ANTONIO ENRIQUE
«Escribir
para «entretener» es algo que no entra en mis objetivos».
Antonio Enrique
(Granada, 1953) pertenece a esa estirpe de escritores cuyas ideas viajan y sólo
esperan ser apresadas por alguien, un avispado lector, por supuesto. También es
un voyeur incorregible cuya heterodoxia va mucho más allá del sentido estricto
de las palabras con las que trabaja. Su exquisitez lírica ha quedado
patentizada en los libros publicados
hasta el momento, su narrativa se adscribía a un estilo y una temática sin
precedentes en la narrativa contemporánea, calificada de ambiciosa, extensa y
de compleja factura. Con El discípulo amado (2000)
novela el destino de un hombre que dos mil años más tarde resulta tan
enigmático como sorprendente aún hoy día. En la presente entrevista se realiza
un pormenorizado paseo por su vida y su obra más singular.
En alguna ocasión hemos hablado de
que su narrativa parte del detalle, de una ida recurrente.
No lo sé con precisión, no puedo saberlo
carezco de perspectiva suficiente. Me interesa aportar, en mí es una norma
fija. Con ocasión de Kalaát Horra afirmé que escribía aquello que no
podía leer. En esta novela, es cierto, como también que necesito el apego de la
tierra, esto es la impresión telúrica, magnética, del escenario en que
transcurren los hechos. Esto es lo ideal, aunque a veces no es posible. No me
era posible trasladarme a Palestina, al redactar El discípulo amado, por
lo que hube de apelar a la memoria remota que todos llevamos adentro; un
esfuerzo exhaustivo de concentración, de autohipnosis casi. Y bien, en relación
a su pregunta: lo invisible. Me obsesiona hurgar en lo invisible. Navego mejor
poe estas aguas.
A estas alturas, cuatro novelas
publicadas, dan mucho de sí en su trayectoria narrativa iniciada hace quince
años.
Hay una pequeña inexactitud en el
planteamiento de su pregunta. En efecto, publiqué mi primera novela, La
armónica montaña, hace, ahora en el año 2000, quince años. Pero no la
inicié; este término se presta a confusión. Escribí mi primer libro de
narrativa, un volumen de cuentos, en 1969, y tenía dieciséis años. Luego
después, al año siguiente, terminé una novela. Y dos años más tarde, en 1972,
otra, de unos trescientos folios. Afortunadamente (y recalco la palabra), en
aquellos años era casi imposible publicar. La armónica montaña la
comencé en 1973 y la acabé, de primera redacción, en 1975. El manuscrito
definitivo lo concluí en 1977 y el mecanoescrito en 1979. Disculpe la
minuciosidad, pero es la primera vez que hablo de su ejecución, bien laboriosa
como está viendo. Porque en 1983 concluí la corrección de las pruebas de
imprenta, aún, con enmiendas y supresiones, lo que equivale a una nueva—la
cuarta—redacción. Tardó todavía otros tres años en imprimirse, gracias a la
generosidad del editor Ramón Akal, así como de Tomás Ramos Orea, que costeó el
mecanoescrito en 1979, por manos de un mecanógrafo al que iba dictando yo el
texto.
Como novelista usted ha escogido,
entre otras cosas, temáticamente hablando una actitud entre lo real y lo misterioso, ¿es ésta una
actitud ante la vida o simplemente una técnica?
Es más que una
actitud, un instinto. Pero este instinto, a su vez, comporta una técnica muy
precisa. Verá: cuando me surge el —llamémoslo así—chispazo, no me
apresuro. Lo dejo madurar, al tiempo que voy documentándome. Las ideas son a la
manera de plantas que crecen en el cerebro y no hay que cortalas antes de que
den su fruto. Hay que proyectarse, lograr el estado de conciencia
idóneo. Llega un instante en que estás tan imbuido que hasta los sueños
colaboran. Hasta que sueño con escenas, con personajes, no estoy tranquilo. Lo
de escribir viene luego, a ser posible en un momento de gracia, pero no
es lo fundamental, sino haberlo vivido con anterioridad. La técnica es
cosas de ir iluminando a destellos esta oscuridad cerebral del espacio-tiempo,
esto es el contínuum de la energía que se expresa en letras. Yo prefiero
seccionar por secuencias, se ajusta mejor a esta iluminación parcial del
conjunto. O bien hacer una cartografía, como en La armónica montaña.
Hasta
el momento sus novelas se mueven muy bien en el espacio de la historia, ¿quizá
este tiempo haga más verosímiles sus relatos?
