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miércoles, 10 de enero de 2018

Una reflexión



FRONTERA SUR/ MEMORIA VIVA

                                     
       Un día Octavio Paz escribió que «El artista cree en el arte y no, como el primitivo, en la realidad de sus visiones». Esta cita aúna, en un doble sentido, la perspectiva pictórica que el Museo de Almería proponía, durante los días 6 de septiembre a 28 de octubre, con motivo de los 50 años de la visita de Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) a tierras almerienses. La muestra, Campos de Níjar. Morada sin memoria, es la visión sobre el texto de cinco artistas plásticos, tan heterogéneos como singulares: Ginés Cervantes, Pepe Bernal, Javier Huecas, Abraham Lacalle y Paco de la Torre, que, unidos bajo la sabia mirada de Gador Sánchez y Ramón Crespo, justifican un título y una actitud.
       Campos de Níjar (1957) es, inequívocamente con el paso del tiempo, un texto más de esa tradición literaria de libros de viaje que nuestra generación del 98 había recogido de un no menos metafísico camino ensayado por los viajeros de la Ilustración o del Romanticismo tardío. Pero su antecesor más ilustre se sitúa en la postguerra española, en ese concepto de «libro de andar y ver» que propusiera Camilo José Cela en su Viaje a la Alcarria (1948) aunque, en el caso de Juan Goytisolo, se concrete  más en el retrato del hombre y del paisaje. Precisamente porque el paisaje es coprotagonista en esta obra, se rinde homenaje a una Almería de rostro propio que, con rotundidad, han sabido captar estos cinco artistas: la belleza del paisaje queda fijado, de alguna manera, en la memoria porque, más allá de la referencia literaria, existe esa otra independencia  formal que siguen cada uno de los pintores en su expresión más libre e inequívoca.


       Una selección de cuadros de  Pepe Bernal (Huércal-Overa, Almería, 1957) ilustra esta selección de textos de Campos de Níjar.  El artista almeriense, pintor de trazo abandonado, de ligadura imprevista, de mirada intensa, de unión de contrarios, armoniza, con materiales tan variados como el plástico o la madera, el cartón, la cartulina, el latón o piezas u objetos desechables, un universo propio para que su pintura le sirva, al mismo tiempo, como fragmento de la memoria, capaz de ensayar un espacio heterogéneo, repleto de lirismo o de esa extraña belleza sensorial que mimetiza, con esa ahuecada sensación, las palabras del texto de Goytisolo cincuenta años después.  


       La intensidad de los rojos y de los negros, en las propuestas de Pepe Bernal, se confunde con esas sombras en el pasado del paisaje almeriense; los blancos y los amarillos, conforman esa silenciosa, tranquila, sosegada visión de otro espacio de esperanza en una provincia de un inusitado despertar en la actualidad; el trazo firme, vigoroso, augura la fuerza para sobrevivir. 


Selección de textos

       Recuerdo muy bien la profunda impresión de violencia y pobreza que me produjo Almería, viniendo por la N-340 (...) Guardo clara memoria de mi primer descenso hacia Rioja y Benahadux: del verdor de los naranjos, la cresta empanachada de las palmeras, el agua aprovechada hasta la avaricia. Me había parecido entonces que allí la tierra se humanizada un poco y, hasta mucho después, no advertí que me engañaba. (pág., 9)


       Dicen que el mundo cambia y pronto llegaremos a la luna, pero pa nosotros, tós los días son iguales (...).
       Aquí, la colonización tropieza con muchos obstáculos. La falta de árboles provoca una intensa erosión del suelo y explica que el nivel de precipitaciones de la región sea de los más bajos de España. Al suelo pedregoso y la sequía debe añadirse, aún, la acción sostenida del viento. Para defenderse de él, los campesinos tienen que cubrir sus pajares. La arenilla desprendida por la erosión origina continuas tolvaneras, responsables, en no pequeña parte, del elevado porcentaje de tracoma y enfermedades de los ojos que hizo tristemente célebre a la provincia. (pág., 39).


       Níjar se incrusta en los estribos de la sierra y sus casas parecen retener la luz del sol. Por la carretera pasan feriantes montados en sus borricos. A la entrada del pueblo hay un surtidor de gasolina y, cuando llegamos, una pareja de civiles camina hacia Carboneras con el mosquetón terciado a la espalda.
       —Hoy es día de mercao —dice uno de mis compañeros. Tó ese personá que ve usté, viene de los cortijos.
       —¿Qué venden?
       —Lo que tienen. Cerdos, gallinas, huevos... Con lo que le dan mercan pan y aceite pa el resto de la semana. Son gente que vive en sitios aislaos, a varios kilómetros uno del otro y sólo van al pueblo los sábados. (pág., 43).


       Llegando al cruce de Rodalquilar —allí donde la víspera pasé en camión con el Sanlúcar—, el paisaje se africaniza un tanto: cantizales, ramblas ocres y, a intervalos, como una violenta pincelada de color, la explosión amarilla de un campo de vinagreras (...) La carretera de Gata parte de las cercanías de El Alquián y corto a campo traviesa. Se presiente el mar hacia el sur, tras los arenales. El suelo está lleno de trochas que se borran lo mismo que falsas pistas. Sigo una, la abandono, retrocedo. Finalmente descubro un camino de herradura y voy a parar a una rambla seca, sembrada de guijarros. (pág., 67).


       Al final de la cuesta se llega a un cruce. A la izquierda, la carretera lleva a Las Negras; a la derecha, a La Ermita y Rodalquilar. Tomo el camino de la izquierda, tras un grupo de hombres endomingados, y el mar aparece al poco, veteado de estrías blancas. Atravesamos una rambla frente a una cáfila de cortijos desmoronados y en alberca. Los hombres andan deprisa, como si temieran llegar con retraso y, a mi lado, uno se sujeta el sombrero para que no le vuele. Cuando me doy cuenta, estoy ya en el pueblo. Las Negras se asienta en el centro de la bahía y su aspecto asolado y ruinoso me recuerda el de Escuyos o San José. En la única calle trazada hay un bar y un estanco, los cerdos gruñen en el interior de las cochineras y el mar alborota y da tumbos sobre la playa (pág., 113).

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