), la fusca
(escopeta), la churi (navaja); las que designan la cárcel: chirona,
beri, o partes del cuerpo: la caldosa (cabeza), los bastes
(dedos), la bolsa de la compra (estómago) .
Hay vulgarismos como estampía,
atenuaciones como ejercer por prostituirse; madrileñismos como fetén (estupendo,
bueno), mangue y menda (yo), gitanismos como clisos (ojos)
y jai (chica)). La lista sería casi interminable: encalomarse, chanelar,
bato, curro y currelar, dar el ja, polvorosa, piltra, jamancia,
buten, molar, primo…
Medardo Fraile ha construido con
laboriosa eficacia un monumento lingüístico con el que se completa tanto la
prosopografía como la etopeya de sus criaturas literarias. El resultado asombra
por su naturalidad, su cercanía y verosimilitud, además de expresar un
testimonio de comunión del autor con unos personajes condenados injustamente a
la marginalidad por un destino adverso, a los que, no se olvide, su inmensa
piedad y ternura destina directamente, igual que el Maestro, y tan sólo con la
demora de vida que les resta por pasar aquí en la tierra, al Paraíso (“mañana
estarás conmigo en el Paraíso” le dice Cristo al buen ladrón desde la cercanía
de la cruz en la que sufren condena).
Entre los aciertos de la obra
podemos señalar la caracterización de personajes y la descripción de paisajes.
En Operación La Mancha,
por ejemplo, la primera página es una minuciosa descripción del lugar en el que
vive Basilio Tavero, un antiguo ladrón salido de la cárcel que juega al balón
con su nieto, con la esperanza de que éste se desligue y se redima, a través
del fútbol, del ambiente en que él ha vivido:
“En los desmontes del Geográfico
hay algunas casuchas y tapias medio derruidas, dos o tres higueras maltratadas
y añosas, gallinas, una huerta poco más que un pañuelo y, no lejos, un hondón
de basura donde zumban las moscas.”
La ubicación urbana de los cuentos
conlleva, por otro lado, la presencia de lugares en los que brilla el arte de
la captación de ambientes. Tal ocurre en el relato Tregua: “El cielo estaba alto y sin
mancha, oscuro. Las estrellas parecían membrillos en otoño. Subía del parque un
denso olor a pino caliente, soleado, crujiente de sol. Lejos, hondo, se oía una
gramola. Los farolillos encendidos de las terrazas daban a la noche un aire
aceitoso, susurrante, vano. La música, los murmullos, los ruidos trataban con
pereza de mover el aire. No cabía en la noche nada más, estallante, madura,
oyéndose, bastándose a sí misma; toda mirándose a un espejo remoto.”
El cercano realismo de los
retratos es una nota más que cabe añadir a la proximidad emocional y artística
que se desprende de este libro. De ellos hay toda una galería. En Murió en
tierra de nadie, cuento ambientado en el barrio neoyorquino de Harlem, la
madre de uno de los personajes, que es prostituta, es descrita como “…una
borinqueña apretada, de caderas bamboleantes y dientes muy blancos, que se reía
de las gracias y de las desgracias.” Más adelante, se añade el retrato de la
novia del protagonista: Giulia era “callada, delgaducha, morena, con ojeras
enormes y una sonrisa desencantada y fija, sin fuerzas para subirle a los ojos.
Una hembrita pálida, desmirriada y dulce.” Por su parte, los singulares
nombres de los protagonistas (Gabino, Demetrio, Claudina, Bonifacio, Ruperto,
Rufo, Balbina, Nemesio, Floro...), forman una galería onomástica que responde a
una larga tradición de autores y obras (no sólo narrativas) que ha hecho de
Madrid un fecundo ámbito de imaginación literaria, y de sus habitantes,
populares criaturas de ficción. Medardo Fraile se suma, en este aspecto, a
autores como Galdós, Baroja, Valle Inclán,
Arniches, Cela... La procedencia popular, en fin, de
estos seres se confirma en la batería de alias que, como nombres de guerra, los
rebautiza para la batalla contra el día a día: el Suave, el Megatones,
el Nene, el Abate, el Poeta, el Rubio, el Filao,
el Latas...
