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domingo, 22 de octubre de 2017

Desayuno con diamantes, 121



PIONEROS DE LA BREVEDAD

       Cuentos norteamericanos del siglo XIX (2011), la nueva apuesta de Menoscuarto que intenta reconsiderar el canon literario, tanto con nombres conocidos, como otros menos difundidos entre lectores hispanos.

       A lo largo del siglo XIX y principios del XX, la definición esgrimida por Edgar Allan Poe sobre las características del relato han servido para que la crítica norteamericana, y sobre todo los escritores surgidos posteriormente, pensaran que «un cuento requiere unas reglas como si éste fuera el más volátil de los géneros». Tanto es así que el narrador norteamericano llegó a afirmar que «un cuento tiende a dejarse leer de una sentada» y, aun añadía, que «las características formales del relato (incluidos los personajes, la estructura narrativa o el tono) debían conservar una unidad y subordinarse a conseguir ese efecto preconcebido por el autor (...). Con ese cuidado y con esa habilidad se logra una imagen y un sentimiento de plena satisfacción». Años después, Richard Ford, extraordinario novelista, sostiene que en la actualidad la «historia del relato en Norteamérica se concibe más bien como la historia de una actitud que se manifiesta de distintas formas: inicialmente «siendo algo crucial acerca de la vida que puede ser imaginado y expresado mejor—más claramente, más provocadoramente, más bellamente—en los relatos más bien breves que en los que son un poco largos (...)». Insiste el narrador norteamericano contemporáneo en que, efectivamente, «no hay en la actualidad ninguna tendencia estable, lo que hace del género que se muestre vibrante y que el resultado de las historias que se cuentan resulten buenas».


              
Cuento norteamericano

       El inicio de la producción narrativa norteamericana tuvo lugar en el primer cuarto de siglo del XIX, cuando Thomas Jefferson, ese gran animador renacentista de espíritu libertador y padre de la independencia, convivía con Washington Irving, gran viajero y escritor singular que había reunido sus relatos en 1820, en un libro titulado The Sketch Book. Pero, sobre todo, había contribuido a introducir la importancia de la cultura europea en la incipiente literatura norteamericana. Desempeñó durante muchos años misiones diplomáticas en España y de esa época son algunos de sus libros Crónica de la conquista de Granada (1829) y Cuentos de la Alhambra (1832). Hoy está considerado como uno de las padres de la moderna novela breve en Estados Unidos. Desde los textos del propio Irving y Hawthorne, Meville o Twain hasta los de Anderson, Welty, Faulkner, O´Connor, Capote, McCullers, Peter Taylor o incluso la joven Lorrie Moore, la esencia misma del cuento, proporciona el ritmo extra que la vida durante todos estos años ha omitido con el paso del tiempo. Hace casi una década aparecía,  Antología del cuento norteamericano (Círculo de Lectores, 2002), que cubre, según señala Richard Ford en su introducción, unos 175 años de historia del género, y se antologan textos tan clásicos como los de Irving (1783-1859), Hawthorne (1804-1864) o el excéntrico Bret Harte (1836-1902, o los que representan a las más jóvenes promesas como Coraghessan Boyle (1948-), Kincaid (1949-) o la propia Moore (1957-). Eso sí, son importantes por su esencia narrativa, por sus cualidades, por sus contornos esmerados, por su brevedad y su capacidad de moderación contra esa idea esgrimida de decir más cuando es mejor contar menos, fundamentándonos en el hecho esgrimido en las últimas décadas de que nuestra vida puede ser minimizada. Para Ford, «estos relatos afirman que en medio del gran tumulto aparentemente indistinguible de la vida, se puede encontrar lo primordial». Sesenta y cinco relatos en total y cada uno de ellos ofrece la perspectiva de una extraordinaria visión de la vida en su concepto más universal. Desde el clasicismo de Irving, Hawthorne, Poe, Melville o Twain, el realismo de London y O´Henry hasta el mismo comienzo de siglo con Katherine Anne Porter, Dorothy Parker o Francis Scott Fiztgerald, un autor de la denominada «generación perdida» junto con Hemingway, seleccionado también. Bowles, Cheever, Malamud, muestran que lo cotidiano es cada vez más frecuente y se percibe cómo técnicamente el lenguaje ha experimentado una evolución hacia la realidad de la vida misma. Los sesenta están retratados por Vonnegut, Baldwin, Barthelme, Updike hasta los setenta y ochenta de cuyo espacio narrativo son indiscutibles protagonistas Roth, Carver, el propio Ford, Wolff, Beattie y Moore. Barthelme inició la denominada literatura minimalista que tan buenos frutos proporcionó a toda una generación de autores, Beattie, Wolff, Robinson, Carver, aunque es verdad que posteriormente los métodos minimalistas han sido acusados de ser una excusa o un disfraz para ironizar sobre la sociedad norteamericana. Sin embargo, esta corriente, que tiene mucho que ver con autores tan universales como Hemingway o Chejov, permite la construcción económica de escenas de gran viveza literaria y de una profundidad emocional sin demasiados adornos que sugieran o lleven a un detallado análisis. Hablamos de un especial énfasis en las tramas ligeras, el desarrollo elíptico de conflictos dramáticos y la recreación meticulosa y detallada de lenguajes lingüísticos locales que muestran el aspecto de toda una estética realista. Actitudes que llevan a sus autores al análisis formal de ese realismo que pretenden reproducir. Faltarían, por motivos ajenos al editor, autores de renombre indiscutible, Salinger y Carol Oates.


