LLAMAZARES, BAJO EL CIELO DE MADRID
Julio Llamazares narra en El cielo de
Madrid (2005) las vivencias de la generación de la postmodernidad.
Julio Llamazares nos remite en su
novelística, una y otra vez, a ese deseo deliberado por hacer de la memoria la
esencia única de sus relatos. Para el narrador leonés ésta parece convertirse
en el único sustrato de la literatura. El autor, hasta el momento, ha
seleccionado para establecer su territorio geográfico esas huellas o rastros de
un pasado que con un excelente acierto convertía, hace ya dos décadas, en
material novelístico, incluso podía percibirse un deseo de rectificación o
cambio en esa memoria colectiva impuesta durante más de cuarenta años, los de
la dictadura del franquismo. En este sentido Llamares, junto a otros nombres,
colaboraba en una manera de hacer literatura, aunque la singularidad de este
narrador consistía en esa otra manera de contar sus historias. En su primera novela, Luna de lobos
(1985), un relato de fugitivos en las montañas de los altos valles de León, lo
interesante de la historia está en el obsesivo presente y en la inmediatez que
ofrece el narrador para contar la vida de ese fugitivo y de sus tres compañeros
de quienes, por otra parte, apenas sabemos nada. En su siguiente novela, La
lluvia amarilla (1988), insiste, aún más, en ese intento de reconstruir la
memoria tanto particular como colectiva que, en este caso, se sustenta por el
monólogo y la narración confidencial del protagonista que aboga por una
mitificación del modo de existencia, de las costumbres y de la cultura rural
como ese modo de vida a punto de desaparecer. De cualquier forma, el punto de
vista elegido para ambos relatos es completamente distinto: mientras que en el
primero prima esa voz interior que le otorga a su personaje todo el valor de la
acción y de los hechos contados, en la segunda la intimidad misma procura el
monólogo y responde más a ese deseo de resaltar esa soledad en que se encuentra
la visión de una naturaleza y la voz es eminentemente mucho más lírica y
subjetiva. En Escenas de cine mudo (1994), su tercera novela, la memoria
se recupera a través de unas fotografías encontradas en un álbum de familia. Y
éstas producen en el protagonista una serie de sensaciones que le llevarán
hasta su niñez y los recuerdos que le provocan las montañas de León y el pueblo
minero de Olleros.
La temporalidad determina en algunos
casos recientes de la narrativa contemporánea una obsesión que parece
concretarse en décadas tan importantes como las de 1975, en adelante y sobre
todo, hay una generación de narradores que, una y otra vez, vuelve la vista
atrás hacia los años ochenta cuando en su juventud se enfrentaban a una época
de vertiginosos cambios pero que hoy, veinte años más tarde, forman parte de
esa madurez que contribuyó a cambiar algunos aspectos de nuestra sociedad y de
nuestra cultura, aunque una rabiosa actualidad les obliga a pensar acerca de
esos acontecimientos que protagonizaron como espectadores de la historia de un
país que ha dejado, hace ya algún tiempo, de sacralizar los iconos fabricados
en el proceso de la transición, que muy pronto pasaron de moda porque los
restos de esa movida de la década prodigiosa sobreviven solo en la
memoria de algunos y para más señas en un puñado de músicos, artistas,
cineastas o escritores que entonces provocaron que una emergente industria los
elevara a la categoría de genios de la que hoy, salvo excepciones, carecen.
Tiempo
de turbulencias
El joven Julio Llamazares (Vegamián,
León, 1995) vivió buena parte de la movida madrileña cuando su pueblo
natal fue sepultado bajo las aguas de un pantano y no tuvo más remedio que
emigrar a la capital de España. Asentado desde entonces en la gran urbe su
literatura rememora, como hemos señalado, su procedencia rural, el arraigo al
espacio geográfico de su infancia y juventud, con la certeza de que todo lo que
él reproduce en sus textos está en proceso de desaparición o, incluso, como su
lugar de nacimiento se ha desintegrado para siempre. Llamazares conserva en su
narrativa el ritmo y el lenguaje de la expresión poética de donde procede su
literatura, una inconfundible deuda de La lentitud de los bueyes (1979)
y Memoria de la nieve (1982), ya entonces su particular visión sobre el
tiempo y la soledad, sobre el sentido de la vida y de la muerte; tal vez, por
eso su recuerdo, la nostalgia y la evocación de una ausencia, la de sus raíces,
fecundan aun más su memoria. Una memoria engendrada por el propio olvido o el
temor a olvidar ese universo mitificado desde la distancia de la edad. En su cuarta novela, El cielo de Madrid
(2005) se enfrenta a un relato diferente, en la contraportada del libro se
significa, en realidad, como si se tratase de la crónica generacional de ese
último cuarto del siglo XX, aunque también puede concretarse, en buena parte,
como un relato urbano y el deseo de la búsqueda de la felicidad del
protagonista y algunos de sus amigos, todos, viviendo sus experiencias bajo el
cielo de la ciudad, de un Madrid del triunfo y del éxito, aunque también se
pueda hacer otra lectura diferente como la crónica sentimental de un grupo de
artistas y escritores que allí perdieron su inocencia, llegaron hasta la
madurez, lograron fama y su ambición les mostró posteriormente, de igual
manera, el fracaso.
