Angelina
LAMELAS
RETRATOS
DE MUJER
Descubriendo
a Fraile
En 1972 leí los "Cuentos de
verdad" de Medardo Fraile por
primera vez, y recuerdo que a media lectura y cuando cerré el libro, dije la
palabra sutil como si yo hubiera descubierto
esa cualidad de Fraile. Me puse contenta con mi
apreciación, tan literaria. Seguramente pensé que escribir cuentos me daba silla de platea para ver lo que a
otros podría escapárseles. Sutil... Ahora sonrío cuando leo críticas excelsas
de su obra, que en algunos casos son verdaderas tesis, y me encuentro con la Sutileza como si
fuera alguien de la familia. Que no, que
yo no había descubierto nada. Lo han dicho todos: Melchor Fernández Almagro,
Gaspar Gómez de la Serna,
Pilar Palomo, Rafael Conte, Sanz Villanueva, José María Merino, Ángel Zapata,
Pedro M. Domene, Ángel Basanta, Hipólito G. Navarro, Ángel Vivas... Si; lo han dicho todos o se nota que lo han
pensado, pero yo no me resigno a silenciar una palabra que sale sola cuando se
habla de este escritor. Porque sutil es el
que hace caminar a sus personajes
por un sendero que no está trillado, el
que sugiere con un silencio, una mirada, un roce, una tos; el que encuentra la palabra que se ajusta sin
apretar, el que avanza un poco más en el
laberinto de las pasiones humanas y no se jacta ni empacha al texto con su clarividencia
y su estilo; el escritor que nos trae y nos lleva prendidos al hilo de su
singularidad.
Releer a Medardo Fraile es vislumbrar en
cada lectura prismas nuevos. Lo supe muy pronto. Capté esta sensación como
quien atrapa un rayo de luz y no quiere
abrir la mano del todo para que no se le escape. Había leído el mismo cuento en Madrid, en
Santander o en Buenos Aires, traqueteada por un tren o mecida por un barco, a
la sombra de los jacarandales o frente a
un eucalipto desmelenado, y me ocurría que en cada relectura de los cuentos de Fraile me llegaba
un matiz nuevo, un quiebro en la sugerencia, una posibilidad de caja rusa. Era
como seguir el curso audaz de un río que no siempre tuviera ganas de desembocar
en el mar.
Retratos
de mujer
Decir
que Medardo Fraile conoce muy bien a la mujer no es ir demasiado lejos en el
camino de la apreciación, porque todo buen escritor debería moverse con soltura
entre el género humano. Masculino y femenino singular. Pero Fraile es
capaz de percibir y palpar el valor de un suspiro, el vuelo de un
pensamiento, las posibilidades de un pestañeo, la falta de un trozo de
sábado... Para saber tanto de las
mujeres, Medardo ha tenido que escucharlas mucho, mirarlas mucho. De lejos, de
cerca, a media distancia. Y quererlas
también. Y desquererlas, pero nunca olvidarlas.
Cuando en 1954 asoma por primera vez su
talento narrativo con "Cuentos con algún amor", sus protagonistas son
estudiantes, criadas, amas de casa, empleadas...; la Carmencita de
"Mecanógrafa o reina", la novia de "El álbum", la mujer
enferma del vendedor de
"espuma", Pilar, que
sería capaz de levantarse de la cama si supiera que el marido está
comiendo sin pan. Mujeres reales, tocadas siempre con la maestría medardiana,
entre el misterio y un realismo lírico
bien diferenciado. Medardo Fraile no se parece a los amigos cuentistas de su
generación; a Ignacio Aldecoa, Carmen
Martín Gaite, Fernández Santos... Fraile
se parece a Fraile, y hasta da la
impresión de que a Fraile puede sorprenderle Fraile. El don prodigioso.