      
El cuento joven actual
              
       Juan Fernando Merino señala en el prólogo a Habrá una vez (Alfaguara, 2002) que, pese a lo que pueda pensarse, Estados Unidos, ofrece abundantes facilidades para los jóvenes narradores que una vez demuestran su valía consiguen becas en la numerosas universidades. En los departamentos se ofertan cursos y talleres de escritura, así como espacios donde publicar sus primeras obras. The New Yorker, Atlantic Monthly o Esquire se convierten en las plataformas de prestigio donde publicar, con la ventaja de ser revistas de gran tirada que se distribuyen por todo el territorio. Existe toda una red de excelentes bibliotecas públicas donde acuden a solicitar sus préstamos numerosos norteamericanos. Incluso, Merino, señala como PlayBoy, una revista de alto contenido erótico presta sus páginas a jóvenes promesas donde la única condición es que los textos sean de primera calidad. Dos autores de los seleccionados en esta antología han visto publicados sus cuentos en la prestigiosa revista: Brady Udall y Joshua Henkin. En esta antología del cuento joven no queda nada del sueño americano de décadas anteriores y los jóvenes escritores dejan traslucir en sus textos el amargo retrato de una sociedad que se descompone por momentos, lejos ya de ser los líderes de un imperialismo que ha visto sacudidos sus más entrañables símbolos, incluidas las Torres Gemelas tras el famoso 11 de septiembre. Es ésta una generación que se siente alejada de los mitos de Hollywood de los 40 y los 50, los famosos presidentes de los 60, de la posterior guerra fría y de la del Vietnam, y se encuentra más cercana a los sucesos del Golfo o de la reciente incursión en Afganistán. Pero es una generación sabia que hunde sus raíces en la tradición de sus clásicos y mira con lupa a escritores como Hemingway, Faulkner, los autores de novela negra, Hammet o Chandler, incluso los narradores más cercanos y que, de alguna manera, renovaron el concepto del cuento, Carver, Wolf y Ford. Los relatos de D´Ambrosio, Jen, Wald, Udall, Thon, Piazza, recrean su propia sociedad de los ochenta, con sus aciertos y sus miserias, el escándalo del presidente Clinton, la incomunicación entre padres e hijos, los divorcios, las matanzas escolares, la violencia callejera que salpica a una sociedad acostumbrada a la angustia, la ansiedad y la indefensión. Muchos de los protagonistas son jóvenes inconformes con su forma de vida, y la antología plantea el grito común de una juventud que ha perdido sus valores más elementales, incluida una moralidad que les lleva a replantear su sistema de vida. La sociedad capitalista corrompe el sistema de vida, el dinero salpica a la vida política, el egoísmo y la falta de solidaridad, se convierten en el fin de todos los sueños. Habrá una vez que reúne veinticinco relatos cortos, escritos a lo largo de la década de los noventa, complementa, de alguna manera, la anterior antología y muestra el multiculturalismo imperante en el país, y una mayor perspectiva de la mujer de tanta raigambre y buena literatura, si volviéramos la vista a los siglos anteriores, tanto al XX como el XIX de profunda raigambre feminista en ambos, con aporataciones indiscutibles como podemos apreciar en estas antologías.  


