Pablo Di Marco
“Quienes amamos los libros solemos
confundir la literatura con la "realidad". Es más: muchas veces
consideramos a las historias que surgen de los libros más tangibles y valiosas
que la tantas veces rutinaria y chata vida cotidiana”.
Las horas
derramadas
(Extracto novela)
La enfermera lo
llevó por el largo pasillo de paredes descascaradas. En el salón central lo
envolvió el hedor agrio: la piel de los viejos enfermos.
Veinte o treinta
cuerpos se aferraban a las horas, la vista ciega en un televisor sin sonido.
Veinte o treinta despojos apenas manteniéndose a flote en aquel mar muerto.
La enfermera le
murmuró algo al oído a uno de ellos y empujó la silla de ruedas hasta una
esquina de la sala. Gabriel se quitó del hombro una pelusa inexistente y se
sentó frente al anciano.
—¿Cómo estás?
—dijo.
Dos ranuras se
entreabrieron, dieron lugar a dos perlas opacas. Un pliegue profundo: la
sonrisa sin dientes.
—Lo felicito, don
Nicolás —dijo la enfermera—: su hijo está cada día más buen mozo y elegante.
Tengo que custodiarlo para que las empleadas no lo secuestren en el camino. —Y,
antes de retirarse, se acercó a Gabriel y le dijo por lo bajo—: Tuvimos que
quitarle la dentadura postiza.
—¿Por?
—El mes pasado casi
se la traga durmiendo.
El viejo enderezó
el cuello, alzó las cejas apergaminando aún más la frente. Lo miró.
—¿Te gusta el
traje? —preguntó Gabriel ajustándose el nudo de la corbata—. ¿Lindo, no? Me
están yendo bien las cosas en La
Empresa, papá.
—Empresa…
—Muy bien me
están yendo las cosas. El mes pasado me ascendieron y me mejoraron el sueldo.
Ahora trabajo más que antes, estoy al frente de un departamento con muchos
empleados. Bastante responsabilidad, pero estoy contento. Si sigo así, en poco
tiempo te voy a poder sacar de acá. Quiero que estés en un lugar mejor.
La humedad de los
ojos del viejo, ya incapaz de darle brillo a su mirada, se pronunció y se
derramó en las ojeras. Una leve agitación en el pecho.
—F… facultad.
—Ya la terminé,
papá. Hace varios años. ¿Cuántas veces te lo dije?
El viejo apoyó la
mano temblorosa sobre la de su hijo. Sobresaltado al notar la piel fría y
venosa, Gabriel intentó ahuyentar la aversión. Vio al resto de aquellos
desechos amodorrarse delante de un televisor que lanzaba estúpidos dibujos
animados. Después se perdió varios segundos en una rajadura profunda que
zigzagueaba en el cielo raso. Le recordó a una serpiente.
—¿Necesitás algo?
Me tengo que ir.
El viejo simulaba
no oírlo, Gabriel se daba cuenta.
—Se me hace tarde,
papá, me esperan en el trabajo. Si te portás bien, te prometo que vuelvo la
semana que viene.
—Bien… —trataba
de sujetarle la mano—. Bien me porto yo.
—¿Querés que te
lleve con tus amigos? —Gabriel liberó la mano, se levantó.
El viejo parecía
desprenderse del soplo de vida, ya se dejaba llevar en la silla de ruedas.
—Acá estás bien,
papá —dijo tras colocarlo cerca del televisor—. Te quiero. Portate bien.
(…)
Gabriel se alejó
maquinalmente, y cuadras después se dejó tragar por la boca del subte. La masa de
gente lo arrastró hasta un vagón repleto.
Apretujada frente
a él, una adolescente con el brazo pegado al cuerpo sostenía un libro. Leía,
ávida.
Gabriel echó el
cuello hacia atrás, y mientras el chirriar de las ruedas del vagón le castigaba
los oídos, leyó en la cubierta: Viaje al fin de la noche. Sorprendente: alguien
concentrado en una novela. ¿Por qué una chica tan joven leería ese libro? Un
ejemplar viejo, sus páginas amarillas y los bordes de la tapa desgastados. Se
lo debía de haber prestado un familiar, o lo habría canjeado en un negocio de
algún pasadizo perdido. Él en su biblioteca tenía Viaje, lo había comprado en la Gran Librería años
atrás. Otros tiempos: ni aquel laberinto de galerías rebosantes de libros ni su
amor por la lectura seguían de pie.
Ni siquiera leí
el cuento que escribió Aída, pensó. Ya hace dos meses: ilusionada, me pidió que
lo leyera. Pero no pasé de la segunda página.
—Aída— murmuró, y
se dejó arrastrar por otra marea de gente que lo lanzó del vagón.
Subía uno a uno
los escalones, y la rajadura del cielo raso del geriátrico se desplegaba
inmensa en las paredes de su mente.
El techo del
geriátrico. Podría quebrarse de una vez.
Y pensó: Así nos
termina de matar a todos.
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Pablo Di Marco (Buenos Aires, 1972) es corresponsal de la Agencia Cultural de Noticias,
Libros & Letras y colabora en Facetas, suplemento cultural de Diario del Huila.
En 2010 su novela, Las horas derramadas,
obtenía el XXI Certamen Literario Ategua (Córdoba) y en 2012, Tríptico del
desamparo, ganaba la XIII Bienal
de Novela, “José Eustasio Rivera”, que ahora la publica en España, la
editorial, Palabrasdeagua, 2014.
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