)EXISTE UNA NUEVA NARRATIVA ANDALUZA?
En memoria, Julio
Manuel de la Rosa
(Sevilla,1935-2018)
Los años sesenta y setenta
proporcionaron, literariamente hablando, nuevas acuñaciones, algunas tan
gratuitas, como los denominados boom, término genérico que se aplicó a
aquello que supusiera novedad en el espacio literario y que ofreció una
avalancha de narradores
hispanoamericananos que tan pingües resultados
han dado en las tres últimas décadas;
de igual manera se acuñó el término al conjunto de obras publicadas por
andaluces que empezaban a sonar en el panorama narrativo y que fueron
bautizados con el término de Nueva Narrativa Andaluza, aunque habría que
apuntar que, en ningún caso, se trataba de constatar este hecho por
significativo desde el punto de vista formal, estructural o temático. Salvo
excepciones, pocos autores y pocas obras manifestaban, abiertamente, el
compromiso social de una Andalucía castigada y como contrapartida, se
potenciaba más un esteticismo heredado de los grandes clásicos que habían
conformado el panorama narrativo durante siglos, casos de Delicado, Alemán, Vélez de Guevara o Espinel o dos
siglos más tarde, los ejemplares andaluces, Juan Valera y Pedro Antonio de
Alarcón.
Quizá por ello, a falta de una
ideología y de una práctica escrita, habría que sostener que, pasada la visión renovadora del 68 y sus
secuelas posteriores, en Andalucía, ni una cultura específicamente andalucista
ni unos intelectuales propios, van a mostrar ese espacio esgrimido, sino que
algunos de aquellos se vieron, de una manera u otra, obligados a emigrar y
contribuir a la cultura nacional desde ópticas diversas. Así pues, no pudiendo
hablar de cultura andaluza, pero sí de
una mixtificación, represión y colonialismo cultural propio y
extranjero, éstos contribuyeron a formalizar un evento que en los primeros años
setenta se presentaba como Nueva Novela Andaluza y lo cierto es
que el fenómeno, no por menos oportunista que riguroso, dio pie a muchas
páginas de periódico, ensayos y monografías sobre el tema: las de J.L. Ortiz de
Lanzagorta, Narrativa andaluza: doce diálogos de urgencia (1972),
el simposio I Semana de Narrativa Andaluza (1972), o la monografía de J.
de Dios Ruiz Copete, Introducción y proceso a la nueva narativa andaluza
(1976), por citar algunas.
Ortiz de Lanzagorta insistía en
su libro que se trataban de unos primeros tanteos sobre narrativa andaluza,
algunos apuntes coherentes, unas breves notas de aproximación desde un punto de
vista subjetivo; doce primeros encuentros, mitad diálogos, impresiones un tanto
surrealistas, con algunos narradores vinculados al Sur, por nacimiento o
residencia. El trabajo tampoco resultó un estudio riguroso y los doce autores
con los que conversaba fueron: Manuel Halcón, Ramón Solís, Luis Berenguer,
Manuel Barrios, José María Requena, Alfonso Grosso, José Manuel Laffón, Manuel
García Viñó, José Asenjo Sedano, Carlos Muñiz Romero, Julio M. de la Rosa y Federico López
Pereira. Muchos de ellos habían publicado, ya, una extensa obra narrativa, y
por los años en que se generaliza el fenómeno coincidieron en las librerías con
algunas de sus obras más significativas: Halcón, un consolidado novelista ya en
los años veinte y que por estas fechas daba a la imprenta Manuela
(1970), un reiterado retrato andaluz de marcado carácter realista; el caso más
significativo, el de Luis Berenguer, un marino gallego, aunque gaditano de
adopción que había empezado a publicar en estas tierras del sur en 1967 con El
mundo de Juan Lobón, novela a la que seguirían con gran éxito Marea
escorada (1969) y Leña Verde
(1971); Manuel Barrios publicaba, Retablo de picardías (1972) y Epitafio
para un señorito (1972); José María Requena obtenía este mismo año el Nadal
por El Cuajarón; Alfonso Grosso había conseguido ya cierta celebridad
con sus novelas sociales, La zanja (1961), Un cielo difícilmente azul
(1961), Testa de copo (1963) y por los años que nos ocupan daba a la
imprenta Guarnición de silla (1970) y Florido Mayo (1973).
