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miércoles, 24 de mayo de 2017

Alejandro López Andrada



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SÍMBOLOS
              
        El ser humano siente, alguna vez en la vida, esa necesidad de una explicación, de justificar o rememorar un pasado porque, los sentimientos y las razones que, por algún motivo, han permanecido ocultos durante buena parte de su vida, vuelven en forma de recuerdos como si de una secreta esperanza invertida se tratara. Transcurrido un tiempo razonable, la adolescencia y la juventud, camino ya de la madurez, se inicia ese proceso involutivo que lleva a recuperar esa olvidada identidad para sobrevivir, finalmente, a una vida relegada por un involuntario extrañamiento.
        Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) ha construido un mundo propio desde sus inicios literarios, un mundo personal que, como ha señalado Santos Alonso, «pone en convivencia íntima la vida de las gentes y el fluir del tiempo en los pueblos con la naturaleza en plena palpitación». Localizado geográficamente en los Pedroches, la zona más olvidada y abandonada de la provincia de Córdoba, lugar donde el escritor ha construido su reino secreto engalanado con una naturaleza tan exuberante como extraordinaria. Una tierra desgarrada por los triunfos y las derrotas de tantos compatriotas, reveses que le sirven al autor para afirmar con toda rotundidad que «la memoria de los pueblos no reside en la cal y en la piedra de sus casas y de sus cortijos, sino en los hechos y en el alma de las personas». No es extraño encontrar semejantes juicios en la escritura de López Andrada, porque para él la literatura es un ejercicio intelectual y emotivo, esencialmente unido a la vida, a la experiencia humana, a la tradición y al arraigo de la tierra, todo cuanto pueda verse desde su particular Colina del Verdinal.
        Ángel Pedraza, el protagonista de El libro de los aguas (2007), vuelve a su pueblo para reconstruir parte de su pasado familiar, después de una prolongada ausencia que cubre la dictadura franquista, para justificar, de alguna manera, toda una época, esa larga posguerra que conservó, sobre todo en los ambientes rurales, parte del odio acumulado en la contienda civil. Frente a él, la imagen fantasmal de un pueblo que tras la guerra civil, en los primeros meses, le ofreció algunos momentos de contenida felicidad: el amor de la familia, el amor adolescente, perspectivas para una nueva vida, pero también le enseñaría el conflicto entre la bondad de las gentes del lugar y la villanía de los poderosos. Será en Peñas Grises, con la tía Lorenza y sus primos, donde el joven Ángel pretende reconstruir su vida, porque fallecido el tío Braulio, abandonará Bruma para siempre, alejándose de un terror profundo e irracional que le impide seguir allí. Víctima, además, de las consecuencias funestas de la guerra pronto le atormentarán  una serie de visiones y sucesos extraordinarios que se fundirán con los recuerdos del resto de su vida.
        A medida que el lector avanza en el relato, cuando la vida de Ángel se mueve entre esos parámetros de una felicidad sostenida y un futuro posible, surgen episodios que convierten la historia en algo tan terrible como poético; terrible porque muestra la realidad más dolorosa del ser humano, el aislamiento de la familia del mundo exterior, el injusto encarcelamiento del tío Ángel, los encuentros con los maquis, y numerosos sucesos que vivirá el joven y le mostrarán los desajustes sociales que conducen a la misera, al abuso, a la locura y a la brutalidad de las gentes del lugar que actuarán de una forma irracional frente a sus semejantes; y poético porque, López Andrada, dueño también de una voz lírica singular, depurada, sintética, es capaz de convertir cada párrafo en una unidad extremadamente intensa, eternizando así, a través del lenguaje, el presente narrado, de mostrar esa tremenda solidaridad con la raza humana, con el hombre, con la tierra, hasta lograr que, como lectores, nos sintamos seducidos por su tremendo amor a la vida.
        Al final de la novela, el protagonista, derrotado por el silencio y el olvido de tantos años, concibe su vida como una imagen onírica poblada de rostros y de voces del pasado, y cuando, desvanecida la atmósfera de aquel tiempo, envuelto en una luz tímida y hermosa que le provoca tantos recuerdos, mientras percibe el olor de ese fulgor en mitad de la noche, entre las viejas paredes de su casa ruinosa y rodeado por un ambiente mortecino, entonces será, y solo entonces, cuando consigue perdonarse a sí mismo y a todos los demás, a aquellos que, de una manera u otra,  dejaron su nombre escrito en el Libro de las Aguas.








EL LIBRO DE LAS AGUAS
Alejandro López Andrada
Sevilla, Algaida, 2007

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