Con su alejamiento físico de España en el
año 64, la mirada del narrador se fija en algunas mujeres que no habían
estado antes en su ángulo de visión, sin
olvidar nunca a las que se le cruzaron en Madrid, Úbeda o Toledo. La diferencia
arranca en el "Prólogo o historia con una Miss", una delicia tan
inolvidable como la tos borrada en una grabación. Medardo lee un cuento y la
mujer le interrumpe porque el escritor ha tosido. Y él no protesta, aunque
piensa: Pero es el caso de que yo no aspiro, ni he aspirado nunca, a ser
infalible: yo quería mi tos. Pero Miss M. era olímpica... En esos puntos
suspensivos pudieran estar los pasos hacia mujeres con nieblas y algún
sombrero.
No sólo
la distancia y la niebla son las causantes de varios cambios en la
elección de personajes, ni en su tratamiento.
También la vida, con el paso y el poso del tiempo, va marcando el devenir de Fraile. Aparecen
algunos signos de destemplanza, y el
humor adquiere grados de acidez. La
ternura rebrota en la esquina de un cuento, aunque a veces se va de vacaciones.
De la chiquilla que fue reina de la oficina, a Mrs. Morton de "Mientras
cae la lluvia" hay más distancia que desde España a Inglaterra. A lo
mejor, como don Rosendo, de "Descubridor de nada", Medardo
ha salido a dar una vuelta por unos lugares que no son los suyos.
Pensó en ella; no dejaba de
"sentirla". Pensó en ella con lejanía y tristeza. Paula estaría ahora
en una casa que por fuera se parecía a otras muchas, como cualquier mujer en su
quehacer anónimo en este día gris, muerto. Paula, a cada instante se alejaba
como un tren querido y pequeño por un túnel. Un tren que parece jugar y
mirarnos mientras se aleja y que no volverá. Sus ojos intensos, claros, eran
los farolillos de cola, su presencia, cada vez más lejana, la última prueba de
que pasó.
Como
vemos alejarse en la narrativa de Fraile a la real hembra de
"Tregua", la que Iba por el paseo abajo. Medardo sigue su paso con mirada experta y
frase imborrable: Su cuerpo oscuro, cimbreño "se lo iba haciendo a la noche".
El penúltimo cuento, "La carta"
es la recreación de una atmósfera; la del desgaste de la convivencia y los
achaques de la edad. La pérdida de las gafas, el plátano a deshora, la visita
de la vecina, la carta empezada, el desembarco en Normandía por la televisión,
la carta sin terminar, el sopor... Pero ella está allí con su camisón de
flores, y él se duerme mirando las
flores.
De los ciento treinta cuentos que ha
escrito Medardo Fraile, y que ya están
felizmente juntos en "Escritura y verdad " de la editorial Páginas de
Espuma, sólo hay veinte o veinticinco en los que no aparece la
mujer. Esto resulta muy normal y lógico, porque la vida es cosa de hombres y
mujeres, y si hago esta aclaración es para que se comprenda que yo no voy a hablar de las ciento y pico
mujeres que pueblan sus cuentos. Me voy a detener en algunas; y tendré que silenciar a otras que también son
significativas en la obra de Fraile. Vienen aquí, de su mano, y yo he querido
que se oyera la voz y la respiración del autor.
Micaela ( De "El retrato")
Todos los años, en el aniversario de la
muerte del señorito, Micaela asiste a la misa que se dice en su memoria.
Micaela es la fidelidad al recuerdo, la persistencia representada en esa
fotografía del señorito, que está allí, en el rectángulo de una pared. Es de
esas mujeres que vienen de frente. De raza.
El narrador la sigue mientras Micaela madruga para ir a la misa y se
arregla con los pequeños ruidos de una mujer discreta, acostumbrada a pensar en
los demás.
Micaela se incorporó en la cama y
encendió la luz. La casa estaba en silencio: en el despertador eran las siete.
Apagó la luz y se levantó. Damián dormía. Detrás de la puerta, Micaela comenzó
a vestirse. Se oía su respiración, a veces entrecortada, mezclada con pequeños
ruidos que producían los botones, el roce, las uñas. Eran sonidos flotando en
un silencio recatado, oculto; un silencio blando, tentador, como la carne
honrada de la mujer que iba vistiéndose. Cuando ella andaba o se vestía, era
una mujer la que se vestía o andaba.
