PIONEROS
DE LA BREVEDAD
Cuentos norteamericanos del siglo XIX
(2011), la nueva apuesta de Menoscuarto que intenta reconsiderar el canon
literario, tanto con nombres conocidos, como otros menos difundidos entre
lectores hispanos.
A lo largo del siglo XIX y principios del
XX, la definición esgrimida por Edgar Allan Poe sobre las características del
relato han servido para que la crítica norteamericana, y sobre todo los
escritores surgidos posteriormente, pensaran que «un cuento requiere unas
reglas como si éste fuera el más volátil de los géneros». Tanto es así que el
narrador norteamericano llegó a afirmar que «un cuento tiende a dejarse leer de
una sentada» y, aun añadía, que «las características formales del relato
(incluidos los personajes, la estructura narrativa o el tono) debían conservar
una unidad y subordinarse a conseguir ese efecto preconcebido por el autor
(...). Con ese cuidado y con esa habilidad se logra una imagen y un sentimiento
de plena satisfacción». Años después, Richard Ford, extraordinario novelista,
sostiene que en la actualidad la «historia del relato en Norteamérica se
concibe más bien como la historia de una actitud que se manifiesta de distintas
formas: inicialmente «siendo algo crucial acerca de la vida que puede ser
imaginado y expresado mejor—más claramente, más provocadoramente, más
bellamente—en los relatos más bien breves que en los que son un poco largos
(...)». Insiste el narrador norteamericano contemporáneo en que, efectivamente,
«no hay en la actualidad ninguna tendencia estable, lo que hace del género que
se muestre vibrante y que el resultado de las historias que se cuentan resulten
buenas».
Cuento
norteamericano
El inicio de la producción narrativa
norteamericana tuvo lugar en el primer cuarto de siglo del XIX, cuando Thomas
Jefferson, ese gran animador renacentista de espíritu libertador y padre de la
independencia, convivía con Washington Irving, gran viajero y escritor singular
que había reunido sus relatos en 1820, en un libro titulado The Sketch Book.
Pero, sobre todo, había contribuido a introducir la importancia de la cultura
europea en la incipiente literatura norteamericana. Desempeñó durante muchos
años misiones diplomáticas en España y de esa época son algunos de sus libros Crónica
de la conquista de Granada (1829) y Cuentos de la Alhambra (1832). Hoy
está considerado como uno de las padres de la moderna novela breve en Estados
Unidos. Desde los textos del propio Irving y Hawthorne, Meville o Twain hasta
los de Anderson, Welty, Faulkner, O´Connor, Capote, McCullers, Peter Taylor o
incluso la joven Lorrie Moore, la esencia misma del cuento, proporciona el
ritmo extra que la vida durante todos estos años ha omitido con el paso del
tiempo. Hace casi una década aparecía, Antología del cuento norteamericano (Círculo
de Lectores, 2002), que cubre, según señala Richard Ford en su introducción,
unos 175 años de historia del género, y se antologan textos tan clásicos como
los de Irving (1783-1859), Hawthorne (1804-1864) o el excéntrico Bret Harte
(1836-1902, o los que representan a las más jóvenes promesas como Coraghessan
Boyle (1948-), Kincaid (1949-) o la propia Moore (1957-). Eso sí, son
importantes por su esencia narrativa, por sus cualidades, por sus contornos
esmerados, por su brevedad y su capacidad de moderación contra esa idea
esgrimida de decir más cuando es mejor contar menos, fundamentándonos en el
hecho esgrimido en las últimas décadas de que nuestra vida puede ser
minimizada. Para Ford, «estos relatos afirman que en medio del gran tumulto
aparentemente indistinguible de la vida, se puede encontrar lo primordial».
