Ya no tenía amigos o enemigos a la vista, así que este es mi propio atrevimiento, un fragmento de una pequeña novelita infantil que una tierna narradora, Paula, cuenta sobre sus experiencias con un amistoso agaporni...
Chiqui
Pedro
M. Domene
E. E. Cummings
1Un pájaro en casa
— ¡Este pájaro ha cambiado mi
vida…! —ha sido la frase que más hemos oído y en más repetidas ocasiones
durante el último año en casa—. Y, como era de esperar, la hemos escuchado de la
boca de mi padre…
La historia habría que
empezarla desde el comienzo, desde el día en que mi hermana me regaló un pájaro
de compañía, es decir, un minúsculo agaporni,
una especie y un nombre que nunca había oído y que cuando busqué para saber
algo más, por supuesto, donde ahora se buscan todas las cosas, en Internet y,
concretamente, en Google, en las centenares de entradas, me especificaba que
era “un nombre de origen griego”, y significa “pájaro del amor” porque una vez
que te conocen y se acostumbran, nunca, nunca ya se separan de ti.
Esto ocurrió poco antes de unas
navidades, concretamente, el día 23 de diciembre, porque, mi madre siempre
bromea con que yo vine con el Niño Jesús, justo un día antes, así que, como
todo el mundo imagina, siempre seré algo mayor que él. Y visto así, los dos
vamos sumando años juntos, claro.
Lo que sí es verdad y recuerdo
muy bien es que hacía frío, mucho frío por aquellos días, no cuando nací,
claro, de eso no puedo acordarme y no viene a cuento, sino cuando tuve aquel
“bichito” en mis manos. Y lo llamo cariñosamente “bichito” por tenía una cabeza
enorme, mucho pico, poco cuerpecillo, y apenas unas plumitas mal repartidas. Así
que nos recomendaron que al pajarito, o amasijo de poquita carne, por llamarlo
de alguna manera, lo protegiéramos metiéndolo en una caja no muy grande de cartón,
y que siempre quedara envuelto en pequeños trocitos de paño grueso, o mejor de
lana para que sintiera mucho calor en su pequeño cuerpecito, sin apenas plumas.
— ¡Qué feo eres…! —dije, de
pronto. Pero, no te preocupes, voy a ser tu mamá —añadí, enseguida. Al menos hasta
que te sostengas sobre tus patitas, tengas plumas y puedas comer solo, o en
realidad, no sé si debí decir: sola. Nadie nos había dicho si era chica o chico.
Y yo tampoco sabía averiguarlo en aquellos momentos.
— ¡Es un pájaro, y poco más
hay que decir! —dijo, de repente, mi hermana, tan contundente, e igual de
cariñosa como siempre.
Luego estaba el traslado a
casa, claro.
Un caja de zapatos, un gorro
de lana que había troceado, y de vez en cuando una miradita para ver que todo
iba bien. Sobre mis piernas, guardando aquello como si fuera un tesoro.
Mi madre conducía, mi padre
de copiloto, mi hermana, el pajarito y yo en los asientos traseros del coche,
pensando en llegar pronto para que se adaptara a su nueva casa, al menos durante
el tiempo de las vacaciones de Navidad. Luego estaba lo de la comida, por si
hay que añadir alguna dificultad más, una especie de papilla que debía
administrarle con una pequeña jeringuilla, abriéndole el piquito muy, muy
despacio, para no hacerle daño y, lo más importante, que se acostumbrara a
comer de aquello, y solo cuando viera que su buchecillo estaba muy gordo,
entonces tendría que dejar de darle aquel espeso alimento de color amarillento.
— ¡Pero si el pobre aun no se
tiene de pie! —grité cuando lo sacamos de su cajita, o mejor de lo que sería su
casita en las próximas semanas.
Menos mal que estaba la
calefacción, así que nada más llegar a casa pusimos la caja de cartón lo más
cerca de ese calorcillo que desprenden los radiadores, y aclaro lo de “pusimos”
porque mi padre se metió por medio dando órdenes de cómo debíamos hacerlo, como
si fuera el hombre más experto en pájaros y otros bichos porque, la verdad,
aquello tan pequeño, sin plumas, solo cabeza y cuerpecillo diminuto parecía
algo raro, y viéndolo así cualquiera podría pensar que no sobreviviría al día
siguiente.
La toma de la noche, la toma
de la madrugada, y dejar que se escondiera en su mantita, sin saber muy bien si
con aquel paño de lana conservaría el suficiente calor durante las horas de
frío.
Mi habitación es cálida, y
luego, repito una vez más, estaba la calefacción. Y pese a tener todo a nuestro
favor, la verdad es que no dormí mucho esa noche, y a la mañana siguiente, la
primera yo, nos despertamos con la alegría de que el pajarito había sobrevivido
y estaba más contento y, cuando lo sacábamos de la caja, daba sus pasitos por encima
de la mesa, y luego por el suelo, y corría muy animado, aunque parecía que iba
medio borracho de aquí para allá, pero muy contento, apuntaba mi padre.
— ¡Fijaos, está espabilado…!—repetía
él, más eufórico, incluso, que nosotros, y el propio pájaro que se escabullía
por los rincones del salón.
Una toma más, y otra de nuevo
a la hora de la comida, merienda y cena, y una decisión de última hora que por
poco si le cuesta la vida al pobre pajarito.
(Fragmento)
* Otras aventuras mías en el terreno juvenil, son Premio de Novela Juvenil
Mancomunidad de Los Pedroches, por Después de Praga nada fue igual, (Algaida-Anaya, 2004), Conexión Helsinki (Algaida-Anaya, 2009)
y Las ratas del Titanic (e.d.a. 2014).
Mi Chiqui...la alegría de la casa, la que rompe la vajilla, la que picotea los libros, la que se esconde para no ser enjaulada, la que se deja acariciar...
ResponderEliminarMª Ángeles.
Que bien has hecho en publicar esta historia, ¡me ha encantado!.
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