CINCUENTENARIO DE LA
CIUDAD Y LOS PERROS
Las vicisitudes que corre un libro hasta
que llega a los escaparates de una librería, son dignas de otra crónica, sobre
todo si el texto en cuestión debe sortear antes la censura como ocurría en la España de 1962, cuando la
novela, La ciudad y los perros, que
finalmente obtuvo, en Barcelona, el Premio Biblioteca Breve por unanimidad.
José Miguel Oviedo, según podemos leer en su magnífico ensayo, Mario Vargas Llosa: la invención de la realidad (1970), ya había propuesto el original
de un desconocido Mario Vargas Llosa a un editor argentino, quien no le
concedió importancia alguna. Así que, el texto, circuló por la editorial
barcelonesa, dirigida entonces por Carlos Barral, durante meses quizá olvidado
por un informe negativo redactado por un afamado novelista de época, Luis
Goytisolo. Fue el propio Barral quien salvó el original tras verse en París con
el joven autor de una novela que originariamente se llamaba La morada del héroe, y que convencido
por el editor, tras una prolongada deliberación, envío con ciertas reticencias
al Premio Biblioteca con el título de Los
impostores que, como sabemos, el jurado premió por unanimidad y aparecería
en octubre de 1963. Poco después, optaría al Prix Formentor, por entonces de un
gran y verdadero prestigio literario que no consiguió, derrotado por Le long voyage, de Jorge Semprún, con
polémica, subterfugios y acciones poco limpias que otorgaron el premio a un
libro respetable aunque el procedimiento para su obtención, según Carlos
Barral, resultó infantil y mafioso. Sin embargo, La ciudad y los perros, fue inmediatamente aplaudida por la crítica
y tras la sospechosa derrota del Formentor, recibió el Premio de la Crítica Española
un año después, un galardón libre de toda sospecha a lo largo de muchos años y,
desde luego, jerarquizador de los verdaderos prestigios literarios de la
literatura española contemporánea que se prolongan hasta nuestros días. Pronto
el nombre de Mario Vargas Llosa y la lectura de La ciudad y los perros, se convirtió en un hecho literario digno de
atención y estudio; primero por la juventud del escritor que, prácticamente,
salía de la nada y, segundo, porque la crítica especializada se atrevió con
interpretaciones que convirtieron la novela en obligada lectura, no solo en el
ámbito español sino en otras lenguas traducida a lo largo de los años y,
además, muy bien recibida siempre por el público.
Historia de una
novela
“En los años que viví con mi padre, hasta
que entré al Leoncio Prado, en 1950, se desvaneció la inocencia, la visión
candorosa del mundo que mi madre, mis abuelos y mis tíos me habían inculcado”
—escribía Vargas Llosa en uno de los capítulos de El pez en el agua. Memorias (1993), y aun añade—, “ en esos tres
años descubrí la crueldad, el miedo, el rencor, dimensión tortuosa y violenta
que está siempre, a veces más y a veces menos, contrapesando el lado generoso y
bienhechor de todo destino humano”.
Antes de sumergirse en la redacción de su primera novela, había
conseguido el segundo premio de un Concurso de Teatro Escolar y Radioteatro
Infantil del Ministerio de Educación Pública por su obra La huida del inca, en 1952; el premio de la Revue Française por su
relato “El desafío”, en 1957, y el Premio Alas por su colección de cuentos Los jefes, en 1959. La edición, según
José Miguel Oviedo, fue modesta y de una tirada corta, lo que explicó su
limitada difusión en España; y en Perú, apenas si llegó a las manos de algunos
escasos amigos. Algunos de estos textos habían sido publicados por un
jovencísimo Vargas Llosa en el suplemento “El Dominical” de El Comercio, donde había colaborado con
artículos que eran una especie de fichas bibliográficas, con apuntes críticos
sobre narradores peruanos activos de la época. Se trataría de la prehistoria y
etapa formativa de un escritor que mostraría un avance notable en la
configuración narrativa de su novela, La
ciudad y los perros, porque José María Valverde afirmó por entonces que era
un escritor, “capaz de incorporar todas las experiencias de la novela de
“vanguardia” a un sentido “clásico” del relato: “clásico”, en los dos puntos
básicos del arte de novelar: Que hay que contar una experiencia profunda que
nos emocione al vivirla imaginativamente; y que hay que contarla con arte, (…)
con habilidad para arrastrar encandilado al lector hasta el desenlace…”. Este
texto de Valverde aparecía en un cuadernillo de color anaranjado y encartado al
comienzo del volumen, como señala Oviedo, que desaparecería en las siguientes ediciones.
Podía apreciarse, además, una foto del patio del Colegio Militar Leoncio Prado
con la estatua del héroe, datos informativos sobre la obra y un plano para
orientar al lector sobre los lugares en los que ocurre la acción. La estrategia
editorial consistía en caracterizar al joven novelista, y así ablandar a los
censores, apoyándose en la autoridad de un crítico de renombre y convencerlos
de la importancia de una novela que, pese a que resultaba un material peligroso
y subversivo, incluso contenía una feroz crítica al militarismo, encerraba
escenas de violencia sexual y muchas crudezas verbales, inaceptables para los
celosos defensores del orden y de las buenas costumbres del régimen franquista,
soslayó a la censura que solo suprimió cuatro o cinco palabrotas y blasfemias
del total del original, y dejó el resto sin problema.
La novela circuló con tres nombres
diferentes que ninguno gustaba a Vargas Llosa, aunque había sido remitida a
Barcelona con La morada del héroe,
alusión a Leoncio Prado, jefe militar fusilado por las tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico de
1879, colegio que designaba donde se desarrolla buena parte del relato; en otro
momento, se llamó Los impostores, que
provenía del epígrafe sartriano que encabeza la novela, y por la atmósfera de
la misma, el autor consideraba que, en realidad, debería llamarse Los jefes pero no podía usarlo porque
hubiera sido repetir el título de su primer libro. José Miguel Oviedo apunta en
la edición del cincuentenario de la obra, editada por la Real Academia Española y la Asociación de Academias
(2012) que, en realidad, el título definitivo se justifica por una pequeña
historia personal: cuando volvieron a verse en la redacción de El Comercio, Oviedo llevaba anotados
tres títulos de los que hoy solo recuerda dos: La ciudad y la niebla, que aludía al cielo casi permanentemente
encapotado de Lima; y La ciudad y los
perros, bautizado así porque cuando Vargas Llosa lo escuchó, afirmó: ¡Ese
es!
El argumento de la novela, afirma José
Miguel Oviedo, es nítido y ha sido resumida en numerosas ocasiones por la
crítica. Se apoya en un esquema que sigue el modelo de novela policíaca: hay un
grave acto delictivo que viola las normas del colegio, el robo de las preguntas
de un examen; un castigo impuesto, se suprimen las salidas de fines de semana;
una delación, la del Esclavo; la muerte violenta del soplón; una acusación y un
desenlace poco ortodoxo: las autoridades militares desechan la acusación para
evitar el escándalo y que todo vuelva a la normalidad dentro y fuera de la
institución. Pero Oviedo señala que “la historia va más allá de los
lineamientos de ese esquema porque hace un vasto examen crítico de la concreta
realidad peruana, que incluye el colegio, la jerarquía militar, la desigualdad
de las clases sociales y económicas, las divisiones raciales o los prejuicios
sexuales”.
Mario Vargas
Llosa, La ciudad y los perros;
edición conmemorativa del cincuentenario; Madrid, Real Academia Española
/Alfaguara, 2012; 608 págs.
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