Medardo nos adentra en la naturalidad y en los
sentimientos de Micaela. Y se queda en
la habitación para captar en la oscuridad los roces y los sones femeninos. Botones, uñas, telas. Le dedica un comentario que vale por
un certificado de calidad: Cuando ella andaba o se vestía, era una mujer la que
se vestía o andaba. También a Luisa, la
hija, en el fondo, le gustaría ser tan natural como ella. Luisa es menos honda,
más desarraigada, y está más preparada. Ella es la que consigue que, al cabo de los años, ya no quede ni
sombra del señorito en las paredes de aquella casa. Pero Fraile nos lleva al
encuentro de su rastro en la memoria de Micaela, "cada día más oscura y
titubeante, más débil y apagada."
Es la fidelidad, que anda entre las páginas de "El retrato"
aromando el alma y el cuerpo de Micaela como un puñado de romero, el agua de
colonia o unas hojas de albahaca.
Carmencita ( De
"Mecanógrafa o Reina" )
A mí lo que me gustaba de Carmencita era
cuando aparecía en una puerta, miraba, decía "Hola" y se volvía sin
entrar, como si algo se le hubiera olvidado o hubiera ido a mirar Dios sabe
qué. Entonces, sí. Entonces era para comérsela, porque ella tenía su mundo: un
mundo muy personal.
Lo que cuenta Medardo Fraile de
Carmencita es mucho más sugerente que
hablar de sus ojos, de sus labios o de sus piernas. Más gráfico también.
Llega, se asoma y se va. Tres tiempos en los que el encanto de la muchacha está
presente y en movimiento. Fraile deja suelta la imaginación del lector. No es
un retrato impresionista, desde luego.
La verdad es que, en tres años que
estuvo, hizo de la oficina una pecera, en la que nosotros, los peces grises,
admirábamos con orgullo a aquel pez de colores que se dignaba estar ocho horas como todos y ganar un sueldo como los demás. Era un
bonito pez, de carne jugosa, larga y de limpio color, al que, descuartizado, se
hubiera vendido a buen precio, pero con pena.
La voz narradora es la de uno de los
compañeros de la oficina. A veces utiliza el plural para seguir la peripecia de
aquella chiquilla que estimuló la imaginación de todos. También él es un
"súbdito" que aspiró a más, pero con los pies en la tierra, y supo admirarla
con altruismo y alegría. Y convierte a la oficina en una pecera y a Carmencita en un pez de colores que se
cruza con los peces grises, que son todos los demás. Jugosa y larga es la carne
de la muchacha; lo que equivale en este
retrato a deseable y escurridiza.
...Como compañeros, dentro o fuera del
trabajo, lo que quisiéramos, pero nada más. A lo mejor estabas en el cine, por
ejemplo, y se te ponía en la cabeza que la chiquilla era para ti. Ella entonces se te quedaba mirando de tal
forma que tú sabías que estabas haciendo el indio, y ese momento de duda era el
que aprovechaba ella para decirte:
— No lo estropees, hombre. Eres un
compañero y nada más, y por eso he venido al cine contigo. Es una tontería.
Estáte quieto.
Flora y Martita ( De "Un juego
de niñas" )
Vivían solas, inundadas por la luz
beatífica de la soltería, a veces suspirante, a veces rara. Tenían ahorrillos, acciones en Explosivos y
en la Tabacalera,
valores en papel de Estado, rentillas de parcelas y pequeñas casas. Comían
frugalmente, demostraban primor con las cintas, los hilos y las telas; eran
blancas de piel, cepilladoras, y usaban en su limpieza clara, agua, jabón,
colonia y polvos, y alcohol de romero, algunas veces.
Su único capricho era tener luz, un poco
más cada día. Luz para que el pelo brillara, para que fulgurasen los ojos como
a los veinte años, para hacer jerséis y vendérselos a los marineros o
regalárselas a los niños, para leer los titulares de los periódicos, para ver en
las revistas fotografías del Santo Padre, para apreciar sin error las abejas y los patos en los cuadernillos de
punto de cruz.
