Antonio Jiménez Morato*
La lección bien aprendida
La primera vez que leí los Cuentos completos de Medardo
Fraile, en la ya algo anticuada edición de Alianza, me llamó la atención que
sólo uno de los múltiples personajes que van desfilando por todos los relatos
de Medardo Fraile se repita. O bueno, tal vez sería mejor decir que me
sorprendió que uno se repitiera, porque tampoco es que sea algo muy común entre
los grandes escritores de cuentos meter el mismo personaje en varias de sus
historias. Tal vez Cortázar y Borges, por poner dos ejemplos, sí se permitieron
el lujo de aparecer en varios de sus cuentos, pero vamos que tampoco eran
personajes, eran ellos mismos en mayor o menor medida, y eso no cuenta –nunca
mejor traída la expresión. De hecho, Medardo, con un pudor que caracteriza toda
su obra, nunca ha osado meterse en un cuento, o tal vez sí, quién sabe.
No se preocupen, no me voy por las ramas. El personaje que se
repite es Eloy Millán, don Eloy Millán para ser exactos, porque de don se
trataba al profesor cuando estos cuentos se escribieron. Eran los años en que
los profesores ganaban poco, sobre todo para lo que se esforzaban, pero se les
tenía respeto. Normalmente había uno por pueblo, y tenía que desbravar a todos
los chavales de la comarca. Pues bien, este don Eloy Millán es el protagonista
del cuento que cierra el libro Cuentos de verdad –que se hizo con el
Premio de la Crítica
en el año de su publicación-, titulado Punto final, y del relato José
I, incluido en la siguiente de las recopilaciones de cuentos de Fraile, la
llamada Descubridor de nada y otros cuentos. Este Eloy Millán es, como
hemos dicho, un profesor, de lengua a tenor de lo contado por su autor, que
tiene alguna que otra aspiración literaria.
Lo mejor en este caso es que el lector se vaya corriendo a los
anaqueles de su biblioteca, o de una pública, tanto da, y lea los dos relatos.
Los resumiré un poco por encima. Siempre teniendo en cuenta que la glosa es
menor que el cuento.
El primero, Punto final, narra una clase de don Eloy.
Transcurre por tanto en apenas una hora de la vida del protagonista, pero en
ese pequeño transcurso de tiempo comprendemos todos los deseos del profesor. Es
la clase del viernes y toca dictado. Todos los recordamos en mayor o menor
medida: El profesor coge un libro y va leyendo en voz alta, algo lentamente
para lo normal, y repitiendo algunas de las frases. Mientras todos los
estudiantes, aplicadamente o no, escriben en sus cuadernos lo mejor que pueden
lo que el profesor lee, uno de ellos, normalmente el que tiene menos suerte,
sale a la pizarra –o al encerado como también lo llamaban a pesar de que jamás
fue de cera y, si estaba encerado, no había quién lograra escribir por mucho
que apretara la condenada tiza- y exhibe a los ojos del profesor su
desconocimiento de la materia. Pues bien, la clase discurre del modo
acostumbrado salvo un pequeño detalle, esa sutil diferencia que justifica la
existencia del cuento: a don Eloy se le ha olvidado el libro de “Dictados
pedagógicos”. Entonces rebusca en su cartera para encontrar algo que dictarles,
un sustituto para no perder la clase. No le vale el libro de otro curso y
tampoco el periódico –por cierto, qué humano ese gesto de protegerles de la
cruda realidad o de las burdas mentiras de un periódico de la dictadura. El
objeto elegido será un carta que ha estado escribiendo los últimos días, una
epístola digna de haber sido escrita por los más grandes de las letras
españolas, y universales, por qué no, a ver qué tiene que envidiar a Perrault
don Eloy Millán. Descubrimos así el centro del relato, la ambición literaria, la
ansiedad de trascendencia, de don Eloy.
