Iván
Teruel
"Cuentos
concentrados al máximo, bellos como teoremas [...] que ponen a prueba nuestras
maneras rutinarias de leer".
(David Lagmanovich)
CUÁNTOS
AMANECERES NOS QUEDAN
Salgo al balcón y lo veo acodado en la barandilla,
fumando. Sus ojos se encuentran más allá del paisaje que tiene enfrente. Quizás
en los recuerdos. Yo también he estado buscando recuerdos. Recuerdos y
sentimientos. Pero sobre todo palabras. Palabras que definan contornos. Había
creído encontrarlas mientras venía hacia aquí, porque todo parece más fácil
cuando está a la espera de cristalizar. Y sin embargo, cuando me decido a
hablarle, solo consigo pedirle un cigarrillo. Yo, que llevo casi cinco años sin
fumar. A mi padre, que me acaba de llamar para decirme que le han diagnosticado
cáncer de pulmón.
EL PASEÍLLO
María e Isabel, madre e hija, arrastran sus ojos incluso
por debajo de su dignidad. La camioneta avanza por la Calle Ancha, seguida
por un grupo de niños que apedrean a las veinte mujeres hacinadas en la parte
posterior. Con la cabeza rapada, semidesnudas y mostrando de cintura para abajo
los estragos del aceite de ricino, las mujeres pasean el verdadero rostro de la
infamia. El Movimiento ajusta así algunas cuentas pendientes. Las de María e
Isabel haber aparecido en una foto junto al exalcalde republicano. La comitiva
del escarnio enfila ahora la
Calle Real. Isabel no puede evitar alzar los ojos al pasar
frente a su casa, y su mirada se cruza con la de dos niños pequeños. Entonces
se vuelve hacia su madre, aprieta los dientes y dice: "Calva, apedreada y
revuelta en mi propia mierda ante mis hijos, ante tus nietos: más me hubiera
valido que me pegaran un tiro en la cabeza".
JURARÍA
QUE SU CORAZÓN
El cuerpo del dictador se sacude
violentamente hacia delante tras el frenazo. El cinturón lo retiene en su
asiento, pero no evita que una masa sanguinolenta salga despedida de su boca e
impacte en la luna delantera del coche. El dictador percibe un sabor putrefacto
en el paladar. Y contempla la masa negruzca y viscosa, ahora en el salpicadero.
Entretanto, el chófer tiembla: espera la reacción colérica del tirano. Pero
esta vez no se produce. El dictador solo le pregunta, con voz neutra y extrañada,
si sabe qué puede ser ese cuajo gangrenoso que ha salido de su boca.
LA ESPERA
Eran las tres de la madrugada y el telefonazo volvió a
destrozarnos el sueño ligero del duermevela. Nos estalló en los párpados, que
se abrieron bruscamente para que los ojos se enfrentaran de nuevo con la
vigilia y la conciencia revuelta. Entonces tuvimos que salir. Y lo hicimos casi
con lo puesto y con el miedo de punta, con la boca seca y anestesiada de
silencio, con la mirada perdida y crispada de culpa. Llegamos como era
habitual, casi sin darnos cuenta, empapados de sudor, desesperación y dudas. Mi
hermano volvía a estar allí, en la habitación. Y estaba sentado en aquella
banqueta de siempre, fumando como siempre, tranquilo y sereno como siempre, mirándonos
al entrar y sonriéndonos como siempre, esperando como siempre que aquella noche
tuviéramos los huevos suficientes para matarlo.
MIEDO
Como el
viento del norte. Eso me dice. Como una cuchilla rebanando el cuello de un
carnero. Eso me dice el hijo de puta. Como el avance de una tarántula por una
espalda dormida. Insiste. Como el silencio ronco de los trenes extintos.
Insiste a cada puñalada que le asesto. Que así es el miedo, me susurra. Helado,
cortante, artero, abismal. El miedo que siento. Y yo sigo apuñalándolo,
enloquecido. Y sus palabras se suceden, obstinadas: que el ensañamiento no es
el reflejo del odio, sino del pavor. Y me pregunto si es cierto, mientras
continúo acuchillándolo con la cadencia tenaz de un herrero en la forja. Porque
la navaja era para amedrentar. Y él me lo ha dicho, que igual creía que con eso
lo asustaba, pero que quien estaba cagado era yo. Me asalta un escalofrío: no
entiendo cómo puede aguantarse en pie. Y entonces me doy cuenta de que es mi
otro brazo el que lo sostiene por la axila. Estoy cansado. Desisto. Tiro la
navaja y aparto el brazo que todavía lo sujeta. Pero no son sus piernas las que
ceden, sino las mías. Caigo fulminado. Y percibo la tibieza viscosa de la
sangre que se extiende entre el asfalto y mi cuerpo. Oigo el rumor precipitado
de unos pasos que se alejan del lugar.
BIOGRAFÍA
IVÁN
TERUEL (Gerona, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y actualmente
trabaja como profesor de enseñanza secundaria en un instituto público.
Ha alternado la investigación filológica, como la edición
crítica de la Historia oriental de las peregrinaciones de Fernao
Mendes Pinto o la publicación del ensayo El Perú escindido (Ediciones Irreverentes, 2012), con la escritura
creativa. Sus relatos han aparecido en diversas antologías del género: Mar de pirañas (Menoscuarto, 2012), De antología (Talentura, 2013) o La carne despierta (Gens Ediciones,
2013). El oscuro relieve del tiempo (Edicions
Cal·lígraf, 2015) es su primer libro de narrativa breve.
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