A Flora y a Martita no sólo les ilumina
la luz artificial. Ya lo dice Medardo cuando escribe sobre la luz beatífica de
la soltería, que es en este caso la luz
de la inocencia abarcadora y encendida.
Las dos hermanas andan por el cuento a pasitos cortos y brillantes. El
escritor apenas las separa, como si
estuvieran unidas por el mismo resplandor. Flora y Martita o Martita y Flora
son el bloque de la fraternidad. No dieron a luz hijos propios, pero fueron
añadiendo tintilanes a la araña del salón, hasta hacer de la luz su única ilusión.
Hace muchos años, Martita tuvo un novio, y lo dejó porque ella no quiso entrar en un portal
oscuro, por el que había que pasar, al parecer, para tomar café y galletas con
una tía del novio que se había empeñado en conocer a Martita. Y el portal oscuro en un cuento tan luminoso,
resulta un motivo claro para dejar un noviazgo.
Medardo Fraile focaliza su atención en el
brillo de ojos, pelo, adornos, agujas de hacer punto, hebillas, pasadores de
pelo, gargantillas de raso ..., que
acompañan la peripecia vital de estas mujeres, y nos las deja brillando en la
memoria, lo mismo que ocurrió a su muerte:
A Martita, cuando la enterraron, le
duró más que a Flora su luz: veintidós días más. Y salía de ella luz rosa,
amarilla o verde, como si a última hora fuese el cuerpo dormido de Martita una
graciosa fuente de ilusionismo.
Rosita (De "La cajera"
)
Cuando entró a trabajar en el bar, era
moza talluda. Había correteado por el barrio hasta ponérsele las ancas
solteronas y agrias, quiero decir dormideras, y algo fondonas. Tuvo su novio
allí, en el barrio, y también en el barrio sus lágrimas y su pintura corrida. Y
cuando acabó todo, y eso de "mira chica, vamos a dejarlo" se oyó por
última vez, ella, para hacer más llevadero el tiempo y olvidar, se colocó en
Argüelles, en un bar, y esto la obligaba a un largo desplazamiento diario en
tranvía o en metro, es decir, que se dio a los viajes.
En
este párrafo hay cuatro adjetivos que
resultan investigadores muy perspicaces y de mano larga: Ancas solteronas y agrias, quiero
decir dormideras, y algo fondonas. Lo de ancas solteronas y agrias me
parece un logro, lo de algo fondonas acompaña bien, aunque sorprende menos,
pero la aclaración de quiero decir, dormideras, penetra en la realidad de una
carne pasada de rosca y forma un solo cuerpo con Rosita, que ya no podrá dejar
de tener las ancas dormideras. Memorable. Lo mismo que si un adjetivo hubiera
hecho un máster en Recursos Humanos.
Y continúa Medardo ilustrando el perfil
de la cajera.
Los
primeros días, los ojos de Rosita, grandes, oscuros, desorbitados, giraban y se
movían por encima de la caja con la pretensión de resultar alegres y
atractivos.
Rosita
sale con su propia soledad. Nadie la espera al terminar su larga jornada de
trabajo. Por allí hacen guardia los árboles, testigos de tanta escasez, y pasa el último tranvía,
expresión real y también sugerente, porque Rosita no era como Isabel, no tenía
suerte. Tampoco era como Ketty, a la que de noche buscaba don Ángel al filo de
la una. Don Ángel, que no era su novio, porque los novios no tienen don.
[...]
Hasta que un día la caja registradora atrajo los ojos de don Andrés Llorente,
rentista y caballero, tosedor y jaque, mayor de edad, demasiado tal vez.