Y entonces, por primera vez, tal vez por última, se pone a la
altura de los autores seleccionados para los “Dictados pedagógicos”. Da lo
mismo que su texto no tenga título o que se trate de una pequeña carta privada.
Al terminar dicta el punto final. Con ese punto final el escritor Eloy Millán
vuelve a ser el profesor don Eloy, que debe corregir las faltas cometidas en la
pizarra por el pobre alumno escogido para que sus compañeros puedan a su vez corregir
las suyas en sus cuadernos. Cuando termina vuelve a la grisura de sus días, al
cielo encapotado de lo cotidiano, al sabor mustio de la costumbre, que resaltan
al contraste de los dorados atardeceres del pasado descrito en la carta, de los
crepúsculos color de miel cuando todavía soñaba con ser escritor.
Ya ha terminado el dictado, ya ha terminado la corrección, y
los alumnos exhiben el afán utilitarista que a don Eloy seguramente le ha
agradado en el resto de las clases hasta aquel día. Los niños se ofrecen a
borrar el dictado, pero don Eloy se resiste a desaparecer así, tras los
manotazos de un colegial sobre el encerado, a quedar convertido él y sus
ilusiones en un borrón de tiza que no se va de la pizarra porque el borrador
estaba ya colmado de los restos de las anteriores clases. Porque los niños
tienen prisa, la velocidad corre por sus venas, la misma que se lo lleva a él
que sólo querría calma y paz para paladear sus recuerdos. Ellos sólo quieren
“borrar y escribir de nuevo, y crecer y borrar, y escribir otra vez y ser
hombres”.
Don Eloy continúa la clase con sus palabras abandonadas sobre
el oscuro telón; y cuando suena el timbre el remolino de niños, carteras,
abrigos, se lleva sus frases que quedan totalmente borradas de la pizarra. Y
don Eloy se queda mirando al encerado “como un hueco preciso”, como esa parte
de su vida que ahora le falta. Y se pregunta cuántos habrá como él perdidos,
olvidados, y permanece allí, espantado, buscando en esa negrura algo de sí, un
rabo de alguna letra, un punto, el resto de sus palabras para asegurarse de que
estuvo allí.
Una maravilla. Uno más de esos cuentos perfectos que Medardo
Fraile ha escrito a lo largo de estos cincuenta años. Leído como yo lo leí, de
corrido y ansioso en medio de la compilación de todos sus libros, perdía la
fascinante capacidad de impactar que, a buen seguro, debió impresionar al
jurado que lo premió en 1964. Creo que es el mejor cierre de un libro de
cuentos que jamás he leído y si, tal y como afirmaban en una reciente encuesta
sobre el cuento español, era de Aldecoa el mejor libro de relatos publicado en
España en el siglo xx, sin lugar a
dudas el mejor cierre de libro lo tiene Medardo. Y es el de Cuentos de
verdad.
Si uno tiene la suerte de
tener la edición de Alianza que he mencionado antes o la más reciente de
Páginas de Espuma no tarda mucho en encontrarse con el segundo cuento de don
Eloy. Se trata de José I.
Hay diferencias respecto al anterior. Si aquél transcurría en
el breve lapso de una clase, éste se extiende a lo largo de todo un curso
escolar, el que pasó Romero López, sentado en la tercera fila junto a la pared
que separaba los ventanales de clase. El cuento nos narra las tres veces que, a
lo largo del año, don Eloy pregunta al niño magro y pálido, aunque huesudo y
fuerte. El matiz genial es que Fraile elige con mucho tino las preguntas que
van a aparecer a lo largo del relato.
La primera es una sencilla frase, el profesor solicita al
alumno una oración de predicado verbal. A lo que el niño de ojos holgazanes
contesta: “La rana croa”. A lo que don Eloy Millán, digno seguidor de don Juan
de Mairena, da el visto bueno.