La historia, en
mi caso, supone una indagación, por así decir mediúmica, en esa memoria
remota de la que le hablaba. Sí, me siento muy a mi placer en ciertas épocas y
escenografías. La sensación del dejá vu es, en mí, a veces,
obsesionante. No está de más decirle que creo en la transmigración. Y es eso
precisamente: novelas como Las praderas celestiales implican una regresión
a las épocas en que transcurren: siglos XVI y XVII en España. No quiero decir
que ninguno de los personajes haya sido yo, no se me malintérprete, sino que la
época me es automáticamente familiar: sus costumbres, sus olores, los
registros de la lengua que usaban oralmente, los rostros, los atuendos, el
mobiliario de las casas. Por así decir, permanecen, estos recuerdos regresivos,
calientes en mi memoria anímica. Como si me hubieran despertado de repente de
un sueño muy intenso.
Repasando su obra, La
armónica montaña (1986), Kalaát Horra (1991) y La luz de la sangre (1997), ¿podríamos
hablar de lecturas exclusivamente literarias cuando la primera trata de la
construcción de una catedral, de la visión de una fortaleza, con las
sublevaciones moriscas como telón de fondo y, la última, sobre esa luz que
emana de nuestra sangre?
Hay algo que
separa la memoria literaria (de los libros que hemos leído) de la memoria
remota o anímica de la que estoy hablando. Es, indiscutiblemente, la atmósfera.
Esa sensación de inminencia que tiene el lector: inminencia de objetos, olores
(este sentido en muy sintomático, por su persistencia en el instinto),
situaciones. No he cosechado yo excesivos elogios, más bien silenciamientos;
pero he de tomar en consideración determinadas opiniones de los lectores. Y
algunos de ellos me han confiado esto mismo. Esa sensación de familiaridad y
cercanía con lo descrito. Por lo demás, no hay que confundir los términos: el
tema es una cosa y otra el argumento, y otra más la trama, y aun la estructura
invisible. El tema de mis novelas interfiere en espacios que precisan
documentación. Pero la creación viene después. Y como curiosidad: de cien datos
aprendidos, en una novela como las acaba de mencionar se utilizan diez.
El enigma vuelve a su escritura, ¿El
discípulo amado (2000) persigue ser una revelación dos mil años más tarde?
No tengo más remedio que decir que sí,
por más que me desagrade ser tajante. La revelación, no obstante, no es
mía. Se debe al teólogo en cuya exégesis me baso, que es quien la desveló en un
libro aparecido en 1980, y del que se vendieron —ahí un buen síntoma
escatológico—apenas diez ejemplares. Me refiero a Rafael Hereza, a su libro El
desvelamiento de la revelación (La identidad del Discípulo amado y de María
Magdalena). Y ocurre que sus teorías, en las que luego abundó su defensor y
editor, Manuel García Viñó, en su libro La nueva Eva (1991), nunca han
sido desmontadas con argumentos ni plausibles ni convincentes. De manera que
despacio: este es un tema que no admite frivolidades. La Revelación, por lo
demás, está muy clarita expuesta en el capítulo 21 del evangelio de Juan.
Volviéndose Simón Pedro al discípulo a quien Jesús amaba, le preguntó: «¿Y
qué de éste?» Es decir, qué hemos de hacer con él. Y Jesús le contesta: «Si
yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿qué a ti? (Vers. 21 y
22). En este vuelva radica el sentido de la Parusía, esto no tiene
vuelta de hoja. Como tampoco el permanezca; este intransitivo o bien se
refiere al predicativo vivo o desconocido. Vivo no quedó, antes
bien murió como todo hombre nacido de madre. Esto sí es cierto: la ambigüedad
del término creo el fermento de la leyenda de que el Discípulo amado nunca
moriría, y así lo creyeron diversas comunidades, por lo que, a manera de
justificación, hubo que añadirse la coletilla final, los versículos 23, 24 y
25, con los que se cierra ese evangelio, lo que epigráficamente está
demostrado. En consecuencia, quedó desconocido. Y en efecto, su verdadera
identidad quedó desconocida hasta ser desvelada dos mil años después, y por un
teólogo, no de campanillas, sino riguroso y humilde, tan humilde que nunca se
repuso de su descubrimiento. ¿Por qué él, disponiendo la Iglesia de los
mejores cerebros y mejor documentación?
¿Todo
lo que debe ser conocido sobre Jesús está contado en los cuatro Evangelios?