¿Qué
ocurre en el corazón de Rosita? El narrador no quiere que dure demasiado su
esperanza, y al hombre mayor se lo lleva una ola de frío. Fraile lo comenta con
ese humor, hermano de Jardiel o de
Mihura, que ya asomó al comienzo del cuento (cuando dice que Rosita se dio a
los viajes):
Y don Andrés se fue. Como se fueron
cuatro vacas en Lugo, una vieja en
Ávila, un camión de harina en Soria, un guarda de noche en La Felguera... [...]
Se
va don Andrés y se queda Rosita frente a la caja registradora.
La mujer de "Ojos inquietos"
Es
una mujer innominada, lo que me parece bien, porque podría retratar la
insatisfacción sin nombre propio. Ella se está bañando mientras su marido se
queda mediodormido en la mecedora.
—¿Qué
te parece? ¿Cenamos? —dijo ella con el
pelo recogido arriba, recostando en el marco de la puerta el frescor de su
cuerpo en una bata marcadora, dócil.
—Como a ti te parezca —contestó él con dificultad sobre un largo
bostezo.
Fraile
prepara el ambiente con arte y sabiduría
escénica.. Tres bostezos escalonados rubrican la indiferencia. Hace coincidir
uno de ellos con la aparición de la
mujer en el marco de la puerta. El hombre está lejos de aquel cuerpo y de su frescor. Y ella sonríe con algo de coquetería a la voz
varonil que le traen las ondas de la radio (Lo que también revela penuria
sentimental). Después de cenar se van a ir al cine, así que ella recoge en la cocina y se dirige al tocador y
luego al cuarto. Él vuelve a la mecedora y abre el periódico.
Bajo las ondas de la música se ahogaban
ahora los ruidillos de broches, los roces sedosos en las telas, el leve choque
de una uña con un botón chico, el secreto siseo carnal de una mano acostumbrada
ajustando una media. Se oyó un taconeo. Reposado, seco, como los cascos de una
yegua enjaezada, tensa. Apareció ella en la puerta del comedor.
—¿Vamos?
Él se levantó pasándose la mano por
pelo, se llegó al lavabo, se peinó en seco y se puso la americana. Por la
escalera abajo se oía el pisar de ella, su braceo de jaca a medio domar,
nervioso, grávido. El taconeo de ella. Él bajaba detrás."
Hay dos alusiones indirectas a que
el hombre de "Ojos inquietos"
no anda sobrado en el cuerpo a cuerpo: "Su braceo de jaca a medio domar" y "como
los cascos de una yegua enjaezada, tensa".
Antes de entrar en el cine, cuando están
sentados en un café, ella le habla sin
mirarle. Sobreviven. Era como si
hablara a un bulto mediano con facultad de oír, a un obstáculo para sus ojos
que unas veces tenía a la izquierda y otras a la derecha y que le impedía
siempre material o moralmente llegar más lejos, ver otras cosas.
El cuento, tal como lo plantea Fraile,
ocurre en unas horas. Me parece una
medida de tiempo perfecta. Todo lo que no se dice de esos años de convivencia,
alimenta misteriosamente el desasosiego
y la inquietud. Y la inquietud continúa.
La
mujer de "La mariposa"
Ella, ¿cómo era? Diariamente se lo
preguntaba a sí mismo. Muy delgada, pálida, presta a devanarse, a debilitarse
casi, en una serie deshilvanada a veces, de pensamientos. Inquieta, sujeta en
ocasiones a un terror momentáneo, que la sacudía y cruzaba[...]
Aquel día había sido más alegre de lo
habitual, como si esas cosas no le ocurrieran a ella; así que cuando una
mariposa de luz entra en la casa, él la mata, antes de que ella busque mensajes
paranormales en el vuelo del insecto.
Temía que ella entrara. Podría ver
ese animalillo de alpaca que rubricaba sentencias en el aire de la habitación,
que llegaba resuelto a trascender sus vidas, tranquilas hoy, normales,
milagrosamente.
Aquí la voz del hombre hace de la normalidad
un lujo, y cobra un significado de inalcanzable la paz conyugal, la armonía, la
tranquilidad. Él mata la mariposa de lo esotérico para que no se pierda ese
día. Quiere encontrarse durante unas horas, por lo menos, con una mujer más
equilibrada y terrenal.