Y el curso sigue con una gramática cada vez más grande y usada
por el tiempo, y cuando ya empieza a tener don Eloy los nombres de todos los
niños en la cabeza le pregunta a Romero, el niño de los ojos holgazanes azul
frío, una frase que tenga complemento directo. Y el niño responde “Melquíades
coge una rana”. Y se limita a tomar nota del mundo de borradores con olor a
fresa, resina con restos de carboncillo y batracios en que se mueve.
Sólo cuando el verano está a la vuelta de la esquina y la
primavera ha alterado a las oraciones hasta hacerlas exuberantes como las
flores que florecen al otro lado de los ventanales, y marean como su polen y
embriagan como su perfume, don Eloy sorprende al niño de ojos holgazanes, de un
azul frío, que fingían cierta inocencia, pidiéndole una frase desiderativa.
“¡Quién fuera rana!” dice Romero. A lo que el profesor, con curiosidad
zoológica, le responde: “¿Pero a ti qué te pasa con las ranas?”
Y el niño de ojos holgazanes, de un azul frío, que fingían
cierta inocencia que desmentía la mueca de la boca, sonríe dispuesto a resistir
en silencio. Doce años llevaba en el mundo José Romero López, futuro José I de
las ranas.
Estos son los dos cuentos protagonizados por don Eloy, bueno,
el segundo menos, digamos los dos en los que aparece. Los que se me quedaron
tallados en la memoria después de haberlos leído por primera vez. Y hasta aquí
la primera parte de esta historia.
La segunda comienza con un café solo para mí, con leche para
él, a la sombra de la Gran
Vía madrileña, compartido con Ángel Zapata. Allí, removiendo
el canon de la literatura al ritmo de la cucharilla en la taza, me comenta que
hay un proyecto en marcha para homenajear a Medardo Fraile. Y, generosamente,
me pregunta si se me ocurre algo para escribir. Pues, sí, algo sobre Eloy
Millán, le respondo. Y le cuento que es el único personaje de Medardo que
aparece en dos cuentos, y que en uno aparece como un escritor malogrado que, a
punto de doblar la esquina del otoño al invierno, se reivindica antologándose a
sí mismo en los “Dictados pedagógicos” y se pregunta si de lo que ha sido, de
lo que ha escrito, quedará algo. Vamos, que es como en El mar, se queda
ahí, comprendiendo que no es nada, que no somos nada y tenemos suerte si de
nosotros queda algo. Ángel, generoso como siempre, se queda callado para que termines
de contarle. Y vuelvo a la carga con el cuento del rey de las ranas. Le digo de
qué va, y que me llama la atención que don Eloy, escritor a fin de cuentas,
enseñe a su alumno a labrarse el camino con el lenguaje, porque no es tanto que
el niño vaya mostrando sus cambios ante las preguntas del profesor, sino que
son estas las que lo hacen verbalizar lo que siente, que es gracias al lenguaje
como va entendiendo que será José I rey de los Batracios. Para cuando hemos
pagado la cuenta ya he convencido a Ángel de que Eloy Millán es Medardo
preguntándose qué quedará de lo que ha escrito, y que es Medardo enseñándonos a
todos hasta donde llegar con la palabra, y no sé cuantas historias más que
cualquiera que haya leído sus cuentos ya conoce, y tampoco voy a venir yo a
contárselas ahora, como si descubriera el Mediterráneo.
Aún no sé cómo me invitó a que
hiciera este artículo. Pero a mí se me había quedado la idea de que a lo mejor
elucubraba mucho. De que todo esto eran ideas peregrinas que yo había tenido de
cuando leí los Cuentos Completos de Alianza de un tirón, entre la cama y
el autobús, en los tiempos muertos y en los vivos, robándoselos a momentos de
trabajo, o de estudio, o de holganza. Así que cuando apareció Escritura y
verdad, hice una nueva lectura de todos los cuentos. Y me sorprendió ver la
gran cantidad de profesores que desfilan por sus historias. Octavio Pedroso, el
último caído del noventa y ocho, o el original Senén Pérez, profesor de la
historia de Al-Andalus, son olvidar la frialdad científica del señor Otaola. Y
don Eloy Millán, y muchos más. Así que a lo mejor no andaba tan desencaminado.
