Vistas de página en total

lunes, 16 de octubre de 2017

Desayuno con diamantes, 120



 CINCUENTENARIO DE LA CIUDAD Y LOS PERROS



      
       Las vicisitudes que corre un libro hasta que llega a los escaparates de una librería, son dignas de otra crónica, sobre todo si el texto en cuestión debe sortear antes la censura como ocurría en la España de 1962, cuando la novela, La ciudad y los perros, que finalmente obtuvo, en Barcelona, el Premio Biblioteca Breve por unanimidad. José Miguel Oviedo, según podemos leer en su magnífico ensayo, Mario Vargas Llosa: la invención de la realidad (1970), ya había propuesto el original de un desconocido Mario Vargas Llosa a un editor argentino, quien no le concedió importancia alguna. Así que, el texto, circuló por la editorial barcelonesa, dirigida entonces por Carlos Barral, durante meses quizá olvidado por un informe negativo redactado por un afamado novelista de época, Luis Goytisolo. Fue el propio Barral quien salvó el original tras verse en París con el joven autor de una novela que originariamente se llamaba La morada del héroe, y que convencido por el editor, tras una prolongada deliberación, envío con ciertas reticencias al Premio Biblioteca con el título de Los impostores que, como sabemos, el jurado premió por unanimidad y aparecería en octubre de 1963. Poco después, optaría al Prix Formentor, por entonces de un gran y verdadero prestigio literario que no consiguió, derrotado por Le long voyage, de Jorge Semprún, con polémica, subterfugios y acciones poco limpias que otorgaron el premio a un libro respetable aunque el procedimiento para su obtención, según Carlos Barral, resultó infantil y mafioso. Sin embargo, La ciudad y los perros, fue inmediatamente aplaudida por la crítica y tras la sospechosa derrota del Formentor, recibió el Premio de la Crítica Española un año después, un galardón libre de toda sospecha a lo largo de muchos años y, desde luego, jerarquizador de los verdaderos prestigios literarios de la literatura española contemporánea que se prolongan hasta nuestros días. Pronto el nombre de Mario Vargas Llosa y la lectura de La ciudad y los perros, se convirtió en un hecho literario digno de atención y estudio; primero por la juventud del escritor que, prácticamente, salía de la nada y, segundo, porque la crítica especializada se atrevió con interpretaciones que convirtieron la novela en obligada lectura, no solo en el ámbito español sino en otras lenguas traducida a lo largo de los años y, además, muy bien recibida siempre por el público.

Historia de una novela     
       “En los años que viví con mi padre, hasta que entré al Leoncio Prado, en 1950, se desvaneció la inocencia, la visión candorosa del mundo que mi madre, mis abuelos y mis tíos me habían inculcado” —escribía Vargas Llosa en uno de los capítulos de El pez en el agua. Memorias (1993), y aun añade—, “ en esos tres años descubrí la crueldad, el miedo, el rencor, dimensión tortuosa y violenta que está siempre, a veces más y a veces menos, contrapesando el lado generoso y bienhechor de todo destino humano”.  Antes de sumergirse en la redacción de su primera novela, había conseguido el segundo premio de un Concurso de Teatro Escolar y Radioteatro Infantil del Ministerio de Educación Pública por su obra La huida del inca, en 1952; el premio de la Revue Française por su relato “El desafío”, en 1957, y el Premio Alas por su colección de cuentos Los jefes, en 1959. La edición, según José Miguel Oviedo, fue modesta y de una tirada corta, lo que explicó su limitada difusión en España; y en Perú, apenas si llegó a las manos de algunos escasos amigos. Algunos de estos textos habían sido publicados por un jovencísimo Vargas Llosa en el suplemento “El Dominical” de El Comercio, donde había colaborado con artículos que eran una especie de fichas bibliográficas, con apuntes críticos sobre narradores peruanos activos de la época. Se trataría de la prehistoria y etapa formativa de un escritor que mostraría un avance notable en la configuración narrativa de su novela, La ciudad y los perros, porque José María Valverde afirmó por entonces que era un escritor, “capaz de incorporar todas las experiencias de la novela de “vanguardia” a un sentido “clásico” del relato: “clásico”, en los dos puntos básicos del arte de novelar: Que hay que contar una experiencia profunda que nos emocione al vivirla imaginativamente; y que hay que contarla con arte, (…) con habilidad para arrastrar encandilado al lector hasta el desenlace…”. Este texto de Valverde aparecía en un cuadernillo de color anaranjado y encartado al comienzo del volumen, como señala Oviedo, que desaparecería en las siguientes ediciones. Podía apreciarse, además, una foto del patio del Colegio Militar Leoncio Prado con la estatua del héroe, datos informativos sobre la obra y un plano para orientar al lector sobre los lugares en los que ocurre la acción. La estrategia editorial consistía en caracterizar al joven novelista, y así ablandar a los censores, apoyándose en la autoridad de un crítico de renombre y convencerlos de la importancia de una novela que, pese a que resultaba un material peligroso y subversivo, incluso contenía una feroz crítica al militarismo, encerraba escenas de violencia sexual y muchas crudezas verbales, inaceptables para los celosos defensores del orden y de las buenas costumbres del régimen franquista, soslayó a la censura que solo suprimió cuatro o cinco palabrotas y blasfemias del total del original, y dejó el resto sin problema.


       La novela circuló con tres nombres diferentes que ninguno gustaba a Vargas Llosa, aunque había sido remitida a Barcelona con La morada del héroe, alusión a Leoncio Prado, jefe militar fusilado por las tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico de 1879, colegio que designaba donde se desarrolla buena parte del relato; en otro momento, se llamó Los impostores, que provenía del epígrafe sartriano que encabeza la novela, y por la atmósfera de la misma, el autor consideraba que, en realidad, debería llamarse Los jefes pero no podía usarlo porque hubiera sido repetir el título de su primer libro. José Miguel Oviedo apunta en la edición del cincuentenario de la obra, editada por la Real Academia Española y la Asociación de Academias (2012) que, en realidad, el título definitivo se justifica por una pequeña historia personal: cuando volvieron a verse en la redacción de El Comercio, Oviedo llevaba anotados tres títulos de los que hoy solo recuerda dos: La ciudad y la niebla, que aludía al cielo casi permanentemente encapotado de Lima; y La ciudad y los perros, bautizado así porque cuando Vargas Llosa lo escuchó, afirmó: ¡Ese es!
       El argumento de la novela, afirma José Miguel Oviedo, es nítido y ha sido resumida en numerosas ocasiones por la crítica. Se apoya en un esquema que sigue el modelo de novela policíaca: hay un grave acto delictivo que viola las normas del colegio, el robo de las preguntas de un examen; un castigo impuesto, se suprimen las salidas de fines de semana; una delación, la del Esclavo; la muerte violenta del soplón; una acusación y un desenlace poco ortodoxo: las autoridades militares desechan la acusación para evitar el escándalo y que todo vuelva a la normalidad dentro y fuera de la institución. Pero Oviedo señala que “la historia va más allá de los lineamientos de ese esquema porque hace un vasto examen crítico de la concreta realidad peruana, que incluye el colegio, la jerarquía militar, la desigualdad de las clases sociales y económicas, las divisiones raciales o los prejuicios sexuales”.

Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros; edición conmemorativa del cincuentenario; Madrid, Real Academia Española /Alfaguara, 2012; 608 págs.

No hay comentarios:

Publicar un comentario