[...] Ella ponía la mesa. Ensimismada,
tranquila. Se acercó él despacio y le rozó el cuello con un beso por haberle
hurtado, matado, la mariposa.
Mujeres con
abrigo
(A modo
de confesión)
Iba yo releyendo los cuentos de Medardo
Fraile y, como quien no quiere la cosa,
me crucé con varias mujeres que
visten abrigo. Son sólo cuatro o cinco, pero tuve la idea de no dejarlas
escapar. Algo de culpa tiene Ángel
Zapata en esa decisión, aunque parezca raro. Verán: Confieso que al leer "La ternura del
nómada", su impresionante prólogo a los cuentos de Fraile, pasé de la
admiración más absoluta a la más rendida admiración (no es una errata; es que no salí de la
admiración). Zapata camina como quiere por las bifurcaciones de la
"disidencia" y el conocimiento
crítico. Sentí envidia malsana de que se le hubieran ocurrido tantas cosas
y las dijera tan bien. Algunas las sabía
yo, pero ya nunca podría decirlas sin que
mi conciencia me acusara de beber con fruición en las fuentes. Y no
valía recurrir a la intertextualidad... Nada,
pero nada tan envidiable como haber dicho lo de que " "Medardo
es un
cuentista que instala bancos con acacias en la acera del cuento" (
y como para que te confíes, porque no es verdad del todo...) Así que ustedes
comprenderán por qué yo no quise
desaprovechar lo de las mujeres con abrigo. Era un camino propio, desde
luego...
Y en esas estoy.
La mujer de "Las
equivocaciones" aparece al final del cuento. Va caminando por la Plaza de Canalejas. Por allí
anda Lorenzo "dejándose querer por el sol de las doce".
A
su lado se movía despacio una muchacha pálida, realmente bonita. Con las manos
en los bolsillos del abrigo y la espalda levemente arqueada, arrebujada con
gracia felina, guardando su frío blanco y delicado, a pesar del sol.
El lector siente deseos de abrigar, de
prestar calor al desamparo de una mujer que se presenta así, encogida en su frío blanco y delicado, a pesar del sol
En "No sé lo que tú piensas "
el abrigo adquiere rango de protagonista. Es el obstáculo que impide ver el atractivo de la muchacha.
En algunas clases teníamos sitios fijos.
La lista del profesor era como el destino que nos juntaba, día tras día, con la
misma persona. La muchacha que solía caer a mi derecha era alta, de pelo
castaño. Iba con un abrigo de color ceniza, abrochado hasta el último botón:
una escoba con faldas. Se pasaba la mañana muerta de frío, sonreía con frío y
no tenía habilidad ninguna para hacer
preguntas. A veces preguntaba algo, pero nunca lograba uno enterarse de lo que
quería saber.
Y Fraile anuncia magistralmente la
primavera, sin la caricia del aire, sin la revolución de la sangre, en ese
cambio de la mujer que el estudiante tiene a su lado durante todo el curso, tan
dormida en sus sentidos como si anduviera en estado de hibernación. Qué bien,
qué contundente es el color ceniza del abrigo y el mismo color ceniza de los
tallos de los rosales, durante todo el invierno, antes de que les brotaran las
flores.
Cuando vino el buen tiempo, las
"girls" universitarias sacaron una cuerda larga, como la serpiente
del paraíso, y se pusieron a saltar en el jardín. . Una mañana bajé con ellas,
y mis pensamientos invernales cedieron mucho en su rigidez.. En el parterre, el
primer rosal que se veía tenía un par de rosas de aúpa. Y Obdulia se había
quitado su funda gris, su abrigo de color ceniza, y no era precisamente uno de
aquellos rosales del invierno. Más bien tenía semejanzas con el primaveral, el
de las dos rosas. Estaba radiante, muy atractiva, como si esperase a unos
productores de cine. ¡Era para llenarse de extrañeza!