Tres nombres se asomaban,
tímidamente, al panorama literario, los de José Asenjo Sedano que publicaba
Los guerreros (1970), Carlos Muñiz Romero, con Los caballos del hacha
(1971) y el Llanto de los buitres (1971) y Julio M. de la Rosa, con Fin de semana en
Etruria (1972). Aunque de igual manera, y desde perspectivas distintas,
habían aparecido los nombres de José Manuel Caballero Bonald, consagrado poeta
que en 1962 obtenía el Premio Biblioteca Breve por Dos días de septiembre,
una novela testimonial muy en la línea de lo que se escribía por entonces;
Aquilino Duque, poeta de cuidado barroquismo que hasta 1966 no publicó su
primer relato, La operación Marabú y la novela Los consulados
del Más Allá y por estos años, La rueda del fuego (1971) y La
linterna mágica (1971); Antonio Prieto había venido contribuyendo desde los
años cincuenta, con diversas obras de técnica realista, Buenas noches Argüelles (1956) o Vuelve
atrás, Lázaro (1958), para iniciar un concepto narrativo distinto, basado
en una concepción intelectual y simbólica apoyada en referencias culturales,
particularmente clásicas y así publica en 1972, Secretum. Un nuevo valor
en alza, José María Vaz de Soto, que iniciaba una obra con un gran impulso
narrativo, El infierno y la brisa (1971), al que seguirán, buscando, un
espacio personal, relatos dialogados como Diálogos del anochecer
(1972) o Fabián (1977), más tarde.
La respuesta a todo este
movimiento pasaba, quizá, por ese colonialismo centenario y a la emigración
obligada de algunos escritores, casos de Caballero Bonald o Grosso, quienes
habían conseguido, no obstante introducirse
en el marco de una literatura nacional, si bien, un puñado de otros buenos
narradores insistían desde su perspectiva geográfica, la andaluza, en nuevos
modelos teóricos, nuevos conceptos de crítica y nuevas estructuras narrativas.
En realidad, Andalucía, como región y potencia cultural, pretendía ofrecerse
como reserva de valores estéticos y constatar la situación real y extrema de
los conflictos cotidianos que se venían deduciendo desde generaciones atrás;
hecho, además, que aprovecharon ciertos cauces comerciales editoriales para
mostrar el boom de la
Nueva Narrativa Andaluza, fenómeno que, por cierto, si
existió se viene repitiendo aún en nuestros días. Parece, pues, que a estas
alturas todavía no estamos en situación de determinar la exactitud de algunos
de los conceptos que he venido apuntando en estas líneas, concretamente
sobre el concepto narrativo aunque sí
podrían argumentarse algunos sobre cultura andaluza en general, especialmente
cuando nuestros mejores representantes
han propendido a una tradicional universalidad que situaría a nuestra
región en una constante asimilación de fusión cultural como elemento único
constitutivo. Quiza, por todo ello, habría que categorizar diciendo que lo
esencial en la creación estética no depende del marco geográfico sino de qué
manera el autor se refelja o no en la obra que debe ser siempre más que una
intención, un resultado.
Pese a todo y a más de veinte
años vista del boom, en palabras de Manuel García Viñó, *hoy, todo ello, constituye un punto de referencia insoslayable que obligó
a escribir sobre narrativa escrita en el Sur+, y dio origen, además, como recoge José Antonio Fortes en su ensayo La
nueva narrativa andaluza. Una lectura de sus textos (1990), a una abundante
bibliografía que responde tanto a las razones políticas y económicas de
Andalucía y en concreto a la situación de la novela, además del debate
nacionalista de las Autonomías.
Asentada la democracia, los 80
parecen ofrecer, aires nuevos, desde el punto de vista narrativo que
consolidan, eso sí, los nombres de muchos de los autores que vengo apuntando,
constando, además, obligada presencia de
otros muchos en el panorama narrativo nacional, casos del sevillano Leopoldo
Azancot con una serie de obras como Los amores prohibidos (1980), La
noche española (1981), El amante increíble (1982), El
rabino de Praga (1983), Jerusalén, una historia de amor
(1986) o Mozart, el amor y la culpa (1988), el de José Manuel Caballero
Bonald, dedicado, casi exclusivamente, a la narrativa y que publicaba Toda
la noche oyeron pasar pájaros (1981), En la casa del padre (1988)
o Campo de Agramante (1992), a los que se añaden los nombres de Domingo
Manfredi, Antonio
Martínez Menchén, Juan José Ruiz Rico, Manuel Salado y José
María Vaz de Soto que publicará tres obras más, Fabián y Sabas (1982), Diálogos
de la alta noche (1982) y Despeñaperros (1988); el soriano, afincado
en Granada, Manuel Villar Raso, con Comandos Vascos (1980), El
laberinto de los impíos (1981) o Últimos paraísos (1986), para dar
paso, mediada la década, a una serie de autores y obras que significarán la
eclosión de una nueva hornada de narradores que, lejos del concepto esgrimido
del boom, aparecen en librerías desde ópticas y perspectivas distintas y que,
en los veinte años transcurridos, han llegado a tener ya hoy una firme y sólida
trayectoria narrativa como pueden ser los casos que aquí cito: el más significativo el de Antonio Muñoz Molina y su Beatus
Ille, publicado en 1986, consagrándose como el más firme valor de la nueva
narrativa española, al margen, mismo, de haber nacido en la provincia de
Jaén, haber iniciado su trayectoria
narrativa en Granada y vivir definitivamente en Madrid.
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