Para entonces ya tenía escrito un texto, sobre don Eloy, muy
frío y académico. Un comentario de texto de esos de instituto con algo más de
ironía y la mano más suelta que entonces. Con más literatura y menos retórica,
vamos. Pero ahí vino el momento en que todo dio el giro completo. Me estaba
dando una vuelta por la Feria
del Libro una tarde de sábado. Estaba algo resacoso, atacado por la alergia y,
para terminar, sabía que Medardo me había hecho una llamada al móvil justo en
el momento en que me había quedado sin batería. Así que me paseaba entre la
multitud que abarrota el Paseo de Carruajes del Retiro aprovechando que eso se
parece durante un par de semanas a la extinta Casa de Fieras cuando se me
acercó un buen amigo, Víctor García, y me dijo, Medardo está firmando en esa
caseta, y me ha encargado preguntarte cuándo le entregas a Domene el texto que
le debes.
Al cuarto de hora estaba hablando con Medardo y contándole un
poco por encima sobre qué había escrito, y me pareció todo lo que le decía tan
frío, tan poca cosa al lado de lo que había aprendido de don Eloy. Y, en ese
momento apareció él allí mismo, firmando libros. Porque empezó a contarme
Medardo que esos cuentos venían de cuando él fue, durante ocho años, profesor
en el colegio-instituto Ramiro de Maeztu, en el que, paradojas de la vida, a
punto estuve de estudiar yo. Y no quedó allí la cosa, porque me contó que tuvo
un proyecto de hacer un libro sobre los profesores, todas historias de la
docencia, que se quedó en el limbo de los proyectos olvidados. Pero que sí, que
ahora que se lo recordaba a lo mejor sí que se podría hacer un libro con todos
esos cuentos protagonizados por profesores. Por qué no, sí que se podrían
recopilar, contesté yo con la poca brillantez de siempre.
Porque lo que le tenía que haber dicho es lo que se me ocurrió
luego, esa misma noche, como siempre a destiempo, “el espíritu de la escalera”
creo que lo llaman los franceses. Le tenía que haber dicho que ese libro sobre
los profesores, sobre la enseñanza, no sólo de conocimientos, de materias, sino
de la vida, de cómo vivirla y crearla al escribir, ya lo había hecho. Se llama Escritura
y verdad. De lo que tiene dentro han aprendido muchos, de él aprenderán aún
más y, los menos, mal que les pese, tienen mucho que aprender de él. Son ciento
treinta cuentos, ciento treinta vidas como poco. No está nada mal como acto
creador. Es una gran y fecunda descendencia que Medardo, generoso, nos ha
regalado.
*(Madrid,
1976) es un crítico literario, novelista y antólogo español. Licenciado en Filología
Hispánica por la
Universidad Complutense de Madrid, se trasladó a los Estados
Unidos, donde realizó el MFA de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York y, posteriormente, inició
el doctorado en la Universidad de Tulane (Nueva Orleans). Ha
colaborado en medios internacionales: en España, en las revistas Quimera, Renacimiento,
Suoreste o Clarín y los suplementos culturales Babelia y ABC Cultural; en Argentina,
en Clarín, Perfil, La mujer de mi vida, Big Sur; en México en El perro y en
Uruguay en Otro cielo.
Ha
publicado los libros La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México,
2016), El sabor de la manzana (Germinal, San José, 2014) y Mezclados y agitados
(DeBolsillo, Barcelona, 2012). Participó en la colección de ensayos Escritura
creativa: cuaderno de ideas (Talleres de escritura creativa Fuentetaja, Madrid,
2007).
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