Sesenta y cinco relatos en total y cada uno de ellos ofrece la perspectiva de
una extraordinaria visión de la vida en su concepto más universal. Desde el
clasicismo de Irving, Hawthorne, Poe, Melville o Twain, el realismo de London y
O´Henry hasta el mismo comienzo de siglo con Katherine Anne Porter, Dorothy
Parker o Francis Scott Fiztgerald, un autor de la denominada «generación
perdida» junto con Hemingway, seleccionado también. Bowles, Cheever, Malamud,
muestran que lo cotidiano es cada vez más frecuente y se percibe cómo
técnicamente el lenguaje ha experimentado una evolución hacia la realidad de la
vida misma. Los sesenta están retratados por Vonnegut, Baldwin, Barthelme,
Updike hasta los setenta y ochenta de cuyo espacio narrativo son indiscutibles
protagonistas Roth, Carver, el propio Ford, Wolff, Beattie y Moore. Barthelme
inició la denominada literatura minimalista que tan buenos frutos proporcionó a
toda una generación de autores, Beattie, Wolff, Robinson, Carver, aunque es
verdad que posteriormente los métodos minimalistas han sido acusados de ser una
excusa o un disfraz para ironizar sobre la sociedad norteamericana. Sin
embargo, esta corriente, que tiene mucho que ver con autores tan universales
como Hemingway o Chejov, permite la construcción económica de escenas de gran
viveza literaria y de una profundidad emocional sin demasiados adornos que
sugieran o lleven a un detallado análisis. Hablamos de un especial énfasis en
las tramas ligeras, el desarrollo elíptico de conflictos dramáticos y la
recreación meticulosa y detallada de lenguajes lingüísticos locales que
muestran el aspecto de toda una estética realista. Actitudes que llevan a sus
autores al análisis formal de ese realismo que pretenden reproducir. Faltarían,
por motivos ajenos al editor, autores de renombre indiscutible, Salinger y
Carol Oates.
El
cuento joven actual
Juan Fernando Merino señala en el prólogo
a Habrá una vez (Alfaguara, 2002) que, pese a lo que pueda pensarse,
Estados Unidos, ofrece abundantes facilidades para los jóvenes narradores que
una vez demuestran su valía consiguen becas en la numerosas universidades. En
los departamentos se ofertan cursos y talleres de escritura, así como espacios
donde publicar sus primeras obras. The New Yorker, Atlantic Monthly
o Esquire se convierten en las plataformas de prestigio donde publicar,
con la ventaja de ser revistas de gran tirada que se distribuyen por todo el
territorio. Existe toda una red de excelentes bibliotecas públicas donde acuden
a solicitar sus préstamos numerosos norteamericanos. Incluso, Merino, señala
como PlayBoy, una revista de alto contenido erótico presta sus páginas a
jóvenes promesas donde la única condición es que los textos sean de primera
calidad. Dos autores de los seleccionados en esta antología han visto
publicados sus cuentos en la prestigiosa revista: Brady Udall y Joshua Henkin.
En esta antología del cuento joven no queda nada del sueño americano de décadas
anteriores y los jóvenes escritores dejan traslucir en sus textos el amargo
retrato de una sociedad que se descompone por momentos, lejos ya de ser los
líderes de un imperialismo que ha visto sacudidos sus más entrañables símbolos,
incluidas las Torres Gemelas tras el famoso 11 de septiembre. Es ésta una
generación que se siente alejada de los mitos de Hollywood de los 40 y los 50,
los famosos presidentes de los 60, de la posterior guerra fría y de la del
Vietnam, y se encuentra más cercana a los sucesos del Golfo o de la reciente
incursión en Afganistán. Pero es una generación sabia que hunde sus raíces en
la tradición de sus clásicos y mira con lupa a escritores como Hemingway,
Faulkner, los autores de novela negra, Hammet o Chandler, incluso los
narradores más cercanos y que, de alguna manera, renovaron el concepto del
cuento, Carver, Wolf y Ford. Los relatos de D´Ambrosio, Jen, Wald, Udall, Thon,
Piazza, recrean su propia sociedad de los ochenta, con sus aciertos y sus
miserias, el escándalo del presidente Clinton, la incomunicación entre padres e
hijos, los divorcios, las matanzas escolares, la violencia callejera que
salpica a una sociedad acostumbrada a la angustia, la ansiedad y la
indefensión. Muchos de los protagonistas son jóvenes inconformes con su forma
de vida, y la antología plantea el grito común de una juventud que ha perdido
sus valores más elementales, incluida una moralidad que les lleva a replantear
su sistema de vida. La sociedad capitalista corrompe el sistema de vida, el
dinero salpica a la vida política, el egoísmo y la falta de solidaridad, se
convierten en el fin de todos los sueños. Habrá una vez que reúne
veinticinco relatos cortos, escritos a lo largo de la década de los noventa,
complementa, de alguna manera, la anterior antología y muestra el
multiculturalismo imperante en el país, y una mayor perspectiva de la mujer de
tanta raigambre y buena literatura, si volviéramos la vista a los siglos
anteriores, tanto al XX como el XIX de profunda raigambre feminista en ambos,
con aporataciones indiscutibles como podemos apreciar en estas antologías.
