FRONTERA SUR/ MEMORIA VIVA
Un día Octavio Paz escribió que «El
artista cree en el arte y no, como el primitivo, en la realidad de sus
visiones». Esta cita aúna, en un doble sentido, la perspectiva pictórica
que el Museo de Almería proponía, durante los días 6 de septiembre a 28 de
octubre, con motivo de los 50 años de la visita de Juan Goytisolo (Barcelona,
1931) a tierras almerienses. La muestra, Campos de Níjar. Morada sin memoria,
es la visión sobre el texto de cinco artistas plásticos, tan heterogéneos como
singulares: Ginés Cervantes, Pepe Bernal, Javier Huecas, Abraham Lacalle y Paco
de la Torre,
que, unidos bajo la sabia mirada de Gador Sánchez y Ramón Crespo, justifican un
título y una actitud.
Campos de Níjar (1957) es,
inequívocamente con el paso del tiempo, un texto más de esa tradición literaria
de libros de viaje que nuestra generación del 98 había recogido de un no menos
metafísico camino ensayado por los viajeros de la Ilustración o del
Romanticismo tardío. Pero su antecesor más ilustre se sitúa en la postguerra
española, en ese concepto de «libro de andar y ver» que propusiera Camilo José
Cela en su Viaje a la
Alcarria (1948) aunque, en el caso de Juan Goytisolo, se
concrete más en el retrato del hombre y
del paisaje. Precisamente porque el paisaje es coprotagonista en esta obra, se
rinde homenaje a una Almería de rostro propio que, con rotundidad, han sabido
captar estos cinco artistas: la belleza del paisaje queda fijado, de alguna
manera, en la memoria porque, más allá de la referencia literaria, existe esa
otra independencia formal que siguen
cada uno de los pintores en su expresión más libre e inequívoca.
Una selección de cuadros de Pepe Bernal (Huércal-Overa, Almería, 1957)
ilustra esta selección de textos de Campos de Níjar. El artista almeriense, pintor de trazo
abandonado, de ligadura imprevista, de mirada intensa, de unión de contrarios,
armoniza, con materiales tan variados como el plástico o la madera, el cartón,
la cartulina, el latón o piezas u objetos desechables, un universo propio para
que su pintura le sirva, al mismo tiempo, como fragmento de la memoria, capaz
de ensayar un espacio heterogéneo, repleto de lirismo o de esa extraña belleza
sensorial que mimetiza, con esa ahuecada sensación, las palabras del texto de
Goytisolo cincuenta años después.
La intensidad de los rojos y de los
negros, en las propuestas de Pepe Bernal, se confunde con esas sombras en el
pasado del paisaje almeriense; los blancos y los amarillos, conforman esa silenciosa,
tranquila, sosegada visión de otro espacio de esperanza en una provincia de un
inusitado despertar en la actualidad; el trazo firme, vigoroso, augura la
fuerza para sobrevivir.
Selección
de textos
Recuerdo muy bien la profunda impresión
de violencia y pobreza que me produjo Almería, viniendo por la N-340 (...) Guardo clara
memoria de mi primer descenso hacia Rioja y Benahadux: del verdor de los
naranjos, la cresta empanachada de las palmeras, el agua aprovechada hasta la
avaricia. Me había parecido entonces que allí la tierra se humanizada un poco
y, hasta mucho después, no advertí que me engañaba. (pág., 9)
Dicen que el mundo cambia y pronto
llegaremos a la luna, pero pa nosotros, tós los días son iguales (...).
Aquí, la colonización tropieza con muchos
obstáculos. La falta de árboles provoca una intensa erosión del suelo y explica
que el nivel de precipitaciones de la región sea de los más bajos de España. Al
suelo pedregoso y la sequía debe añadirse, aún, la acción sostenida del viento.
Para defenderse de él, los campesinos tienen que cubrir sus pajares. La
arenilla desprendida por la erosión origina continuas tolvaneras, responsables,
en no pequeña parte, del elevado porcentaje de tracoma y enfermedades de los
ojos que hizo tristemente célebre a la provincia. (pág., 39).
Níjar se incrusta en los estribos de la
sierra y sus casas parecen retener la luz del sol. Por la carretera pasan
feriantes montados en sus borricos. A la entrada del pueblo hay un surtidor de
gasolina y, cuando llegamos, una pareja de civiles camina hacia Carboneras con
el mosquetón terciado a la espalda.
—Hoy es día de mercao —dice uno de mis
compañeros. Tó ese personá que ve usté, viene de los cortijos.
—¿Qué venden?
—Lo que tienen. Cerdos, gallinas,
huevos... Con lo que le dan mercan pan y aceite pa el resto de la semana. Son
gente que vive en sitios aislaos, a varios kilómetros uno del otro y sólo van
al pueblo los sábados. (pág., 43).
Llegando al cruce de Rodalquilar —allí
donde la víspera pasé en camión con el Sanlúcar—, el paisaje se africaniza un
tanto: cantizales, ramblas ocres y, a intervalos, como una violenta pincelada
de color, la explosión amarilla de un campo de vinagreras (...) La carretera de
Gata parte de las cercanías de El Alquián y corto a campo traviesa. Se
presiente el mar hacia el sur, tras los arenales. El suelo está lleno de
trochas que se borran lo mismo que falsas pistas. Sigo una, la abandono,
retrocedo. Finalmente descubro un camino de herradura y voy a parar a una
rambla seca, sembrada de guijarros. (pág., 67).
Al final de la cuesta se llega a un
cruce. A la izquierda, la carretera lleva a Las Negras; a la derecha, a La Ermita y Rodalquilar. Tomo
el camino de la izquierda, tras un grupo de hombres endomingados, y el mar
aparece al poco, veteado de estrías blancas. Atravesamos una rambla frente a
una cáfila de cortijos desmoronados y en alberca. Los hombres andan deprisa,
como si temieran llegar con retraso y, a mi lado, uno se sujeta el sombrero
para que no le vuele. Cuando me doy cuenta, estoy ya en el pueblo. Las Negras
se asienta en el centro de la bahía y su aspecto asolado y ruinoso me recuerda
el de Escuyos o San José. En la única calle trazada hay un bar y un estanco,
los cerdos gruñen en el interior de las cochineras y el mar alborota y da
tumbos sobre la playa (pág., 113).
No hay comentarios:
Publicar un comentario