En realidad, Carlos, el protagonista del
relato se enfrenta a un soliloquio transido por la memoria. Su relato concluye
casi como comienza, es decir, con una derrota puesto que cuando recuerda con
Rico en El Limbo su llegada a Madrid en el otoño de 1975, su memoria transita
por esa sinuosas sendas que le otorga el recuerdo muchas veces hecho a base de
elementos estructurados por aquellos acontecimientos que le devuelven al plano
de una realidad de la que ya es ajeno: sus cambios de domicilio, sus fracasos,
sus conquistas, la más reciente y determinante, Eva, la sueca con quien
recorrerá el país nórdico para abandonar así durante buena parte del verano un
Madrid desértico. El escenario urbano es esa memoria que la melancolía de los
años ha convertido en un paisaje extraño, casi fantasmal hasta conseguir
transformarse en otra ciudad que a lo largo del relato abandonará el narrador
cuando deje de ser la única razón y el único paisaje perceptible. También puede
leerse como la metáfora del desengaño de
una gran mentira que le ha fallado y se irá deshaciendo al evocar los últimos
años vividos. La visión de sus triunfos y de sus fracasos puede concretarse en
la imagen del vagabundo que frente a su casa permanece en absoluto silencio y
con quien conversa la noche que está a punto de abandonar Madrid.
El protagonista pasará del limbo al
infierno, y de aquí al purgatorio para reencontrarse con ese punto de partida
que supone para él la soledad que le ofrece la naturaleza o ese otro ambiente
determinate con que ha sido calificada la narrativa de Llamazares, es decir,
una singular visión de lo rural y de sus excelencias aunque la colonia de
Miraflores no sea precisamente un lugar semejante al de los orígenes del
narrador pero sí guarda algunas reminiscencias con la visión periférica que
tenía Carlos, el protagonista, del relato. Solo desde este momento la historia
cobrará el sentido último que Llamazares ha querido darle a su texto, el testimonio
de esa especie de laberinto en el tiempo con los recovecos de la recuperación
de la memoria que cubre buena parte de su narrativa hasta el momento y que,
desde el punto de vista temático, no deja de ser una más de las características
de la novela moderna que entre otras características se centra, preferente, en
un espacio urbano.
Los tres círculos de la Divina Comedia,
cuyas citas encabezan esas tres de las partes en que se estructura el relato,
terminan en el cielo cuando al final el personaje se ha convertido en un
triunfador, cuando, el pintor vocacional, ha logrado el respeto de galeristas y
críticos de arte, la envidia y la admiración de sus amigos, y lo ha conseguido,
precisamente, en medio de ese espacio natural de donde procede y donde la soledad
del medio le brinda la posibilidad de reencontrarse con el tiempo perdido y,
una vez ocurrido todo esto, después de algunos años, volverá bajo ese cielo de
Madrid, un cielo azul y rosa que desde siempre todo el mundo persigue, como
afirma el narrador, que todo el mundo alaba aun sin conocerlo y que, al final
de su relato, se desvanece igual que todos los días y se convierte a la vez en
infierno, limbo y purgatorio, aunque tardemos mucho tiempo en saberlo. Al final
de todo, Carlos se siente, de alguna manera, feliz mirando las nubes día a día
después de comprobar que el cielo de cualquier ciudad está hecho de los sueños
de los que viven bajo él, quizá como el propio Llamazares que, de alguna
manera, siente protagonista de esa gran mentira que es su propia vida cuando
ésta ya traspasa los límites de sus recuerdos.
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