Cuento
norteamericano del XIX
Santiago Rodríguez Guerero-Strachan
propone en, Pioneros. Cuentos norteamericanos del siglo XIX
(Menoscuarto, 2011), un amplio repaso por, los orígenes del cuento y una nueva
exploración de territorios que empezarían, como cabría suponer, con los
clásicos Poe y Hawthorne, que de alguna manera abrieron la explotación de
nuevos territorios, tanto en el ámbito geográfico como en el literario. Sin una
tradición donde volver la vista y de donde inspirarse, Europa seguía siendo
para la joven literatura norteamericana su referente cultural, aunque Ralph
Waldo Emerson ya exhortaba a sus compatriotas a alejarse de los modelos
británicos, sin que este hecho supusiera una independencia total de los temas y
las estructuras literarias imperantes en la época. Tanto es así que James F.
Cooper siguió en sus inicios los modelos de Walter Scott y Jane Austen, y
Washington Irving explotó su costumbrismo británico hasta que no consiguió una
voz propia, como puede verse ya reflejado en los títulos, «Rip van Winkle», que
se reproduce en la presente antología, y sobre todo, «La leyenda de Sleepy
Hollow», agudas reflexiones sobre la identidad estadounidense durante la Guerra de la Independencia, y
modelos de cuentos modernos. Sin embargo, Poe, como señala Santiago Rodríguez,
fue quien emprendería la renovación de la literatura norteamericana, conocedor
del mundo británico, e incluso el universal, supo ver en la tradición su fuente
de inspiración: leyendas, alegorías, fábulas, cuentos de hadas, cuadros de
costumbres, como el germen del nuevo cuento que él mismo puso de moda, y cuya
estructura se basaba en el uso del narrador y la distancia narrativa. Su
contemporáneo, Nathaniel Hawthorne fue, sin embargo, un escritor obsesionado
por el puritanismo y la maldad humana. Aunque se alejó de mostrar una
modernización del género cuento, consiguió nacionalizar los argumentos que
esgrimía en sus textos utilizándolos como alegorías que más tarde supo aprovechar
otro clásico, Herman Melville para su literatura. Experimentará las formas y el
punto de vista del narrador, como bien puede verse en «Bartleby, el
escribiente», o «Benito Cereno». En esta antología se publica, «La mesa de
manzano», de 1856.
La Guerra Civil
norteamericana provoca que las cosas cambien: la abolición de la esclavitud, o
la progresiva industrialización y la conquista de nuevos territorios modificará
la sociedad y el paisaje salvaje de los modernos Estados Unidos. La pérdida de
la vida tradicional sureña, la guerra como tema, los viajes a la vieja Europa
con el conocimiento y la lectura de escritores franceses, españoles, rusos,
favorecerán nuevas perspectivas sobre el relato que con el tiempo daría
maestros en el género: Stephen Crane, Henry James, o Charles Chesnutt, un
desconocido en España, que añadiría elementos negroamericanos al género.
Sobresale el cuento regionalista por la propia identidad de la geografía
norteamericana, pequeñas ciudades o pueblos donde apenas pasa nada y se recurre
a una vida rural modesta, a veces dominada por un matriarcado, motivo quizá por
el cual se incorporan al mundo literario abundantes mujeres, cuya nómina
resulta curiosa y que Rodríguez Guerrero- Strachan incorpora, entre las que
sobresalen, por conocida y ampliamente editada, Edith Wharton (1862-1937),
aunque abunda una nómina de desconocidas, Kate Chopin, Sarah Orne Jewett,
Rebecca Harding Davis, de quien se publicó en nuestro país, La vida en los
altos hornos (2001, Univ. de León), Mary E. Wilkns Freeman y Charlotte
Perkins Gilman, de quien conocemos Si yo fuera un hombre y otros relatos
(2008, El Nadir Ediciones). Las mujeres, como bien explica el editor, muestran
en sus cuentos un intento de conocimiento del mundo, es un campo de
experimentación y, sobre todo, una exposición del lugar de la mujer en la
sociedad que les tocó vivir, incluso la denuncia social que más tarde marcaría
toda una época, en la década de los años 30 del siglo XX cuando se cataloga
esta literatura como «realismo social politizado», al tiempo que se alternan
los relatos con la descripción de lugares, costumbres e incluso los distintos
giros populares de las jergas del lenguaje. La nómina completa de estos Pioneros
(2011), se enriquece con otros nombres y excelentes muestras del buen cuento
como, Mark Twain, Ambrose Bierce, o Jack London, además de los citados. Una
bio-bibliografía sucinta, aunque suficiente, completa el volumen que junto a
anteriores aportaciones sobre el cuento norteamericano ofrece una perspectiva
tanto clásica como actual para valorar un género de singulares representantes
en el panorama universal.
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