Los registros formales y de género
Ladrones del Paraíso es un libro de variados registros
formales, a pesar de la unidad temática que le confieren sus personajes. Si
bien la mayoría de los cuentos adopta la forma tradicional de la narración en
tercera persona, algunos de ellos se acogen a la singularidad de otras formas
expresivas. Defensa, por ejemplo, es de principio a fin un diálogo
truncado que, formalmente, adopta la forma literaria de un monólogo interior,
en el que sólo podemos leer las palabras de uno de los interlocutores: las de
una madre que defiende ante el juez la inocencia doble –porque no ha habido
intención de daño y porque se trata de un discapacitado mental- de su hijo
Bartolo, que ha matado de un susto en plena calle a una anciana, a la que ha
confundido con su abuela muerta, y con la que había querido rememorar un juego
de sustos practicado con toda normalidad en la casa donde viven.
La singularidad del punto de vista
de un pequeño insecto sobre el mundo que lo rodea, y la constatación de su
crueldad, es el aspecto más destacable de un breve relato titulado Étnimos.
Claudina y los cacos, por su parte, escrita en forma
dialogada, es una narración que guarda parentesco con el género teatral del
sainete, tanto por la filiación popular de sus protagonistas como por la lengua
que utilizan, llena de quiebros lingüísticos, frases hechas, dobles
intenciones, humor, exclamaciones y viveza expresiva, apelaciones y vocativos,
redundancias, así como por el ambiente doméstico en el que el autor los
inserta.
Murió en tierra de nadie es, en su brevedad, un relato de
género negro en miniatura. Todo en él: la ambientación en las calles del barrio
neoyorquino de Harlem; los protagonistas: delincuentes de medio pelo y
gangsters mafiosos de nombres italianos,
gorilas, prostitutas; las acciones: robos con escalo, golpes de mano,
persecuciones por parte de la policía, etc, responde a este género nacido en
EEUU, que tan acertadamente pasó al cine en blanco y negro de los años treinta
a cincuenta del pasado siglo y que ha dejado un extenso muestrario de obras
inolvidables para la posteridad.
El humor y sus poderes
El humor, que tantas cosas es
(ruptura, sorpresa ante la paradoja del mundo, nihilismo, rebeldía, emoción,
absurdo, burla, expresión de la desesperanza y las derrotas…) adquiere en la
obra de Medardo Fraile los matices de la mirada tierna sobre unos personajes
que lo han perdido todo y viven, como desahuciados perennes, en los arrabales
de una sociedad que les niega lo indispensable y que rechaza la posibilidad de
cederles siquiera las migajas de la prosperidad de la que disfruta.
Esta piedad, digámoslo así, por
los débiles y las criaturas indefensas es, al mismo tiempo que una forma
artística, una manera de denuncia, de estar en el mundo pero tomando partido
por quienes lo necesitan. De lo que puede concluirse que hay en la obra de este
autor un compromiso de raíz ética que se suma con naturalidad a la belleza de
lo artístico.
Son muy variados los
procedimientos del humor. Nada más empezar la obra, en la Introducción,
el autor nos advierte de su pensamiento: “Aunque los rigoristas se hagan
cruces, en el Paraíso tiene que haber ladrones…”. Poco de curioso tendría esta
frase si no fuera porque, a continuación,
pasará a hablar del episodio evangélico de la muerte de Cristo en la cruz,
rodeado de dos ladrones, en el que, en ningún momento, se refiere a tal
instrumento de tortura.
El empleo del humor constituye, a
mi juicio, una de las altas cimas de la inteligencia, y la ironía, una de sus
armas más audaces y demoledoras. El humor permite distanciarse de las cosas,
dar un paso atrás para enfocar con pasión, pero también con raciocinio, el
mundo que se quiere fijar, ya para siempre, en las páginas de un libro.
También es capaz de dinamitar el
mundo, poniéndolo patas arriba y descubriendo sus vísceras más escondidas, en
las que reside lo oculto, que es, con demasiada frecuencia, la indecencia
social. Y puede convertirse en una atalaya o en un microscopio desde los que
mirar tanto lo grande como lo pequeño.
Por este cúmulo de capacidades,
Medardo Fraile ha convertido el humor en procedimiento constante de su
narrativa. Con él nos provoca la risa, casi nunca la carcajada; con sus
variados recursos nos hace conocer las tragedias que se esconden en los
humildes seres de la calle; con la ironía desarticula, deconstruye se diría
ahora, la sociedad de nuestro tiempo, poniendo al descubierto la falsedad de
muchas verdades estimadas como incontrovertibles y la hipocresía de las
conductas; con esa misma ironía, en fin, pone al descubierto la ternura que
habita el corazón de los pobres seres aparentemente anodinos, a los que la
existencia ha dejado en las cunetas inmisericordes de esta vida y, para los
cuales el día a día se convierte en un camino interminable hacia la muerte.