Desde el siglo XVIII, y más
concretamente desde la biografía de Jesús escrita por Renan, un investigador
laico, como es mi caso, está moralmente obligado a considerar los evangelios
canónicos piezas históricas de un valor análogo al de otros documentos de la
misma época o aún anteriores, apócrifos incluidos.
Se justificaría, por consiguiente,
así, hoy, su novela recién empezado el siglo.
No hay mito que
dure dos mil años. Se me ha criticado que dé una versión incómoda de Pablo de
Tarso. Pero, históricamente, él fue quien convirtió a Jesús en el Cristo. Es
decir, elevó a un ser humano a la categoría de mito, lo que hizo sincretizando
al dios Mitra, la deidad más fuerte del Imperio, quien también «resucitó entre
los muertos». Dos mil años es toda una era astrológica. Pablo creó un dios,
pero eliminó la sustancia humana; a todos los efectos fue así, como que luego,
en el Concilio de Calcedonia (siglo V) hubo de condenarse la herejía docetista,
que implica, a todos los efectos, la supresión práctica de la naturaleza
humana de Jesús de Galilea. Y bien (permítame expresarme así), quien pueda
creer, creer con esa fe, definida por Heidegger como «salto al vació», que
crea, bendito sea. Pero, ¿y quien no? ¿quien no crea, porque Dios no puede
interferir en sus leyes y porque, a su imagen y semejanza, hemos sido creados
con una mente que se niega a admitir lo que se sustrae a la naturaleza? ¿y si a
ese mismo cristiano no le sirven los milagros, pero sí el mensaje, el mensaje
de Jesús de Galilea, y no necesita de más para seguir su conducta de amor y
perdón? Pues a estos cristianos, no creyentes en determinados dogmas, va
dirigida El discípulo amado: a los cristianos de conducta, a los que se
les reconoce «por sus frutos», no por sus creencias sobrenaturales. A éstos, en
la medida de mis muy limitadas posibilidades, he querido dirigirles un mensaje
de sosiego, de serenidad solidaria.
Si se lee atentamente su relato,
podemos imaginar que cuanto allí se cuenta está atestiguado bíblicamente. Sin
embargo, la crítica le ha señalado algunos anacronismo, ¿pertenecen éstos al
mundo libre de la ficción?
Una novela de
estas características es imposible que no suscite controversia, que en mi caso
es aceptada con todo respeto y también naturalidad. Esos anacronismos, en
efecto, fueron señalados por Arturo del Villar, intelectual al que profeso la
máxima estima, y así se lo agradecí —la atención con la que había leído el libro—en
carta privada. Ahora bien, ello no quiere decir que esté de acuerdo, porque la
mayoría de los aspectos que señala son discordancias con la norma canónica y no
basta mencionarlos para que se lleve razón. Sin embargo, acepté
un—llamémoslo—gazapo: a la muerte de Diocleciano (año 96), el discípulo amado
no podía ser nonagenario. Mea culpa. De poco sirve en mi descargo
manifestar que fue un error de ultracorrección, con las prisas de última hora
al supervisar galeradas, puesto que el original decía octogenario; el lector
tiene delante un fallo cronológico y es de mi entera responsabilidad. En cuanto
a las discordancias aludidas, ya han sido contestadas, en el mismo periódico, a
tres páginas (Málaga-Costa del Sol, 2 de abril) por Manuel García Viñó, lo que,
por análogo respeto a este último, me eximo de extenderme. Referente a lo
demás, claro que hay licencias de invención, que no afectan en absoluto al
sentido de la obra. Así el tema de la sábana del muchacho que se interpone
entre la cohorte y Jesús en Getsemaní, relatado en el evangelio de Marcos.
Ficciono yo que le es devuelta por el decurión en el Calvario, y que el
discípulo amado insiste en que Jesús fuese amortajado con ella. Y bien, todos
sabemos que Arimatea había comprado una sábana para ese mismo menester. Yo no
pretendo en erigir un factor de invención en rasgo de verdad intocable. Quien
lea la novela, verá que ese elemento ficticio está en contexto. Aquí conviene
insistir en dos aspectos. Primero, que los evangelios canónicos son textos
crípticos, esto es esenciales, con el fin de ser transmitidos oralmente
y de memoria por aquellas comunidades primitivas; por tanto, permite una
«lectura entre líneas»; de ahí que la opinión de que «Jesús no rió nunca», idea
perfectamente docentista, sea difícil de mantener si apelamos a la sensatez.