Cuento norteamericano del XIX

       Santiago Rodríguez Guerero-Strachan propone en, Pioneros. Cuentos norteamericanos del siglo XIX (Menoscuarto, 2011), un amplio repaso por, los orígenes del cuento y una nueva exploración de territorios que empezarían, como cabría suponer, con los clásicos Poe y Hawthorne, que de alguna manera abrieron la explotación de nuevos territorios, tanto en el ámbito geográfico como en el literario. Sin una tradición donde volver la vista y de donde inspirarse, Europa seguía siendo para la joven literatura norteamericana su referente cultural, aunque Ralph Waldo Emerson ya exhortaba a sus compatriotas a alejarse de los modelos británicos, sin que este hecho supusiera una independencia total de los temas y las estructuras literarias imperantes en la época. Tanto es así que James F. Cooper siguió en sus inicios los modelos de Walter Scott y Jane Austen, y Washington Irving explotó su costumbrismo británico hasta que no consiguió una voz propia, como puede verse ya reflejado en los títulos, «Rip van Winkle», que se reproduce en la presente antología, y sobre todo, «La leyenda de Sleepy Hollow», agudas reflexiones sobre la identidad estadounidense durante la Guerra de la Independencia, y modelos de cuentos modernos. Sin embargo, Poe, como señala Santiago Rodríguez, fue quien emprendería la renovación de la literatura norteamericana, conocedor del mundo británico, e incluso el universal, supo ver en la tradición su fuente de inspiración: leyendas, alegorías, fábulas, cuentos de hadas, cuadros de costumbres, como el germen del nuevo cuento que él mismo puso de moda, y cuya estructura se basaba en el uso del narrador y la distancia narrativa. Su contemporáneo, Nathaniel Hawthorne fue, sin embargo, un escritor obsesionado por el puritanismo y la maldad humana. Aunque se alejó de mostrar una modernización del género cuento, consiguió nacionalizar los argumentos que esgrimía en sus textos utilizándolos como alegorías que más tarde supo aprovechar otro clásico, Herman Melville para su literatura. Experimentará las formas y el punto de vista del narrador, como bien puede verse en «Bartleby, el escribiente», o «Benito Cereno». En esta antología se publica, «La mesa de manzano», de 1856.
       La Guerra Civil norteamericana provoca que las cosas cambien: la abolición de la esclavitud, o la progresiva industrialización y la conquista de nuevos territorios modificará la sociedad y el paisaje salvaje de los modernos Estados Unidos. La pérdida de la vida tradicional sureña, la guerra como tema, los viajes a la vieja Europa con el conocimiento y la lectura de escritores franceses, españoles, rusos, favorecerán nuevas perspectivas sobre el relato que con el tiempo daría maestros en el género: Stephen Crane, Henry James, o Charles Chesnutt, un desconocido en España, que añadiría elementos negroamericanos al género. Sobresale el cuento regionalista por la propia identidad de la geografía norteamericana, pequeñas ciudades o pueblos donde apenas pasa nada y se recurre a una vida rural modesta, a veces dominada por un matriarcado, motivo quizá por el cual se incorporan al mundo literario abundantes mujeres, cuya nómina resulta curiosa y que Rodríguez Guerrero- Strachan incorpora, entre las que sobresalen, por conocida y ampliamente editada, Edith Wharton (1862-1937), aunque abunda una nómina de desconocidas, Kate Chopin, Sarah Orne Jewett, Rebecca Harding Davis, de quien se publicó en nuestro país, La vida en los altos hornos (2001, Univ. de León), Mary E. Wilkns Freeman y Charlotte Perkins Gilman, de quien conocemos Si yo fuera un hombre y otros relatos (2008, El Nadir Ediciones). Las mujeres, como bien explica el editor, muestran en sus cuentos un intento de conocimiento del mundo, es un campo de experimentación y, sobre todo, una exposición del lugar de la mujer en la sociedad que les tocó vivir, incluso la denuncia social que más tarde marcaría toda una época, en la década de los años 30 del siglo XX cuando se cataloga esta literatura como «realismo social politizado», al tiempo que se alternan los relatos con la descripción de lugares, costumbres e incluso los distintos giros populares de las jergas del lenguaje. La nómina completa de estos Pioneros (2011), se enriquece con otros nombres y excelentes muestras del buen cuento como, Mark Twain, Ambrose Bierce, o Jack London, además de los citados. Una bio-bibliografía sucinta, aunque suficiente, completa el volumen que junto a anteriores aportaciones sobre el cuento norteamericano ofrece una perspectiva tanto clásica como actual para valorar un género de singulares representantes en el panorama universal.



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