Una Picaresca rediviva
Medardo Fraile pertenece a la
estirpe de los narradores que han asumido, entre otras muchas particularidades
creativas, la labor de mantener viva la tradición española de elegir antihéroes
como personajes literarios. Una elección que lleva aparejado el compromiso
ético de salvarlos y de condenar al mismo tiempo a la sociedad que permite y
alienta su precariedad existencial. Por eso, salvo excepciones, las criaturas
de este talante rara vez son ridículas o malvadas, y si lo son no es por vileza
intrínseca sino por circunstancias externas insalvables.
Hay en este libro un recuerdo, no
borrado por el paso del tiempo, de aquella picaresca primera de nuestra
literatura, la de tiempos del Emperador Carlos, y, concretamente, de su héroe
máximo, Lázaro de Tormes. En algunos casos: Lino y su amigo, el desconocido
narrador de Murió en tierra de nadie, así como “el Nene”, de Claudina
y los cacos, y Bartolo, son niños. Con frecuencia el padre es desconocido o
delincuente, y la madre se prostituye por necesidad, tal como ocurría con los
personajes clásicos del género. Y si allí se bebía el vino robado con artimañas
para olvidar el hambre, el frío y la miseria, sus hermanos literarios de hoy se
evaden de una existencia inaguantable con el crack o el “polvo de
ángel”. También Jeremías, Basilio, el
Laureano y el Rafa, el Megatones son antihéroes, o dicho de otro modo, héroes
cuyo trofeo es el fracaso, que poseen una nítida inocencia moral y que se
hallan, no por su culpa sino por circunstancias inmodificables, en la orilla equivocada
de la sociedad.
Y como en aquel primer libro
anónimo y en algunos que le siguieron, también hay en Ladrones del paraíso
una toma de postura del autor en pro de estos personajes, absolviéndolos de
toda culpa y trasladando ésta a la sociedad que los margina y los desprecia.
Como en sus lejanos parientes literarios, estos antihéroes de Medardo Fraile
son continuadores de una miseria y una marginalidad heredadas de sus
progenitores; también, como ellos, padecen vicisitudes de próspera y adversa
fortuna, aunque están destinados irremisiblemente al fracaso vital, ya sea el
de sus expectativas personales como el de las familiares, pues con frecuencia
acaban en la prisión o en la muerte violenta. Seres demediados que entroncan
con lo más noble, literariamente hablando, de nuestra literatura.
Final
Medardo Fraile, que no quiere
quedarse atrás en punto de generosidad con los caídos, decide en este libro que
si el Maestro concedió el acceso al restringido club del Paraíso a un malhechor
(como lo llama San Lucas) y salteador de caminos (como apostilla San Mateo) él
no va a ser menos, y así, confiere a estas sencillas criaturas del hampa la
gloria de perdurar, aunque sea en la sencilla forma de negro sobre blanco, en
las páginas de un libro.
Él no ve a sus
personajes como seres antisociales sino como unos enfermos (salvo tres casos, a
los que deja fuera de la salvación por su maldad imperdonable: los ladrones y
asesinos del hijo del notario Azurgaray, el estudiante francés Silvère Ledoux,
víctima a su vez del existencialismo sartriano, y Rufo, el albañil), unos
cleptómanos cuya enfermedad, que no indignidad de espíritu, es la tendencia al
robo.
Desde otro punto de vista, el
conjunto de cuentos de este libro puede entenderse como una elegía por la
desaparición de unos seres que no han evolucionado en maldad al compás de la
sociedad, y se han quedado atrapados en sus pequeñas raterías como figuras
tristes y dignas de conmiseración en un espacio antiguo perfumado con los
aromas de la nostalgia. Son seres decepcionados por una sociedad en la que los
señores, que debieran dar ejemplo de decencia, no cumplen con el mandato ético
que les es propio, el de ser figuras señeras y ejemplares para los demás. Por
eso los ladrones se dedican a lo suyo, a lo que saben hacer y constituye su
oficio, el robo.
El párrafo con que acaba la Introducción
es un último salvavidas que el autor lanza a sus personajes, a los que
conceptúa de buenas personas, antes de que el lector se lance de lleno a
conocer sus vidas. Se trata de un guiño de complicidad con éste, al tiempo que
de defensa de los buenos ladrones que van a constituir la nómina de figuras de
esta obra: “Por último, quizá deba advertir al lector que las historias de este
libro se pueden leer sin mantener la mano en la cartera”.
Texto original publicado en Batarro. Segunda Época,
Números, 47-48-49 AÑO 2005. Medardo Fraile, Palabra en el
tiempo.
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