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lunes, 19 de febrero de 2018

Desayuno con diamantes, 134



)EXISTE UNA NUEVA NARRATIVA ANDALUZA?

            En memoria, Julio Manuel de la Rosa (Sevilla,1935-2018)

 

Los años sesenta y setenta proporcionaron, literariamente hablando, nuevas acuñaciones, algunas tan gratuitas, como los denominados boom, término genérico que se aplicó a aquello que supusiera novedad en el espacio literario y que ofreció una avalancha de  narradores hispanoamericananos que tan pingües resultados  han dado en las tres últimas décadas;  de igual manera se acuñó el término al conjunto de obras publicadas por andaluces que empezaban a sonar en el panorama narrativo y que fueron bautizados con el término de Nueva Narrativa Andaluza, aunque habría que apuntar que, en ningún caso, se trataba de constatar este hecho por significativo desde el punto de vista formal, estructural o temático. Salvo excepciones, pocos autores y pocas obras manifestaban, abiertamente, el compromiso social de una Andalucía castigada y como contrapartida, se potenciaba más un esteticismo heredado de los grandes clásicos que habían conformado el panorama narrativo durante siglos, casos de Delicado,  Alemán, Vélez de Guevara o Espinel o dos siglos más tarde, los ejemplares andaluces, Juan Valera y Pedro Antonio de Alarcón.
Quizá por ello, a falta de una ideología y de una práctica escrita, habría que sostener que,  pasada la visión renovadora del 68 y sus secuelas posteriores, en Andalucía, ni una cultura específicamente andalucista ni unos intelectuales propios, van a mostrar ese espacio esgrimido, sino que algunos de aquellos se vieron, de una manera u otra, obligados a emigrar y contribuir a la cultura nacional desde ópticas diversas. Así pues, no pudiendo hablar de cultura andaluza, pero sí de  una mixtificación, represión y colonialismo cultural propio y extranjero, éstos contribuyeron a formalizar un evento que en los primeros años setenta se presentaba como Nueva Novela Andaluza y lo cierto es que el fenómeno, no por menos oportunista que riguroso, dio pie a muchas páginas de periódico, ensayos y monografías sobre el tema: las de J.L. Ortiz de Lanzagorta, Narrativa andaluza: doce diálogos de urgencia (1972), el simposio I Semana de Narrativa Andaluza (1972), o la monografía  de  J. de Dios Ruiz Copete, Introducción y proceso a la nueva narativa andaluza (1976), por citar algunas.


Ortiz de Lanzagorta insistía en su libro que se trataban de unos primeros tanteos sobre narrativa andaluza, algunos apuntes coherentes, unas breves notas de aproximación desde un punto de vista subjetivo; doce primeros encuentros, mitad diálogos, impresiones un tanto surrealistas, con algunos narradores vinculados al Sur, por nacimiento o residencia. El trabajo tampoco resultó un estudio riguroso y los doce autores con los que conversaba fueron: Manuel Halcón, Ramón Solís, Luis Berenguer, Manuel Barrios, José María Requena, Alfonso Grosso, José Manuel Laffón, Manuel García Viñó, José Asenjo Sedano, Carlos Muñiz Romero, Julio M. de la Rosa y Federico López Pereira. Muchos de ellos habían publicado, ya, una extensa obra narrativa, y por los años en que se generaliza el fenómeno coincidieron en las librerías con algunas de sus obras más significativas: Halcón, un consolidado novelista ya en los años veinte y que por estas fechas daba a la imprenta Manuela (1970), un reiterado retrato andaluz de marcado carácter realista; el caso más significativo, el de Luis Berenguer, un marino gallego, aunque gaditano de adopción que había empezado a publicar en estas tierras del sur en 1967 con El mundo de Juan Lobón, novela a la que seguirían con gran éxito Marea escorada (1969) y  Leña Verde (1971); Manuel Barrios publicaba, Retablo de picardías (1972) y Epitafio para un señorito (1972); José María Requena obtenía este mismo año el Nadal por El Cuajarón; Alfonso Grosso había conseguido ya cierta celebridad con sus novelas sociales, La zanja (1961), Un cielo difícilmente azul (1961), Testa de copo (1963) y por los años que nos ocupan daba a la imprenta Guarnición de silla (1970) y Florido Mayo (1973).
Tres nombres se asomaban, tímidamente, al panorama literario, los de José Asenjo Sedano que publicaba Los guerreros (1970), Carlos Muñiz Romero, con Los caballos del hacha (1971) y el Llanto de los buitres (1971) y Julio M. de la Rosa, con Fin de semana en Etruria (1972). Aunque de igual manera, y desde perspectivas distintas, habían aparecido los nombres de José Manuel Caballero Bonald, consagrado poeta que en 1962 obtenía el Premio Biblioteca Breve por Dos días de septiembre, una novela testimonial muy en la línea de lo que se escribía por entonces; Aquilino Duque, poeta de cuidado barroquismo que hasta 1966 no publicó su primer relato, La operación Marabú y la novela Los consulados del Más Allá y por estos años, La rueda del fuego (1971) y La linterna mágica (1971); Antonio Prieto había venido contribuyendo desde los años cincuenta, con diversas obras de técnica realista,  Buenas noches Argüelles (1956) o Vuelve atrás, Lázaro (1958), para iniciar un concepto narrativo distinto, basado en una concepción intelectual y simbólica apoyada en referencias culturales, particularmente clásicas y así publica en 1972, Secretum. Un nuevo valor en alza, José María Vaz de Soto, que iniciaba una obra con un gran impulso narrativo, El infierno y la brisa (1971), al que seguirán, buscando, un espacio personal, relatos dialogados como Diálogos del anochecer (1972) o Fabián (1977), más tarde.