Los textos, en efecto, no aluden al caso, ¿pero cómo, si no es por sentido del
humor, en grado siquiera de ironía, pueden interpretarse algunas parábolas, la
de la higuera seca, por ejemplo? Una de dos, o la decía en este registro, o
bien es que estaba loco de atar. Y segunda: por supuesto, los evangelios
canónicos no son los únicos testimonios con valor histórico. Existe una ingente
literatura de la época, fuera de la norma canónica. Para el historiador, y el
novelista participa de la historia en este tipo de novelas, estos otros
testimonios poseen carácter semejante de validez, en ambos casos relativa.
Bien, por último, Del Villar interpreta a lo drástico algún que otro aspecto de
la novela: en ésta no se dice que el discípulo amado redactara el evangelio de
Marcos, sino que éste lo fue por su influencia. Lo que sí escribió fue el de
Juan, porque él mismo es quien lo dice y sabemos que su «testimonio es
verdadero».
Su tesis afirma que ese «discípulo
amado» está en múltiples ocasiones junto a Jesús y los suyos, ¿es esa una
garantía suficiente para justificar ka verdadera identidad de este joven con
Juan Marcos?
No. Por supuesto,
el que el discípulo amado estuviese en múltiples ocasiones junto a Jesús no es
garantía de nada. Sí es, por el contrario, indicativo, si esa presencia física
la unimos a otros factores de protagonismo en relación con Jesús. ¿O es que es significativo
que recline la cabeza sobre su costado durante la cena de Pascua, que sea él
solo quien le acompaña —de entre sus discípulos—en el Gólgota, o que sea el
rimero, después de María Magdalena, en llegar al sepulcro vacío, y el primero
en «creer»? Si el discípulo amado no puede ser el apóstol Juan, uno de los
«hijos del Trueno», y créame que esa identificación entre uno y otro, como
mantiene la tradición — que no el dogma—católicorromano, es punto menos que
disparatada, entonces, ¿quién es ese muchacho? ¿Por qué lo amaba Jesús, de la
forma tan explícita en el cuarto evangelio? Es un mismo especialista católico,
exégeta máximo del cuarto evangelio, Rudolf Schnackenburg, quien nos lo dice:
un personaje muy especial. ¿Y por qué iba a ser tan especial, sólo
porque había acompañado a Jesús? No, hay otros múltiples aspectos reveladores,
sobre los que Hereza se extiende, y que, como el propio Miret Magdalena señaló
en el acto de presentación a la prensa, hacen que la tesis mantenida en la
novela, creíble o no por cada lector, no sea, al menos, objetivamente, absurda.
Esa visión del joven cubierto con una
sola sábana ante el suplicio de Jesús justifica el detalle de contar un relato
y hacerlo creíble, confirmando, además, como se dice en la novela que fue hijo
del crucificado y de María Magdalena.
En el Gólgota,
«el discípulo a quien Jesús amaba», recibe una revelación. Es una revelación
tal que Jesús parece haber esperado hasta ese «último instante», de aquí su
valor testimonial y humano. El texto neotestamentario dice: «Cuando vio Jesús a
su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre:
Mujer, he ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde
aquella hora la recibió en su casa» (Juan, 19, 26-27). Sin embargo, la
traducción es incorrecta, porque el texto no dice su madre ni tu
madre, sino la madre en ambos casos (ten metera, ten metri). Si,
filológicamente, es así, ¿a qué madre se refería? ¿Forzosamente a María de
Nazaret?... En los cuatro evangelios canónicos se dice expresamente que allí
estaba María Magdalena, no así de María de Nazaret. Pero es que en, Actos de los Apóstoles, (12, 12) se
dice que la madre de Juan marcos—que esta es la identidad del discípulo
amado—era María, en un contexto en el que es plausible identificarla con María
Magdalena. Luego, ¿a qué viene tanto ruido? Sin embargo, la tesis de Hereza no
se mantiene por eso sólo, que a lo más es un indicio, sino a que otros
aspectos, incluso teológicos, que son de extrema expresión para expresar la
relación de Jesús para con el Padre, que de el discípulo amado respecto de
Jesús: esto es in sinu, en el seno; esto es, que estaban, ambos, en el
seno, el uno del Padre y el otro, de Jesús. Podrían señalarse otras
concurrencias.
¿Sería hoy una herejía postular que
Cristo no resucitó como puede entreverse en su novela?
