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jueves, 19 de marzo de 2015

Hoy invito a...



Pablo Di Marco

     “Quienes amamos los libros solemos confundir la literatura con la "realidad". Es más: muchas veces consideramos a las historias que surgen de los libros más tangibles y valiosas que la tantas veces rutinaria y chata vida cotidiana”.

Las horas derramadas

(Extracto novela)


La enfermera lo llevó por el largo pasillo de paredes descascaradas. En el salón central lo envolvió el hedor agrio: la piel de los viejos enfermos.
Veinte o treinta cuerpos se aferraban a las horas, la vista ciega en un televisor sin sonido. Veinte o treinta despojos apenas manteniéndose a flote en aquel mar muerto.
La enfermera le murmuró algo al oído a uno de ellos y empujó la silla de ruedas hasta una esquina de la sala. Gabriel se quitó del hombro una pelusa inexistente y se sentó frente al anciano.
—¿Cómo estás? —dijo.
Dos ranuras se entreabrieron, dieron lugar a dos perlas opacas. Un pliegue profundo: la sonrisa sin dientes.
—Lo felicito, don Nicolás —dijo la enfermera—: su hijo está cada día más buen mozo y elegante. Tengo que custodiarlo para que las empleadas no lo secuestren en el camino. —Y, antes de retirarse, se acercó a Gabriel y le dijo por lo bajo—: Tuvimos que quitarle la dentadura postiza.
—¿Por?
—El mes pasado casi se la traga durmiendo.
El viejo enderezó el cuello, alzó las cejas apergaminando aún más la frente. Lo miró.
—¿Te gusta el traje? —preguntó Gabriel ajustándose el nudo de la corbata—. ¿Lindo, no? Me están yendo bien las cosas en La Empresa, papá.
—Empresa…
—Muy bien me están yendo las cosas. El mes pasado me ascendieron y me mejoraron el sueldo. Ahora trabajo más que antes, estoy al frente de un departamento con muchos empleados. Bastante responsabilidad, pero estoy contento. Si sigo así, en poco tiempo te voy a poder sacar de acá. Quiero que estés en un lugar mejor.
La humedad de los ojos del viejo, ya incapaz de darle brillo a su mirada, se pronunció y se derramó en las ojeras. Una leve agitación en el pecho.
—F… facultad.
—Ya la terminé, papá. Hace varios años. ¿Cuántas veces te lo dije?
El viejo apoyó la mano temblorosa sobre la de su hijo. Sobresaltado al notar la piel fría y venosa, Gabriel intentó ahuyentar la aversión. Vio al resto de aquellos desechos amodorrarse delante de un televisor que lanzaba estúpidos dibujos animados. Después se perdió varios segundos en una rajadura profunda que zigzagueaba en el cielo raso. Le recordó a una serpiente.
—¿Necesitás algo? Me tengo que ir.
El viejo simulaba no oírlo, Gabriel se daba cuenta.
—Se me hace tarde, papá, me esperan en el trabajo. Si te portás bien, te prometo que vuelvo la semana que viene.
—Bien… —trataba de sujetarle la mano—. Bien me porto yo.
—¿Querés que te lleve con tus amigos? —Gabriel liberó la mano, se levantó.
El viejo parecía desprenderse del soplo de vida, ya se dejaba llevar en la silla de ruedas.
—Acá estás bien, papá —dijo tras colocarlo cerca del televisor—. Te quiero. Portate bien.

(…)

Gabriel se alejó maquinalmente, y cuadras después se dejó tragar por la boca del subte. La masa de gente lo arrastró hasta un vagón repleto.
Apretujada frente a él, una adolescente con el brazo pegado al cuerpo sostenía un libro. Leía, ávida.
Gabriel echó el cuello hacia atrás, y mientras el chirriar de las ruedas del vagón le castigaba los oídos, leyó en la cubierta: Viaje al fin de la noche. Sorprendente: alguien concentrado en una novela. ¿Por qué una chica tan joven leería ese libro? Un ejemplar viejo, sus páginas amarillas y los bordes de la tapa desgastados. Se lo debía de haber prestado un familiar, o lo habría canjeado en un negocio de algún pasadizo perdido. Él en su biblioteca tenía Viaje, lo había comprado en la Gran Librería años atrás. Otros tiempos: ni aquel laberinto de galerías rebosantes de libros ni su amor por la lectura seguían de pie.
Ni siquiera leí el cuento que escribió Aída, pensó. Ya hace dos meses: ilusionada, me pidió que lo leyera. Pero no pasé de la segunda página.
—Aída— murmuró, y se dejó arrastrar por otra marea de gente que lo lanzó del vagón.
Subía uno a uno los escalones, y la rajadura del cielo raso del geriátrico se desplegaba inmensa en las paredes de su mente.
El techo del geriátrico. Podría quebrarse de una vez.
Y pensó: Así nos termina de matar a todos.

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Pablo Di Marco (Buenos Aires, 1972) es corresponsal de la Agencia Cultural de Noticias, Libros & Letras y colabora en Facetas, suplemento cultural de Diario del Huila. En 2010 su novela, Las horas derramadas, obtenía el XXI Certamen Literario Ategua (Córdoba) y en 2012, Tríptico del desamparo, ganaba la XIII Bienal de Novela, “José Eustasio Rivera”, que ahora la publica en España, la editorial, Palabrasdeagua, 2014.


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