Yo creo que no se puede decir mejor.
En "Ida y vuelta" el narrador
se pone claramente del lado de la muchacha del abrigo rojo, la que acompaña en
el autobús al niño Kelele de casa al colegio y del colegio a casa.
Ella va con las medias muy tirantes,
con su abrigo rojo —campeón de domingos, carreteras y plazas— con el libro
entre las manos un poco regordetas, coloradas, aún con el recuerdo tieso del
agua de la pila. La chacha estudia. Durante todo el trayecto.
Es la gente de los pueblos que viene a
servir a la ciudad. Las muchachitas que cuidan de los niños ajenos. Y ese color
rojo del abrigo y el nombre del niño
están en el cuento como dos divisas. Marcan expresivamente la zona de la
escasez y el territorio del confort. Un rojo gritón y resistente de quien sólo
tiene un abrigo, y además rojo, por lo que es muy difícil perderlo de vista. El
mundo de "los señores" es
Kelele, alguien a quien los padres tienen el capricho de llamar así.
El nombrecito subraya y satiriza la diferencia excesiva entre él y la muchacha
del abrigo rojo, que puede llamarse Vicenta o Remedios. Sin embargo, la chacha
estudia. Durante todo el trayecto. Va
leyendo los libros de Kelele. Y Kelele hace el vago. La muchacha del abrigo
rojo merecería una oportunidad.
En "Doctor Zhivago" se
encuentra la mirada elocuente y cariñosa de un hombre que reconoce a un antiguo
amor en la cola de un cine madrileño. Aquella
vecinita que encandiló al protagonista cuando los dos eran muy
jóvenes. Medardo Fraile también viste con abrigo a la mujer que espera.
Era de mi estatura o algo menos y a mí,
que odio los perfumes, me llegaba de su abrigo sencillo y largo, una fragancia
leve y acogedora, cálida que, más que de un frasco, parecía emanar de ella
misma e invitaba a entornar los ojos y a desearla o soñar. Con las piernas,
alternaba esas posturas de garza, tan de mujer que espera, y su pañuelo al
cuello, elegante, no era llamativo ni exteriorizaba pretensión alguna.
Mujeres
agrupadas en foto de familia
¿Y qué hago yo ahora con todas esas
mujeres que andan reclamando un hueco en estas páginas... ? Pues, no sé; tal vez podría agruparlas en una
foto de familia. Pondré en primera
fila a la joven madre de
"Perdónanos, Hermy", que viajaba con su niñita en un tranvía. Llevaba sandalias y los pies de Diana
cazadora no serían mejores. Ni lo que prometían las rodillas. Colocaré a su
lado a Juana, la mujer muerta de
"El rescate", la que pasa su primera noche bajo tierra. Juana, hija, acostúmbrate a no estar conmigo,
primero un ratito; luego, otro; así, un poco más, un poco más.... ¿Y la novia
de "El álbum...? ¿No le parecerá extraño que no le haya dedicado más espacio? A ella, que ya es un referente
tan destacado en la obra de Fraile... ¿Dónde situaré a Merche, la mujer que
está en la playa sin oír el mensaje estruendoso de "El mar"? Ya sé;
al lado de la de "Zarabanda", esa que escucha asombradísima los
gritos y suspiros de la pasión, que llegan a través del tabique. Y, de pronto,
me acuerdo de la mujer de "Primeros pasos", y también la coloco en la
foto de familia (que para eso está en el cuento que me ha dedicado Fraile), y
además me parece que tienen gracia las palabras que esa mujer le dirige a un
escritor en una caseta de la
Feria del Libro:
—Conque
me siento allí mismito[...] empiezo a leerlo como el que no quiere la cosa y,
quieras que no, vamos, le digo a usted , así, sin enterarme, o sea, encantada,
llego hasta el final y me digo...
Lo que yo me digo al llegar al final, es
que las mujeres que he elegido y las que no caben en estas
páginas, todas las mujeres de tus cuentos, Medardo, siguen tan vivas como cuando
tú las creaste.
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