En buena lógica,
el término «resurrección» podría referirse a un otro sentido, que no el de
«morir bien muerto» y volver a la vida. Puede referirse, también, a «vencer la
muerte». Y muriese bien muerto o simplemente estuviese en coma profundo, la
verdad es que, en ambas hipótesis, sí venció a la muerte. Esto es, cumplió con
el «programa profético» de regresar. ¿O es que, en el segundo caso, no
implica una voluntad sobrehumana? Otros lo habían intentado antes que él,
resistir al suplicio, y no lo habían conseguido. Para mí, al menos, este
segundo sentido no vulnera el término «resurrección». Pudiéramos aducir razones
clínicas, aventurarnos en disquisiciones forenses, para mostrar la dificultad
que en la época implica diagnosticar una muerte en grado de fiabilidad
absoluta. Argumentar, por ejemplo, que Jesús estuvo colgado de horas nona a
tercia, ni cinco horas, y que es el propio Flavio Josefo quien afirma que
algunos supliciados resistían hasta tres días. En fin, lo que pretendo decir es
que entra dentro de lo razonable suponer que «venció a la muerte» en este otro
sentido. Ahora bien, si la resurrección mistérica es de creencia forzosa, a
tenor de «si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe», y hacemos de ello una
obsesión, además de un dogma, aquí, lógicamente, se separan los caminos. Hay
que recordar, no obstante, que se puede ser cristiano, y sentirse uno como tal,
sin que uno haya por fuerza de ser católicorromano. En tal caso, son ellos los
que excluyen, no los que pensamos con la mente con la que Dios nos ha creado.
¿Hasta qué punto sus repetidas
afirmaciones sobre el padre y la madre del discípulo pueden abrir un
debate teológico sobre una cuestión tan delicada?
De todo punto.
Primero: si Magdalena tuvo vínculo humano con Jesús, habría de ser replanteado
el celibato sacerdotal, además del sacerdocio de la mujer, actualmente
prohibido. Y segundo: habría de reconocerse que, además de una iglesia petrina
(patrimonial, masculina, jerárquica, externa), existió, por propia decisión de
Jesús, otra, complementaria, de estirpe joánica (igualitaria, feminista,
interior, mistérica). Ahí está el problema, en el inmovilismo romano.
El recurso del joven a quien dictaba
Juan Marcos es evidentemente muy literario, ¿algo que también justificaría esa
nueva obra suya?
Es que, según la
tradición, en su ancianidad el discípulo amado tuvo ceguera creciente. El
recurso de «dictar» era, además, muy de la época. No estaba yo pensando en un
recurso literario, no. para el caso hubiera sido lo mismo prescindir de
Prócoro, su escribiente. Él en la novela carece de mayor protagonismo.
¿El discípulo amado teoriza
desde un punto de vista neotestamentario o entretiene como relato de ficción?
Ambas cosas son compatibles. Una novela,
sin embargo, en tanto se dirige a unos lectores hipotéticos, en cuanto género
ha de disponer sus recursos con la finalidad de que su lectura sea lo menos
árida posible. Pero escribir para «entretener» es algo que no entra en mis
objetivos. Entretener, por sí solo, no es un valor literario. Sería
convertirnos a los escritores en siervos, sería despojar al acto literario de
toda su posible grandeza. Y yo no siento que el escritor, ni nadie, haya de ser
un lacayo de las apetencias de los demás. Además, la literatura como
entretenimiento tiene los días contados. A la gente, y los jóvenes en especial,
les entretiene más cualquier cosa que la literatura.
¿No sé si en esta novela ha querido
ver más allá de la tradición cristiana y, además, si los lectores hemos de
cuestionarnos la verosimilitud de lo que se dice o simplemente dejarnos llevar
con su gratificante lectura?
Creo haber
mostrado, en el transcurso de esta entrevista, que esta novela es algo más que
una elucubración o simplemente un relato sin incidencia en asuntos que competen
a la conciencia de muchos. Si el lector desinformado opina que no, que
simplemente es un relato gratuito, yo habré de reconocer que no he sabido
articular correctamente la intencionalidad con el argumento. Todo puede ser.
* * *
* * *
Desde
entonces, recién inaugurado, el 2000, no ha dejado de publicar, poesía ensato y
otras cuatro novelas que muestra la inquietud renovadora de este granadino.
Santuario
del odio (Barcelona, 2006). Rocaeditorial. 299 págs.
La
espada de Miramamolín (Barcelona, 2009). Editorial Roca. 217 págs.
El
hombre de tierra (Motril, 2009). Padaya Editores. 255 págs.
Rey
tiniebla (2012). Editorial Almuzara. 344 págs.
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