B
Bien
“El que quiere hacer el bien de
los demás, ha hecho ya el suyo”.
Proverbio chino
… me gusta
Parece que cicatriza
El mundo de Miguel Sanfeliu ofrece
un espacio sin reglas donde bajo una aparente normalidad se vive una realidad
distorsionada, en ocasiones tan asfixiante como angustiosa, y en igual
proporción, se mezclan lo fantástico y lo real. En algún momento, puede ocurrir
que todo empiece a transformarse y los protagonistas de la literatura de
Sanfeliu deban enfrentarse a su propio devenir desde opciones muy diversas, como
en algunos de los cuentos de sus colecciones, Anónimos (2009), Los pequeños placeres
(2011) y Gente que nunca existió (2012), donde sus personajes encaran sus
propios miedos porque no existe otra salida, o al juego real de la subsistencia
desde ópticas y planos tan diferentes que solo se justifican con actitudes tan
reales como si, de hecho, recibieran un fuerte traumatismo. Como señala el
propio Sanfeliu, sus cuentos surgen de la necesidad de explicarse en una
realidad propia, de manipularla e interpretarla, y es así como deja constancia
por escrito, como la mayoría de sus protagonistas, para hablar de una realidad
que no le gusta. Melancolía, desengaño y dolor compartido, son algunas de las actitudes
que, de alguna manera, suponen en el narrador una visión fragmentada del ser
contemporáneo, alejado de una esperanza, de una promesa de felicidad. Cuando
Sanfeliu explora la psicología de sus personajes, dirige su atención al
comportamiento y a esa reacción que moralmente se supone imperceptible, siempre
a la espera de un drama mayor aunque significativamente pase inadvertido en la
cotidiana observación. Su visión de lo rutinario pasa por el barrio, las
amistades, el fracaso, el éxito, o las pequeñas confidencias sin mayor
trascendencia.
Parece que cicatriza (2014) es
la primera novela de Miguel
Sanfeliu (Santa Cruz de Tenerife, 1962), cuyo protagonista y
la historia misma quedan ligados a un intimismo y al propio anhelo de ligar una
vida al mundo literario hasta que ese deslumbre juvenil se trueca en una
insoslayable madurez que le aporta al personaje la visión de una trágica
melancolía, sobre todo cuando observa cómo ha ido desarrollándose su vida. Tan
es así que ese halo de nostalgia se complementa en una segunda, madurada parte
que justifica que ese paso del tiempo, y deja su indeleble huella en todas y
cada una de las generaciones a que pertenecemos, a esa época vivida, a ese
sentimiento de derrota o de victoria, según las circunstancias. Roberto Ponce,
a sus diecinueve años, decide llevar a cabo la mayor de sus aspiraciones:
escribir en el plazo de un año una novela de éxito, y para ello necesita
convivir en un ambiente bohemio, así que sus primeros amigos serán un pintor
loco en permanente desacuerdo con su obra, un mal poeta que regenta el garito
donde beben, “El Cubo de la
Basura”, y un cantante callejero que no duda en saltarse la
ética de una honrada vocación musical para triunfar; al hilo de todo, largas
veladas de charla, un ambiente sórdido, frustraciones, borracheras, drogas y
prostitución, y la inspiración que nunca llega y convierte todo en el final de
una quimera obligando al joven Ponce a alejarse de aquel barrio donde quedan
sepultadas las esperanzas de una vida de artista para casi todos ellos, salvo para
el músico Emilio Ballester, alias Sonny Hog que triunfará en el mundo de la
farándula.
En una segunda,
calculada y profunda, parte un cuarentón Ponce se enfrenta a la rutina diaria, el
atasco de tráfico cuando va camino de la oficina, el limpiacristales del
semáforo, dónde aparcar, el trato rutinario y amistoso con los compañeros de
trabajo, la mesa con papeles hasta arriba, la monotonía conyugal o el flirteo
con su compañera Maite, y su persistente y obstinada dedicación a la literatura
en sus ratos libres, porque no ha conseguido ese gran argumento, y escribir
sigue siendo su vida, una herida abierta, que a lo largo de la narración se
mantiene solo como una ilusión. Y lo más importante, el personaje percibe la
constatación de la fugacidad de la vida, los dieciséis años que pasan por su
hija, o la complicidad que se establece con el cuadro rescatado del sórdido
local, donde ya nada es igual, «El Cubo de la Basura», titulado La Madeleine, de Ramón
Casas, porque ese cuadro actúa como un catalizador de ese escritor en que
podría llegado a convertirse Roberto Ponce, y nunca antes parece haberse dado
cuenta. Sanfeliu ha convertido esta escena fugaz, en algo mágico e íntimo, un
cierto minimalismo que le descubre al lector un auténtico juego de presencias y
ausencias, la sombra de esa brillante soledad a que se resigna el personaje.
La apuesta de Miguel Sanfeliu en Parece
que cicatriza es la firme convicción por alcanzar un sueño, tal vez uno propio
en boca de su personaje, motivo más que suficiente como para sobrevivir a
cualquier pesadilla que nos aceche.
PARECE QUE
CICATRIZA
Miguel Sanfeliu
Madrid, Talentura, 2014; 144 págs.
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