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LOS PERROS DE LA ETERNIDAD
Alejandro López Andrada
(Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) construye su literatura ahondando en los
recuerdos de su infancia y de su juventud, los comprometidos años del
franquismo, y el ambiente difícil de ese mundo rural en extinción que
sobrelleva con tanto amor como odio, con sostenida emoción y con acertada ternura.
Al mismo tiempo, sus relatos se complementan con paisajes de una belleza
inusitada, convertida en imágenes de una emotividad absoluta; y el suyo es, ni
más ni menos, un universo narrativo tan propio como solo los grandes narradores
son capaces de crear.
La última apuesta del narrador cordobés,
obtenía el XXXII Premio Jaén de Novela, y ofrece una lectura serena, el retrato
de una España contemporánea, con los claroscuros diarios que desvelan nuestro
sueño cotidiano, y así debe leerse, Los
perros de la eternidad (2016), sin
duda, una arriesgada propuesta narrativa que nos obliga a realizar un reflexivo
recorrido por ese universo personal, de emocionada inspiración, y con el firme
compromiso de una denuncia explícita y manifiesta. Y paralelamente, la mirada
del narrador se detiene y dibuja con la palabra un mágico itinerario: nos
describe barrios y rincones de una Córdoba califal y cosmopolita, y aunque
en su conjunto la visión del narrador se vislumbra melancólica, el recuerdo de
la madre-suicida, el reencuentro con el padre enfermo, las primeras
experiencias sexuales, el valor de la amistad, o el testimonio de aquellos años
comprometidos políticamente, los 70 y el comienzo de la democracia, nos resulta
una lectura plácida y, como en la mejor tradición lírica, pese a un constante
pesimismo persiste el gozo de vivir de cada día, tanto en lo cotidiano como en lo
anodino, lo gozoso o incluso aquellos aspectos más desoladores.
La
novela subraya el declive de ese bienestar conseguido en las últimas décadas de
la democracia porque en las noticias, y a golpe de telediario, se anuncian
continuos desahucios, se ofrecen esperpénticos datos del paro, y se muestra
como la clase obrera y la sociedad traspasa el umbral de la pobreza. El
protagonista repasa desde la cama de un hospital el devenir de toda una vida,
mezcla secuencias del pasado con un presente más inmediato, y su discurso se
convierte en un valiente testimonio sobre la corrupción política y la
degradación de la cultura, en una ciudad que queda expresamente nombrada:
Córdoba. Desde el comienzo, postrado en esa cama de hospital y desde donde
ofrece su relato, el protagonista advierte al lector que hace tiempo ocurrió
algo grave en el entorno familiar y esa razón, no otra le han llevado a una
extraña y compleja existencia. A lo largo de las páginas subyace siempre esa
inquietud para solucionar el conflicto que atormentaba al joven Moisés y, por
añadidura, a justificar una no menos inexplicable relación paterna que
gradualmente se degradaría a lo largo de los años, hasta el momento mismo en
que comienza a reseñar su vida, y cuando la muerte aparece como importante
trasfondo.
La perspectiva narrativa empleada, el tiempo
y los espacios, se exponen de una forma lineal, aunque resulta muy importante
la visión retrospectiva de los capítulos y acontecimientos que se van
sucediendo, con algunos que otros paréntesis felices, Alicia su novia y futura
mujer, los amigos de la infancia y juventud, frente a los duros años del posfranquismo
y la lucha social, y lo mejor su entrega a la enseñanza pública, visto todo como
parte de un mundo de ficción verosímil. Tan solo cuando los acontecimientos se
precipitan, su encuentro con la anciana Genoveva, o la soledad a la que se verá
sometido tras la muerte de la esposa, el relato se desdobla en otro modelo de
mundo para el protagonista que se sumerge en el delirio, e incluso se confunde
con la realidad, porque la vida de Moisés se ha convertido inesperadamente en
una pesadilla desde el momento inflexivo en que la imagen del lago le ha perseguido
durante toda su existencia. Cuando irrumpen los recuerdos en la vida del
protagonista, López Andrada propone una superposición de estrategias tanto descriptivas
como narrativas, y ofrece al lector esas vivencias que provienen del pasado del
personaje, y sus recuerdos se construyen en imágenes que justifican el
presente. En ocasiones, los sueños, las pesadillas, incluso las alucinaciones
del enfermo calan tanto en la narración que, pese a su halo de misterio o
locura, complementan el sentido de algunos de los personajes que van
apareciendo, sobre todo porque el protagonista se considera un prisionero que
nunca consigue escapar, nunca ha logrado liberarse de los recuerdos de su
pasado para instalarse en el mundo real. Cuando el personaje es capaz de reestructurar
su existencia, entierre su odio y perdone, solo así le será posible recuperar
los años difíciles malgastados a lo largo de tanto tiempo. La lectura de Los perros de la eternidad emociona,
combina tanto odio como amor, y asegura la ternura de algunos pasajes de
sobrecogedora belleza.
Alejandro López Andrada
XXXII
Premio Jaén de Novela
Córdoba,
Almuzara, 2016; 260 págs., 17 €
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