La respuesta a todo este movimiento pasaba, quizá, por ese colonialismo centenario y a la emigración obligada de algunos escritores, casos de Caballero Bonald o Grosso, quienes habían conseguido, no obstante  introducirse en el marco de una literatura nacional, si bien, un puñado de otros buenos narradores insistían desde su perspectiva geográfica, la andaluza, en nuevos modelos teóricos, nuevos conceptos de crítica y nuevas estructuras narrativas. En realidad, Andalucía, como región y potencia cultural, pretendía ofrecerse como reserva de valores estéticos y constatar la situación real y extrema de los conflictos cotidianos que se venían deduciendo desde generaciones atrás; hecho, además, que aprovecharon ciertos cauces comerciales editoriales para mostrar el boom de la Nueva Narrativa Andaluza, fenómeno que, por cierto, si existió se viene repitiendo aún en nuestros días. Parece, pues, que a estas alturas todavía no estamos en situación de determinar la exactitud de algunos de los conceptos que he venido apuntando en estas líneas, concretamente sobre  el concepto narrativo aunque sí podrían argumentarse algunos sobre cultura andaluza en general, especialmente cuando nuestros mejores representantes  han propendido a una tradicional universalidad que situaría a nuestra región en una constante asimilación de fusión cultural como elemento único constitutivo. Quiza, por todo ello, habría que categorizar diciendo que lo esencial en la creación estética no depende del marco geográfico sino de qué manera el autor se refelja o no en la obra que debe ser siempre más que una intención, un resultado.
Pese a todo y a más de veinte años vista del boom, en palabras de Manuel García Viñó, *hoy, todo ello, constituye un punto de referencia insoslayable que obligó a escribir sobre narrativa escrita en el Sur+, y dio origen, además, como recoge José Antonio Fortes en su ensayo La nueva narrativa andaluza. Una lectura de sus textos (1990), a una abundante bibliografía que responde tanto a las razones políticas y económicas de Andalucía y en concreto a la situación de la novela, además del debate nacionalista de las Autonomías.
Asentada la democracia, los 80 parecen ofrecer, aires nuevos, desde el punto de vista narrativo que consolidan, eso sí, los nombres de muchos de los autores que vengo apuntando, constando, además,  obligada presencia de otros muchos en el panorama narrativo nacional, casos del sevillano Leopoldo Azancot con una serie de obras como Los amores prohibidos (1980), La noche española (1981), El amante increíble (1982), El rabino de Praga (1983), Jerusalén, una historia de amor (1986) o Mozart, el amor y la culpa (1988), el de José Manuel Caballero Bonald, dedicado, casi exclusivamente, a la narrativa y que publicaba Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981), En la casa del padre (1988) o Campo de Agramante (1992), a los que se añaden los nombres de Domingo Manfredi, Antonio Martínez Menchén, Juan José Ruiz Rico, Manuel Salado y José María Vaz de Soto que publicará tres obras más, Fabián y Sabas (1982), Diálogos de la alta noche (1982) y Despeñaperros (1988); el soriano, afincado en Granada, Manuel Villar Raso, con Comandos Vascos (1980), El laberinto de los impíos (1981) o Últimos paraísos (1986), para dar paso, mediada la década, a una serie de autores y obras que significarán la eclosión de una nueva hornada de narradores que, lejos del concepto esgrimido del boom, aparecen en librerías desde ópticas y perspectivas distintas y que, en los veinte años transcurridos, han llegado a tener ya hoy una firme y sólida trayectoria narrativa como pueden ser los casos que aquí  cito: el más significativo el de Antonio Muñoz Molina y su Beatus Ille, publicado en 1986, consagrándose como el más firme valor de la nueva narrativa española, al margen, mismo, de haber nacido en la provincia de Jaén,  haber iniciado su trayectoria narrativa en Granada y vivir definitivamente en Madrid.

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